La semilla del Cariñoso del mierda

Vivíamos como podíamos, nos dejaban dormir en las casas de Angustina. Los vecinos se compadecían de nosotras porque querían y respetaba a mi abuela.

José Lavín Cobo, 'El Cariñoso'
José Lavín Cobo, 'El Cariñoso'.
17 jun 2020 16:27

Siempre llevo cuaderno, bolígrafo y  el móvil presto a grabar. Siempre, pocas veces lo utilizo. Cosas de la heterodoxia. Cosa de no ser más que una escuchadora emocional, imagino.

Josefa y Marisol llegaron tarde a la cita que concertamos. Haciendo compras, porque Josefina quiere llevar regalos cuando vuelva a  Virginia, además hace frío en Santander y se compró un pantalón para abrigarse. Me cuentan. Miro  a Marisol y no sé qué hacer para agradecer esa amistad generosa que me presenta a las personas que más desee conocer. No tengo palabras para decirle lo que supone para mí el que me haga participe de sus recuerdos, de sus amigos, de sus vivencias. Tanto por tan poco.

Luego abrazo a Josefina y me siento privilegiada por ese encuentro. Comenzamos a contarnos. No es muy habladora, quizá porque su vida se labró a base de silencios,  aunque a poco se le suelta la lengua. Sobre manera cuando habla de la abuela. Del padre poco puede decir porque no le conoció.

Una jornada infausta, justo cuando tenía todo preparado para huir a Francia con María su compañera, que embarazada de seis meses le acompañaría, se le cruzó la traición. El enlace que debía proporcionarle el salvoconducto para cruzar la frontera fue captado por las fuerzas de “orden” y les condujo hasta el portal número 44 de la calle Santa Lucía de Santander, donde en la pequeña buhardilla  vivía la madre de María y se refugiaba la pareja, que imaginamos esperaba  ilusionada  la pronta salvación. Los Lavín pudieron haber sido una familia normal, de las muchas que se acogieron al exilio francés. Josefina haber crecido con sus padres  en la añoranza de la Patria perdida pero felices de vivir juntos y de haberse salvado.

Podría haber sido todo eso pero las balas cruzadas que salieron de las puertas del edificio de Santa Lucía abatieron a José Lavín, El Cariñoso, que murió desangrado en el mismo portal. Poco después subieron a por María…y a por la madre, que murió días después fusilada por amparar a su hija y al guerrillero. No había piedad para los vencidos. Ni misericordia para la embarazada que fue pateada sistemáticamente a fin de hacerle abortar la semilla del Cariñoso. Dolor, golpes, silencio, eso fue lo que recibió María; algo debió de llegar hasta la pequeña que crecía en su seno. Quizá por eso calla y observa tanto.

Para su fatalidad ni una mala foto conserva de ese padre perdido. Se las quemaron cuando arrasaron la casa de la familia Lavín con el fuego devastador del odio. Porque a los cobardes no les llegó con llenarle el cuerpo de balas. No fue bastante. Quemaron la casa, masacraron a golpes a las hermanas, a la madre, a los primos, incautaron los negocios de la familia que eran comerciantes en su mayoría…Y ella, Teresa Cobo, la abuela, se hizo cargo de una niña de dieciocho meses que era fruto de los amores de su Pin y de María Solano. No había casa donde guarecerse, ni trabajo, ni comida, ni ropa. Nada. Josefina nos insiste que ella y la abuela no tenían nada. Bueno, sí, nos puntualiza: “nos teníamos la una a la otra”

-Y la abuela no estaba para nietas, sabes, que la habían matado a dos hijos, la abuela estaba para que la cuidaran. Y no. Se hizo cargo de mí, me cuidó, me quiso y me dio de comer como podía, pescando, buscando debajo de las piedras, donde fuera para que yo pudiera comer. Pescaba en el Miera, sabes… a veces  venían los guardias y le quitaban los peces. Ese día no comíamos porque ellos le quitaban la pesca, que digo yo ¿qué mal hay en comer lo que has pescado?-

Los ojos vivos de Josefina se le avivan con los recuerdos. Aún le queda mucho que drenar.

-La abuela era respetada por todos, jamás le escuché nada malo de nadie, ni de los que mataron a los hijos. Bueno de los que nos quitaban los peces, sí… a esos los llamaba hijosde…pero solo un momento. La abuela era seria, firme como una roca. No sé qué pensaba porque hablaba poco pero me cuidó mucho, me quiso y la quise…la quiero. Ella fue mi madre, la madre de José, mi abuela Teresa Cobo. María, mi verdadera madre, estaba llena de rencor, jamás olvidó ni cerró las heridas. Vivió recordando todo lo que la hicieron. Tuvimos una relación difícil, nunca nos comunicamos, había un muro de distancia. Jamás lo rompimos-

A Josefa se le vira el gesto, se le pone la boca agria. Se  nota que prefiere hablar de la abuela. No de la madre. No debió ser fácil vivir ante un muro de dolor silencioso. De rencor sin aspavientos.

-Vivíamos como podíamos, nos dejaban dormir en las casas de Angustina, los vecinos se compadecían de nosotras porque querían y respetaba a mi abuela. Si hacían matanza algo nos daban...Pero no había casa, ni fincas, nada

Una periodista americana se cruzó en el camino de María Solano, visitó la cárcel, la entrevistó y comprobó que había nacido en EEUU, a su regreso lo notificó al consulado, que emprendió los trámites de su liberación. Lo consiguió con la promesa de jamás volver a España. Josefina tiene entonces doce años, sigue con su abuela que es la única familia que conoce. La engañan y la suben a un avión de camino a USA. Con una madre desconocida y llena de rencor. Sin despedirse de Teresa, de los prados de Liérganes, de los paisajes del Miera. Sin un abrazo de la abuela.

- Mi madre jamás aprendió inglés. Se relacionaba solo con latinos en Tampa, no quiso ir a ningún otro lado. No la gustaba América. Nos ofrecieron ayuda pero no la quiso. Decía que quería ser independiente…Independiente de qué, si no teníamos nada. Nuestra vida en común era la distancia. Ella trabajaba mucho, yo iba al colegio, apenas nos veíamos un rato por la noche. Apenas hablábamos y cuando lo hacíamos era para discutir-

Quizá lo que no le gustaba  a María era vivir después de los pateos en el vientre, de los golpes en las Oblatas, de las torturas y los insultos por llevar la simiente del Cariñoso en sus entrañas. A María le sobraba la vida porque le mataron al compañero y a la madre y la quitaron la libertad y su país.  A ella la dejaron  viva pero con una vida muerta.

-No nos comunicamos jamás, María. Ni nos acercamos nunca, vivimos como extrañas- me insiste Josefina.

Y es que los muertos no hablan. A María también la mataron  el 27 de Octubre de 1941 en el portal número 44 de la calle Santa Lucía, cuando su amor se desangró en  las baldosas cosido a balazos. Cuando la pateaban la tripa para que abortara la semilla del guerrillero. Cuando fusilaron a la madre que los dio amparo. Cuando la encerraron con barrotes de venganza y miedo en las Oblatas y en otras prisiones durante doce largos años. Tantos  como rencor acumuló.

María  Solano no pudo olvidar la lacerante vida que vivió cuando despuntaba la juventud, cuando traicionaron al hombre que amaba. Cuando el odio le torció la vida de forma absurda, porque era una joven embarazada y enamorada. Una tragedia sin cura ni perdón.

A Teresa en cambio, no le quedó tiempo para odiar. Entre pañales y harapos la entregaron a la pequeña Josefina . Y se amarró a ella como a un salvavidas porque llevaba la sangre de su Pin, de su chico, tan bizarro, tan guapo y tan valiente. La acogió en sus brazos y debió juramentarse que saldrían adelante aunque tuviera que despedazar la tierra. Se lo debía a su hijo. Se lo debía al joven que corrió por los montes del Miera dejando atrás a los perseguidores con el corazón libertario y los pies enganchados a la libertad. A partir del momento que tomó a la pequeña en sus brazos, para Teresa no hubo más vida ni más meta que sacar adelante a su niña. A la pequeña de los Cariñosos de Liérganes.

Ahora Josefina tiene 77 años. Una vida que ha pasado en EEUU. Nunca  volvió a ver a la abuela porque  no regresó a España hasta el año 1968, un año después de que Teresa muriera. Volvieron, madre e hija,  a esa zona de España que es más USA que Montana, a Torrejón, no tocaron tierra española. María no podía pisar su tierra española, donde dejó tanto.

Teresa Cobo, había muerto sola, sin sus hijos, con las dos hijas que le quedaban dispersas, con el dolor de no ver a su pequeña pero con la cabeza bien alta. Había cumplido con la promesa hecha. Había criado a la pequeña de los Cariñosos.

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