Pintada Coronavirus Pandemia
Pintada sobre el Covid-19, en Tetuán. David F. Sabadell

Pensamiento
Gramática del contagio

El Salto publica un capítulo del ensayo Lo que es mío es tuyo. Magia y técnica en la época del contagio, del autor italiano Marco Mazzeo, editado en España por Tercero Incluido.

2 dic 2020 06:00

“Contagio” es seguramente una de las palabras clave del momento actual, por no decir la principal. El hecho es cualquier cosa menos evidente porque asistimos a una oscilación vertiginosa con la que es difícil hacer cuentas. Por un lado, se trata de un término que pertenece al pensamiento mágico. Tiene un aspecto primordial, si no primitivo. Recuerda a la rudeza inverosímil pero fascinante de la ciencia ficción, así como a la caza de brujas. En el debate contemporáneo se ha hecho más veces referencia a la peste o a las creencias supersticiosas vinculadas a su propagación (Agamben, 2020). Por otro, es una categoría estructural del capitalismo tardío ya antes de la covid-19.

Para comprender esta ambivalencia basta con hacerse una pregunta ingenua: ¿cuál es la fuerza que, en la actualidad, se contrapone a la pandemia? Si se considera el trato reservado a los pueblos de África, a los pobres de América o a los ancianos en muchos lugares de Europa, responder algo del tipo “la defensa de la vida humana” parecería como mínimo imprudente.

La noción de “contagio” es bivalente: encarna una de las formas más antiguas de pensamiento, así como una de sus realizaciones técnicas más avanzadas

Desde muchas partes se presiona para una pronta reanudación de las actividades económicas porque el riesgo, se dice, es una crisis económica que contagie a todo el mundo. La evolución de las bolsas es evidentemente contagiosa: si Wall Street sube, esto influirá en Hong Kong; el hundimiento de Asia lleva a la reducción del resto de las finanzas. Escribe Orléan (2009): “Los fenómenos de contagio son conocidos en todas las crisis incluso antes de la invención de los productos estructurados” de tipo financiero. Cada crisis pone en discusión las “convenciones de valorización” (ibídem) en las que se basan los precios de las mercancías. La necesidad de liquidez para hacer frente a las pérdidas transfiere la desconfianza hacia las actividades consideradas “cercanas al origen de la crisis” (ibíd.) en ventas efectivas. A su vez, “la disminución de los precios genera desconfianza” (ibíd.). De aquí el efecto en cadena del contagio económico. La noción de “contagio” es por lo tanto bivalente: encarna una de las formas más antiguas de pensamiento, así como una de sus realizaciones técnicas más avanzadas. A día de hoy, el contagio lucha contra sí mismo.

Se trata de una circunstancia tan dramática como prometedora. Sobre el drama no hay mucho que añadir. Basta con ver la procesión de ataúdes o las condiciones laborales de los trabajadores para hacerse una idea: los repartidores de la COOP (una conocida confederación de supermercados vinculada a la izquierda) confiesan que, durante el mes de marzo de 2020, han soportado 400 horas de trabajo en vez de las 200 estipuladas por contrato; los trabajadores sanitarios son primero enviados al matadero y después beatificados; los empleados de Amazon tienen que trotar por la ciudad como si nada pasara; las factorías agrícolas reclaman formas contractuales que legalicen la esclavitud, ya que de otro modo “no tendréis más el fruto de los campos”.

No viene primero el individuo y después el problema de su relación con el otro. Es exactamente al revés. De la relación entre miembros de la misma especie puede emerger el perfil singular del asesino y del poeta, del enfermero o del carnicero

Movido por el espíritu de querer completar la panorámica, y no por un optimismo innato, puede valer la pena dedicar alguna palabra a la faceta prometedora del problema. Antes de asumir las vestiduras paranoicas del untador, el contagio es la ruda manifestación del carácter político de la especie humana. Sobre todo en las obras más tardías, Lévy-Bruhl lo explicita con claridad. En su estructura llamada “primitiva”, la vida humana manifiesta en sumo grado una propiedad. Para los humanos vale el principio “ser es participar” (Lévy-Bruhl, 1949). Este planteamiento no traiciona una presunta “debilidad lógica” (ibíd.) de las poblaciones con escaso desarrollo tecnológico, sino una característica de la especie. Los humanos son “animales sociales” (ibíd.). No viene primero el individuo y después el problema de su relación con el otro. Es exactamente al revés. De la relación entre miembros de la misma especie puede emerger el perfil singular del asesino y del poeta, del enfermero o del carnicero.

La participación (en griego methéxis), principio que Platón usa para explicar la relación entre idea y experiencia sensible (Virno, 2020), regula la relación entre los humanos. Primero se es un conjunto indistinto y después se puede construir la identidad de cada uno. Cuando nos mofamos del primitivo que, pobre de él, no distingue el animal soñado del percibido no nos burlamos de él, sino de nosotros mismos. En este sentido, el antropólogo habla además de “cinestesia social” (Lévy-Bruhl, 1949), un sentido táctil común a los miembros de la especie: “Una dependencia inevitable, constante y recíproca […] que siempre está pero que habitualmente no se nota” (ibíd.).

La cinestesia es el sentido del propio cuerpo en movimiento que advierte su presencia, su articulación mientras actúa. La cinestesia social es el sentido del cuerpo de cada uno mientras se agita, y se advierte bien durante la cola a la salida del metro o apretujados en una manifestación.

El envasado del mito de la interioridad malinterpreta esta cinestesia social haciéndola suya. Al decir que “el otro no puede sentir mi dolor a no ser que sea mi gemelo siamés” niega la presencia del tacto común a la especie reduciéndolo a una broma de la naturaleza o a una excepción dramática en el curso de los acontecimientos. En cambio, el contagio subraya la erosión de las barreras que dividen a los cuerpos pluricelulares. Es la categoría capaz de hacer emerger un plano biológico que hace de cada humano el siamés del otro. Los hermanos agarrados del brazo se dicen: “Tu brazo es el mío”. El virólogo advierte al consumidor de que la covid de la cajera es también la suya.

El contagio pertenece a la galaxia metonímica. Toco tu mano y, al hacerlo, infecto el organismo al que pertenece la extremidad. O aun: pongo en crisis a la bolsa de Nueva York, por tanto pongo en crisis a todas las bolsas a las que está conectada

Continúa Lévy-Bruhl: la lógica de la participación se organiza según dos formas. Una es la imitación. Imito la lluvia, y así hago que llueva. La segunda sigue el principio del pars pro toto; daño la uña del enemigo, luego daño al enemigo (ibíd.). El contagio pertenece a la galaxia metonímica. Toco tu mano y, al hacerlo, infecto el organismo al que pertenece la extremidad. O aun: pongo en crisis a la bolsa de Nueva York, por tanto pongo en crisis a todas las bolsas a las que está conectada. Puesto que el humano se caracteriza por una cinestesia política, la acción mágica no puede actuar más que por “contacto” (ibíd.). La magia encarna, entonces, el rostro parcial de un proceso siempre en acto. Es la acción que profundiza en el tacto generalizado de la especie de los sapiens.

Hay quien cree que la economía de mercado pertenece a la ciencia y, en cambio, quien está convencido de que el turbocapitalismo y el vudú se parecen más de lo que se suele imaginar

No es quizá una casualidad que la de “contagio” sea una de las nociones capaces de hacer de puente entre dos actitudes consideradas habitualmente antitéticas. Se da contagio en la magia, se da contagio en la ciencia. En este sentido, se podría decir que en la actualidad el mundo se ha partido en dos: hay quien cree que la economía de mercado pertenece a la segunda y, en cambio, quien está convencido de que el turbocapitalismo y el vudú se parecen más de lo que se suele imaginar.

Para algunos, la lucha entre el virus y las finanzas es la oposición eterna entre la irracionalidad del corazón y el pensamiento del cerebro; para otros, es la demostración de que se trata de dos vectores pertenecientes al mismo campo de fuerzas.

Antes de tomar partido en el conflicto conviene establecer un principio de referencia. El contagio no es una categoría mágica o epidemiológica, sino antropológica: señala uno de los procesos típicos del animal participativo, revela lo político del ser humano. El contagio es la forma en crudo de la participación: su carácter explosivo es capaz tanto de reagrupar biografías aisladas del mundo de los otros como de extinguir las diferencias entre estilos de existencia. Dicho de otro modo, el contagio es un ácido corrosivo que quema los confines entre los cuerpos.

Por este motivo es capaz de hacer lo que antes de ayer parecía casi imposible: mostrar lo intrínseco de lo político en la naturaleza humana, poner en tela de juicio “un mundo hecho de individuos aislados y completamente egocentrados conectados a los ‘otros’ solo en modos extemporáneos y superficiales, pero en realidad vinculados profundamente” por el mercado (De Carolis, 2017). Aun así, por el mismo motivo puede devolver la especie a la dimensión intrauterina del encierro domiciliario. Por tanto, el contagio resulta obsceno, además de espantoso, porque es participación sin individuación: ayuda a la disgregación de dispositivos aislantes; precisamente por este motivo es del todo insuficiente para la construcción de nuevas formas de vida en singular.

Lévy-Bruhl (1938) nos proporciona otra observación que podría ser útil en tiempos confusos. La magia, insiste, es “una acción eficaz” porque “el hacer como si lloviera es hacer que llueva” (ibíd.). El colapso entre “hacer como si” y “hacer que” es particularmente instructivo. No indica la ingenuidad del débil de mente (me muevo como si lloviera y entonces cae agua del cielo). Encarna un principio fundamental del lenguaje: poder representar la realidad no significa describir algo existente, sino dar lugar a esa dimensión. No me refiero solamente a los actos performativos (“yo juro que”, “yo tomo a esta mujer como esposa”, etc.) gracias a los cuales “se hacen cosas con las palabras”, por citar el célebre libro de John Austin (1962).

El principio vale también para el modo en que las palabras permiten organizar nuestro espacio-tiempo y desengancharse del aquí y del ahora. Hablando del “mañana” no hago que suceda lo que querría que sucediera (la magia, afirma Lévy-Bruhl es “extrapoder del querer”; ibíd.). Hablando del mañana puedo organizar mis acciones con vistas a un mañana, un pasado mañana, un año, un millón de siglos. La palabra no se limita a representar el tiempo porque lo focalice; lo dota de una estructura que, de lo contrario, sería amorfa.

Para salvar hospitales y moribundos, más allá de la propia piel, hace falta comportarse como si cada uno de nosotros estuviera infectado; hace falta moverse como si el otro pueda estar infectado o como si lo estuviéramos nosotros mismos

Incluso en este sentido, la domiciliación colectiva y la fetalización generalizada están ligadas al contagio. En muchos lugares de la Tierra, no parece que el virus esté todavía particularmente difundido. O, mejor, no se sabe. No sabiéndolo, las autoridades imponen dispositivos disciplinarios que de hecho están muy cercanos a un “como si”. Para salvar hospitales y moribundos, más allá de la propia piel, hace falta comportarse como si cada uno de nosotros estuviera infectado; hace falta moverse como si el otro pueda estar infectado o como si lo estuviéramos nosotros mismos.

Vuelve a emerger la ambivalencia del proceso. Por un lado, el contagio es un concepto que no solo describe sino que genera el hecho del que habla. Para evitar el contagio es necesario asumir su presencia incontrolada. La gramática del contagio transforma lo posible en real: por prudencia, y no necesariamente por voluntad autoritaria. El carácter performativo del contagio se realiza incluso en los procedimientos, de aroma inevitablemente obsesivo, que lo acompañan.

El escrúpulo de lavarse las manos al menos durante 60 segundos, o la esterilización de superficies y objetos, activa comportamientos a mitad de camino entre la higiene y el ritual. Debido al escaso conocimiento acerca de los rasgos esenciales del virus, estos rituales de higienización tienden a adoptar formas inevitablemente idiosincrásicas: la elección del modelo de mascarilla y su uso, el número de veces que se deben lavar las manos y dejar los zapatos fuera de casa o en la entrada, son solo algunos ejemplos de una incertidumbre precavida que exige respuestas ad hoc. Estas pequeñas estructuras rituales protegen del peligro biológico y psíquico que constituye el virus, y al mismo tiempo contribuyen al pasaje del como si al que. Hace falta media hora para que pueda salir de casa (me pongo los guantes, cojo la mascarilla, reviso el gel), lo cual me protege de la eventualidad de un contagio, aunque también haga de esta posibilidad algo tan concreto (pues se dilata hasta tomarse treinta de mis minutos) que la transforma en una entidad ya presente aquí y ahora.

En el pensamiento científico, el contagio vive de curvas epidemiológicas, tiempos de latencia y periodos infecciosos. El contagio se convierte en una máquina infernal si se le priva de este dispositivo histórico de desactivación

Lo que impide que el contagio se convierta en una trituradora de lo posible es la organización de una cláusula temporal. El mundo mágico-ritual la identifica en un signo anticipatorio o en una acción eficaz capaz de interrumpir la cadena.  Como es sabido, la Ilíada comienza con la investigación acerca de las causas remotas de la ira y de la peste. Con ese fin se consulta a “un profeta, un sacerdote o un intérprete de sueños” (Ilíada, I). En el pensamiento científico, el contagio vive de curvas epidemiológicas, tiempos de latencia y periodos infecciosos. El contagio se convierte en una máquina infernal si se le priva de este dispositivo histórico de desactivación.

Sin el kairòs del punto de inflexión, el contagio se vuelve en sumo grado una phronesis infinita, una interminable cautela sin salida. Por este motivo, el paranoide trata de hacer desaparecer todo límite temporal futuro. El conspiracionista se centra en los misterios de la causa y del fin: el fetiche del paciente cero o la confabulación según la cual “se dice que Conte forma parte de los illuminati que pretenden instaurar un nuevo orden mundial, mediante la imposición de vacunas con microchip para que estemos todos controlados” (Francesca Benevento, consejera municipal del ayuntamiento de Roma).

Sin ventana temporal, es decir, sin dimensión histórica, hacer como si todos estuviéramos infectados convierte a la nuestra en una vida de infectado

El científico, en pleno delirio de omnipotencia, afirma: “Creo que en el futuro no nos deberíamos dar más la mano” (Anthony Fauci, director del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas de Estados Unidos, 9 de abril de 2020). El tiempo de los besos y los abrazos ha concluido. Sin ventana temporal, es decir, sin dimensión histórica, hacer como si todos estuviéramos infectados convierte a la nuestra en una vida de infectado. El “como si” deviene “para siempre”.

No obstante, la propagación de una vida orientada al “como si” plantea más de un interrogante respecto a la gramática del contagio. De un solo golpe reaparece el carácter político de la vida humana (la cinestesia social de Lévy-Bruhl) negada por el atomismo lógico auspiciado por la economía de mercado y perfectamente resumida en la frase con que finaliza El enigma de Gaspar Hauser, de Werner Herzog: “Cada uno por su cuenta y dios contra todos”. De un solo golpe reaparece la coordenada lingüística que el pensamiento mágico lleva a su clímax: representar es construir dimensiones de realidad. En este doble surgimiento, decíamos, no es difícil identificar el apogeo paranoico: cada uno es contagioso, la guerra de religiones está al acecho; por tanto, viva Hobbes y su homo homini lupus.

Sin embargo, la vida político-lingüística humana permite un movimiento especular. Es decir, permite pasar del así es al como si (otro antropólogo, Victor Turner, habla en este sentido de “antiestructura” ritual). El contagio abre las puertas al movimiento imaginativo que pone al sapiens en condiciones de ver con otros ojos lo que hasta aquel momento era obvio a su modo de ver. Por este motivo, de la Ilíada al Decamerón el contagio es el caldo de cultivo no solo de la enfermedad sino también de la narración colectiva. De “trabajar” se puede pasar a “como si trabajara”; del ir de vacaciones al “como si fuera de vacaciones”; de “los trabajadores son secundarios” a hacer como si lo fueran.

En el estancamiento de quien está encerrado en casa no es difícil ver la impotencia de quien no consigue salir o de quien renuncia a todo poder transformador porque, total, todo es un complot. Al mismo tiempo, existe una impotencia no generada por la escasez de potencia sino por un exceso de posibilidades (Virno, 2020). Tengo mucho que decir y balbuceo; tengo mucho que ver y me distraigo. Por un periodo limitado de tiempo, hacer como si todos estuviéramos contagiados es la parálisis prudente capaz de evitar que todos lo estén. Hacer como si los trabajadores fueran las únicas personas sustituibles es la superstición de que la suspensión puede ayudarnos a liberarnos a nosotros mismos y liberar a los otros. El contagio condensa en sí las dos polaridades de la noción de “potencia”.

Glosa: ¿pañal o Powerpoint?

Quizá no sea del todo fortuito que en las instituciones escolares y universitarias el contagio sea ya desde hace tiempo una forma mecánica en vías de afirmación. Parece que actualmente se dan dos variantes principales. La primera es de carácter “horizontal”. “Formarse” significa asimilar en red contenidos de autoaprendizaje que se refieren al bienestar psíquico, a saber reparar el motor a gas de un coche o cómo construir artefactos explosivos. El sueño universalista de la red se entrelaza con un curso permanente de preparación para el trabajo.

Es significativo que en Italia la expresión “24H”, en un primer momento reservada a los servicios de urgencia y los centros médicos, se haya impuesto, mucho antes de la covid-19, como una expresión capaz de señalar los aspectos más diversos de la vida (el amor de pareja, la disponibilidad para el turno de trabajo, las disputas de comunidades de vecinos). La noción de “meme” sería el testimonial de esta directriz. Un concepto nacido de la parodia involuntaria de un término biológico ya equívoco (el “gen”: Dawkins, 1976) ha tenido su digno final: indicar contenidos digitales, transitorios y de gran efecto, que muestran a niños que caen del techo, gatos que tocan el piano o escenas groseras y burlonas.

Al grito indignado de quien invoca al fascismo porque temer la propia piel es poco chic (Agamben, 2020) se contrapone el fetichismo de quien considera que en red se daría el intelecto general (todo lo comprensible, toda relación humana, toda la verdad). En ese preciso momento la formación a distancia deja de ser una brutal necesidad impuesta por la pandemia (mejor contactar con el estudiante por vídeo que por telégrafo) para convertirse en superstición.

Apenas el e-learning (o DAD, didáctica a distancia) se transforma en un cómodo modelo de la sociedad futura para cualquier tiempo y edad, también se convierte en la versión vertical del meme. A través de las plataformas digitales, el profesor-maestro (de vida, obviamente) podría finalmente extender su sabiduría a todas las generaciones de estudiantes, dispersados en el lugar y el momento que sea.

El político izquierdoso, es decir, la presidenta de la Comisión Bicameral para la Infancia (Rosamaria Di Giorgi, 19 de mayo de 2020), se lamenta de que “mientras tanto aparecen estudios que concluyen que en el rango de edad de 3 a 10 años solo el 2% ha hecho en estos meses didáctica a distancia dos veces por semana”. Resulta verdaderamente tremendo que el niño recién despojado del pañal tenga también que hacer Powerpoint.

Tanto la memética como la formación a distancia son formas de contagio sin kairòs, una programación comunicativa antihistórica. Estas pueden tener cierto sentido en la medida en que se adhieren, desesperadamente o de forma residual, a experiencias precedentes de aprendizaje y enseñanza en común: a la relación en directo que rige entre el niño que escupe y la educadora que señala, entre el estudiante que se distrae y el profesor que intenta llamar la atención de cada uno en la época del trastorno generalizado de la atención.

En definitiva, toda forma técnica de enseñanza a distancia sobrevive solo gracias a lo que el mundo griego llama “amistad por las facultades” , es decir, philosophia. Sin fecha de caducidad ni el fastidio de las relaciones en directo, incluso el más breve de los telégrafos se convierte en lo contrario de la articulación individual de la cinestesia social, el descubrimiento público del propio cuerpo, fin de la simbiosis gemelar. Se transforma más bien en un difusor de esporas, un aire acondicionado ya infectado.

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