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El juego de la gallina consiste en que dos automovilistas se dirigen el uno contra el otro. El que antes se desvía, pierde. Si ninguno titubea, se chocan. Si se chocan, hay repetición electoral, en el caso que nos ocupa, y una posible victoria de Alberto Núñez Feijóo. No sirve de mucho que decenas de políticos y políticas, centenares de opinadores y miles de personas adviertan del inminente choque. Los dos conductores, Pedro Sánchez y Carles Puigdemont, son experimentados jugadores. Saben que tienen que abstraerse a esas súplicas. En el caso del segundo, es un conductor especialmente temerario.
No en vano, Puigdemont lleva seis años esperando este momento, que para él es un buen momento. Si pacta, obtiene una victoria concreta, el regreso como el hombre que dobló el brazo al Estado. Si no pacta, obtiene una victoria etérea y tal vez pírrica. Si no pacta puede dejar una herida profunda en las partes más o menos sanas de ese Estado, atizar a sus adversarios nacionales (Esquerra Republicana de Catalunya) y alimentar el relato de la España irreformable.
Piden la prohibición de partidos y la persecución de quienes no creen en la unidad de España. Por la mañana, en nombre de la democracia y la Constitución, por la noche, en nombre del fascismo
Es un juego peligroso. Pero el ruido fabricado en Madrid apenas roza a Puigdemont y su base social. En cualquier caso, es algo que refuerza ese segundo mensaje: no se puede pactar con quienes tienen metido en casa —en el poder judicial y las fuerzas de seguridad— el huevo de la serpiente. Las imágenes de las protestas en la calle Ferraz son potentes pero apenas son la parafernalia, el folclore, de la ofensiva prefigurada por José María Aznar y seguida por Consejo General del Poder Judicial, Asociación Profesional de la Magistratura (APM) y por el juez Manuel García Castellón. Por el obispo José Ignacio Munilla, los sindicatos policiales y Pablo Motos.
Política
XV Legislatura La derecha agita las calles y los juzgados a la desesperada ante una investidura inminente
Dicen los teóricos del lawfare —es muy recomendable el libro del mismo título de Arantxa Tirado (Akal, 2021)— que una de sus características es el juego con los tiempos. Las imputaciones de Marta Rovira y la preimputación de Carles Puigdemont emitidas por García Castellón el 6 de noviembre, coincidiendo con las negociaciones entre Junts y el PSOE, contaminaron aún más un posible acuerdo entre dos posiciones antitéticas. Los pronunciamientos de la APM y el gobierno de los jueces —con mandato caducado desde diciembre de 2018— alertando del fin de la democracia y del Estado de derecho tienen la dudosa virtud de lo que los psicoanalistas llaman la proyección, en virtud de la cual los impulsos, sentimientos y deseos propios se atribuyen a otro objeto.
Esto ha quedado claro con la performance nazi, falangista y de la nueva extrema derecha de Madrid. Lo que en los despachos del Paseo de la Castellana se presenta como una defensa de la democracia y la Constitución es interpretado por los escuadristas al servicio del mismo fin —que no se produzca la investidura— en sus términos estrictos: como una tentativa de golpe de Estado contra Sánchez, para la que piden el concurso de la policía y los ejércitos.
Por la mañana, los portavoces del PP claman contra el final de la democracia que supondría un acuerdo entre dos partidos democráticamente elegidos; por la noche, sus huestes sacan las banderas con el pollo —el Águila de San Juan— y la tipografía de Falange, cantan el “Cara al Sol” y dan vivas a Franco, deshaciendo de un plumazo el tejido retórico que han tejido previamente los capitanes de la derecha española. Piden la prohibición de partidos y la persecución de quienes no creen en la unidad de España. Por la mañana, en nombre de la democracia y la Constitución, por la noche, en nombre del fascismo.
El juego de la gallina es un juego peligroso, muy especialmente para Sánchez. Ya no se trata de que, con un fracaso de la investidura y una posible repetición electoral, el PSOE quede alejado del poder. Si no llega la amnistía, el acuerdo, y se pone en marcha una legislatura que contemple cambios sociales y económicos, pero sobre todo, una reforma profunda de los poderes salvajes que representa hoy una parte de la alta magistratura y del aparato de Interior, la posibilidad de una involución de tipo golpista seguirá creciendo sin límites. Hasta ahora, Sánchez y los representantes de esa parte del poder “duro” del Gobierno, Margarita Robles, Fernando Grande-Marlaska y los titulares del Ministerio de Justicia, se han mostrado negligentes y condescendientes con esos poderes fácticos, capaces de desarrollar las tácticas de lawfare que hoy se aplican contra el PSOE.
Por más que el descalabro de la investidura pueda sonar bien para Puigdemont y parte de su equipo, es una pésima noticia para Catalunya, motivo suficiente para echar el freno y llegar a un acuerdo inmediato. Porque el deseo de demostrar que España es irreformable tiene la mala virtud de hacer que esos poderes salvajes apliquen todo el daño que pueden hacer en nombre de la Constitución y aún más allá, un daño potencialmente mucho mayor que el infligido después de 2017.
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Si se llega a la investidura de Sánchez, pero no se aborda “una profunda reforma de los poderes salvajes” (jueces y CFSE, además del cuarto poder) el golpismo pepero y voxeneta siempre va a estar presente. Si se pusiera en marcha la legislatura habría cuatro años por delante para cambiar el Estado profundo siempre y cuando el PSOE fuera valiente y consecuente con sus siglas. JxCat y PNV es muy probable que colaboraran en esta tarea y, por supuesto, lo harían las izquierdas estatales y regionales. También la conquista de nuevos derechos sociales y la ampliación de los conseguidos jugarían un papel fundamental para detener al golpismo fascista.
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