Opinión
Cuando el activismo LGTB se convirtió en religión

Las estrategias organizativas del activismo LGTB federado en España y las lógicas del gaypitalismo impiden el planteamiento de alternativas, lo que se traduce en reproducir las exclusiones que se dan en la sociedad, acallar las voces discrepantes y convertir el activismo en un nicho de minorías.

“Sus miembros, un poco a la manera de los apóstoles, fueron llevando la antorcha con el ‘fuego sagrado’ en misiones por todo el país, ayudando a fundar organizaciones semejantes”. Así narra Arturo Arnalte en su Redada de violetas un momento clave en la historia del activismo LGTB español: la celebración en 1976 del I Congreso Internacional de Marginación Social y Homosexualismo y el inicio de la política expansiva del Front d’Alliberament Gai de Catalunya (FAGC). Su fundador, Armand de Fluvià, es aún más expresivo al contar en Lo nuestro sí que es mundial el papel inaugural de los miembros del FAGC: “Soy como santa Teresa fundando conventos”.

El símil eclesiástico no es casual. Cuando el Cogam (entonces solo Colectivo Gay de Madrid) registra en 1992 la Federación Estatal de Gais y Lesbianas (hoy FELGTB), designa una copresidencia constituyente formada por los históricos activistas Elena de León y Miguel Ángel Sánchez. No obstante, la historiografía sobre la entidad suele consagrar al propio Armand de Fluvià como su primer presidente. Este hito señala el principio de la vaticanización de la Federación como referente nacional y lugar de culto y la consiguiente eclesiastización progresiva del activismo LGTB en el territorio español. Como toda metáfora, este término presenta sus limitaciones y se presta a falacias, pero la analogía posee un interesante potencial que vale la pena explorar.

La FELGTB ocupa un lugar central, tanto geográfica como metafóricamente, en el imaginario, el discurso y la acción del activismo LGTB denominado reformista o asimilacionista, aquel dedicado a la transformación de la sociedad para integrar en ella como ciudadanas de pleno derecho a un grupo de personas construidas como diferentes. A lo largo de su historia, la Federación ha sabido rodearse de medio centenar de entidades federadas de casi todo el territorio español que, a modo de satélites o parroquias, conservan cierta autonomía a la vez que suplen la incapacidad del órgano central para actuar a nivel local.

Es innegable que la congregación en un ente superior supuso un salto cualitativo para el activismo LGTB, pero por el camino la FELGTB ha querido arrogarse la representación de todas las personas cisheterodisidentes

Es innegable que la congregación en un ente superior supuso un salto cualitativo para el activismo LGTB español. De hecho, la FELGTB ha liderado algunas de las reivindicaciones más importantes del movimiento, como el matrimonio igualitario o el intento fallido de una ley estatal antidiscriminación. Por el camino, sin embargo, ha querido o ha necesitado arrogarse la representación de todas las personas cisheterodisidentes —feligresas o no; el culto aún carece de un bautismo—, con dos consecuencias interrelacionadas: el establecimiento de una nueva moral sexual y de género y la erección del enclave federal como referencia inexcusable del movimiento.

A lo primero se suele hacer referencia bajo la rúbrica de la homonormatividad. La lucha por una identidad común contra quienes la amenazan necesita antes que nada una definición y delimitación de su sujeto político, lo que a menudo se ha venido materializando en un proceso simultáneo de identificación y exclusión. En ese sentido, el activismo federal se ha aproximado con más frecuencia a la lógica mesocrática transicional que describe Brice Chamouleau en Tiran al maricón e incluso a los intereses burgayses que denunciaba Shangay Lily en Adiós, Chueca. Dicho en términos más profanos, la creación de un establishment activista ha supuesto la configuración de una élite que gobierna sobre todo para las clases medias y reproduce o recrea en su interior ejes de discriminación social.

Antes de continuar, conviene matizar la extensión de esta crítica. Salvo alguna salida de tono ocasional, el federalismo activista LGTB ha servido para extender las reivindicaciones del movimiento mucho más allá de lo que podría haber conseguido una sola organización. En concreto, destaca el liderazgo de la Fundación 26 de Diciembre y Kifkif en la reivindicación organizada de los derechos de mayores y migrantes LGTB, respectivamente. Por otro lado, la Federación cuenta en su seno con una multiplicidad de entidades de diversas regiones y con perfiles e idearios distintos, por lo que la replicación de algunas lógicas excluyentes es producto en parte de un consenso tácito de mínimos y un silencio en los supuestos más controvertidos. En otras palabras, el discurso centrado en las clases medias LGTB es tanto un reflejo de las exclusiones que se producen en la sociedad como una estrategia de acción efectiva.

No obstante, este poder de definición arrastra también la capacidad para dictar cánones sobre el buen y el mal ejemplo, y lo que pontifica el aparato central va a misa. El establecimiento de una referencia primordial concede un poderoso altavoz: desde el púlpito federal es posible anunciar canonizaciones y excomuniones. El imperativo de unidad en la diversidad se consolida mediante mitos fundacionales y su propia hagiografía y exige el silencio o el silenciamiento de los herejes que no comulgan o cuestionan el sermón oficial. El primer mandamiento del catecismo activista siempre es que la disensión quede en casa —y muchas veces, si no se produce, mejor—.

El Orgullo que se celebra todos los años en Madrid (MADO) es, por tanto, uno, trino y santo, un Orgullo que se ha ido decantando cada vez más hacia la parte festiva y descuidando las reivindicaciones 

Los sistemas hegemónicos siempre tienden a asegurar su perpetuación, y la historia del federalismo activista LGTB en España no es ninguna excepción. Cuatro de los siete presidentes no provisionales de la Federación procedían de la asociación impulsora, Cogam, y todos ellos salvo quien ocupa la presidencia en la actualidad han sido galardonados con uno de los Premios Plumas que cada año concede la FELGTB. Pero la muestra más clara e inmediata de esta lógica es el mantenimiento del Orgullo estatal en manos de la Federación, Cogam y Aegal. El Orgullo que se celebra todos los años en Madrid (MADO) es, por tanto, uno, trino y santo: siempre en la capital, siempre bajo el auspicio triunviral e inmutable. 

Con dos partes activistas y solo una empresarial (Aegal), el Orgullo estatal se ha ido decantando cada vez más hacia la parte festiva y descuidando las reivindicaciones que le dan sentido y para cuya visibilidad se ideó esa parte lúdica. Organizaciones paralelas como el Orgullo Crítico han surgido precisamente como una reacción a los intentos de despolitización y una deriva “gaypitalista” ya denunciada por Shangay Lily y, una década antes, por Paco Vidarte en Ética marica. Ante este vaciamiento de ideas y una conservadurización de la derecha tras la llegada a los Parlamentos de fuerzas ultrarreaccionarias, el 21 de septiembre de 2019 se convocó la primera marcha del Orgullo Frente al Fascismo. Justo una semana después, la FELGTB anunciaba en sus redes sociales la campaña #MiColchónLGTBI —luego retirada—, con la que aspiraba a obtener ingresos gracias a un porcentaje de la venta de colchones con “exclusivo núcleo transpirable LGTBI”.

El error estratégico de la iniciativa fue, sobre todo, a la hora de elegir el momento. Al fin y al cabo, la misma idea no generó tanto revuelo cuando se llevó a cabo dos años antes. Sin embargo, podemos aprender algo más del suceso y evitar que quede enterrado como una anécdota interna sin trascendencia, como se pretendió al eliminar toda referencia a la campaña sin dar explicaciones. Aunque es evidente la necesidad continua de financiación para una entidad activista de semejante envergadura, la implicación de las lógicas capitalistas conlleva siempre un riesgo seguro de banalización y despolitización de las reivindicaciones. Pero la campaña abortada escondía además un error de foco en su concepción.

El fracaso de la campaña no se debió solamente a una actitud crítica con la mercantilización del Orgullo, sino al destinatario elegido. El intento de pasar el cepillo entre los parroquianos reaviva el debate del clasismo homonormativo dentro de una comunidad más vulnerable a la pobreza que la población general y vuelve a encasillar su activismo como una lucha que solamente concierne a las personas cisheterodisidentes. Se trata de una confusión entre el sujeto político de este activismo y los beneficiarios de sus logros, ya que sus reivindicaciones persiguen una mejora de las condiciones reales de todas las personas. A diferencia de las creencias religiosas en un Estado laico, la carga del bienestar exigible a un Estado social que justamente se autodenomina “del bienestar” no puede recaer sobre una fracción de la población; es responsabilidad ante todo de sus Gobiernos y de todos sus habitantes.

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