Medio ambiente
¿A quién le importan las alcantarillas?
El accidente en Montornès y la emergencia ambiental en el Besòs son un cable a tierra y de proximidad para la lucha medioambientalista.

@MiquelCarr
Quienes nacimos y nos criamos a ambos lados de los ríos y torrentes que cruzan el área metropolitana de Barcelona, nunca pensamos que algún día aquellas alcantarillas a cielo abierto pudieran albergar un soplo de vida. El Llobregat o el Besòs eran en realidad un especie de frontera natural, con la que la gran urbe cosmopolita se protegía de los barrios de aluvión que la rodeaban. Vadearlos suponía adentrarse en un mundo que se nos había negado, a causa de nuestra clase o de simplemente haber llegado tarde a un reparto de riquezas y prebendas iniciado mucho tiempo atrás. Desde las atalayas erguidas por el desarrollismo de los felices sesenta y setenta, se veía al fondo la ciudad de los prodigios, rodeada de una empalizada de hedor y corrientes multicolores.
Nuestros padres tenían un trabajo en esas fábricas que teñían caprichosamente el río. También un piso dentro de esas colmenas, un ambulatorio y un colegio al que llevar a sus hijos, lo cual parecía más que suficiente. La revolución obrera se acababa con el asfalto, y el olor a disolventes o goma quemada eran parte del precio a pagar por todo eso que ya habían conseguido nuestros mayores. Una pena, oiga, pero las cosas son así. El medio ambiente era algo que vivía muy lejos, había que hacerse la mochila y coger un tren por lo menos durante una hora para poder verlo. Contaba la leyenda que los viejos del lugar se habían bañado en aquellas aguas nauseabundas, pero nadie se lo creía. Nosotros teníamos que ir a lejanas montañas para tener el valor de meter un pie a remojo. Confieso que, muchos años después, sigue causándome una emoción infantil contemplar las aguas cristalinas de un cauce. Aquello no era para nosotros, nuestro mundo era irremediablemente sucio.
También recuerdo la primera vez que alguien me habló de que, en sus ratos libres, iba a fotografiar aves al delta del Llobregat, cuando ya teníamos edad para esos vicios. Lo cual era un oxímoron completo: no había nada que volara al final de la cloaca, más que las ratas, ni tiempo libre que gastar en aquel no lugar. Aquella noticia despertó una tremenda curiosidad en mí, como quien ha pasado toda su existencia ignorando un secreto, viviendo de espaldas a un territorio tan cercano como desconocido. Un tesoro nos había sido negado durante años, como si estuviera prohibido para nosotros. Todavía hoy, citar ese río y el Besòs es sinónimo de pestilencia en el subconsciente colectivo de la metrópolis. Todavía hoy, la gente no da crédito a sus ojos, cuando descubre que en el patio trasero, entre nudos de infraestructuras, el tiempo, la desindustrialización, el poder municipal y la fuerza de la gente acabaron recuperando y dignificando un espacio maravilloso. Recuperar campos de cultivo, poner nombre a peces, pájaros y plantas, limpiar playas, trazar caminos. Dignificar un territorio, descubrir que la salud y el medio ambiente eran un derecho, tanto como el trabajo, la vivienda o la educación.
Eso que ha costado más de tres décadas, casi se ha echado a perder la semana pasada en una de esas alcantarillas reconvertidas en ríos. La fábrica Derpin, propiedad de DITECSA, una empresa con un extenso historial de fraudes ambientales y laborales, ardió por los cuatro costados en Montornès del Vallès. En la extinción del incendio, miles de metros cúbicos de agua contaminada con los disolventes que se consumían, fueron a parar al Besòs, arrasando la vida que había surgido en su cauce. Por fortuna, la movilización ciudadana ya no se acaba en el pavimento: la gente de Mollet pel Futur organizó el sábado un rescate de especímenes todavía con vida, algo que en otro tiempo habría causado una sonora y proletaria carcajada.
En estos días en que la agenda política e informativa ha girado alrededor de la COP25 en Madrid y de las partículas por millón de CO2 que podemos permitirnos, retrasmitiendo las negociaciones como un espectáculo de masas, conviene recordar de qué estamos hablando cuando hablamos de medio ambiente. El capitalismo ha crecido vampirizando los recursos de un planeta que llega a sus límites, abusando de los bienes comunes, sacrificando el aire o el agua, cambiándonos el paisaje por pantallas de plasma, deslindando nuestro espacio vital. Pensando que a nadie se le ocurriría nunca pretender que esos colectores fueran parques o que los desmanes cometidos en tierras lejanas llegaran un día a golpear a nuestra puerta, y que al fin y al cabo el greenwashing siempre es más barato que la coherencia. El ecologismo es lucha de clases, ni jardinería para pusilánimes, ni postureo para corazones instagramers.
Lo que ha pasado en el Besòs no nos deja tristes, sino muy cabreados. No nos resignamos a salarios de mierda como no aceptamos tener un río de mierda. A nosotros sí que nos importan nuestras cloacas, y mucho. Volverán a ser las alamedas en las que disfrutar la vida que siempre merecimos.
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