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Memoria histórica
La privatización de la memoria histórica
Tratar de defender que la memoria histórica es un asunto privado y que no merece la pena remover el pasado no tiene sentido. La memoria histórica nunca fue privada ni nunca lo va a ser.
La derecha política siempre ha tratado de privatizar muchos de los problemas que afectan colectivamente a las sociedades. Y la memoria histórica no es una excepción. El debate sobre el recuerdo colectivo de la Guerra Civil y la dictadura franquista en España, que vuelve a ser un tema de actualidad por la inminente exhumación de los restos de Franco, es un buen ejemplo de ello. Pero, por más que la derecha se empeñe en que cada uno lleve la procesión por dentro y en que no hay necesidad de remover el pasado a estas alturas, la construcción colectiva de los eventos históricos no es un problema que solo tenga este país, y su importancia se puede ver en muchos contextos.
Uno de los pilares discursivos de la derecha, ciertamente falaz, se basa en la idea de que muchos problemas que la izquierda etiqueta como ‘sociales’ son y deberían ser exclusivos del ámbito privado. De la misma manera que se defiende la privatización del ámbito económico, la privatización del aborto o la oposición al apoyo institucional al matrimonio no heterosexual o los derechos del colectivo LGTBi se justifica diciendo que son cosas de la vida privada de cada uno, que el Estado no tiene por qué tener inmiscuirse en esos asuntos y que, en definitiva, cada uno es libre de hacer lo que quiera en su casa, pero nada de celebrarlo públicamente. Y el actual discurso sobre la memoria histórica parece que sigue los mismos argumentos. ¿Para qué vamos a remover el pasado a estas alturas? ¿Qué sentido tiene que un ayuntamiento se meta en ‘lecturas sectarias’ de la historia y quite los nombres de generales franquistas de las calles? De igual manera que rechazar el Orgullo Gay porque ‘esas cosas se hacen en privado’ es falaz porque lo que se hace es promover el sistema de familia tradicional, rechazar una revisión de la memoria colectiva de un conflicto y una dictadura es favorecer, indirectamente, la interpretación que existía anteriormente.
Y, quizás, gran parte de las discusiones de bar sobre la memoria histórica y todo este movimiento por remover el pasado se debe a que este discurso ha calado más hondo de lo que pensamos. Que sí, que puede que a su bisabuelo lo hayan matado durante la guerra, pero lo que importa es que usted lo recuerde como tal, y que el hecho de que haya una avenida dedicada a Francisco Franco no impide que usted se acuerde de por qué murió o en qué circunstancias. Todo sea por no estropear la concordia entre los españoles.
Sin embargo, este discurso no se sostiene. La memoria histórica no es un asunto privado, por mucho que se quiera convertirla en ello, y los recuerdos colectivos de episodios políticos pasados son, precisamente, colectivos. Y esto es algo que se puede observar en muchos otros países más allá de España. Es decir, la necesidad de llegar a una revisión colectiva de la historia y, sobre todo, los intentos de ciertas fuerzas políticas en tapar el pasado a base de privatizarlo e impedir esa discusión en común.
Un buen ejemplo es el caso de Guatemala. Este país de Centroamérica vivió uno de los conflictos más sangrientos de todo el continente entre 1960 y 1996, aunque fue a principios de los años 80 cuando la población sufrió los peores golpes. Durante esos años, el gobierno, una dictadura militar, decidió que la mejor manera de ganar la guerra era, literalmente, masacrar pueblo tras pueblo en la parte noroeste del país, donde asumían que la población civil, mayoritariamente indígena, apoyaba a la guerrilla. Una especie de política de tierra quemada que, en lugar de destruir cosechas y líneas de transporte para impedir avanzar al enemigo, se basó en matar a la gente de a pie que, en teoría, suministraba alimento, cobijo e información a los guerrilleros. Decía Mao Zedong que los guerrilleros deben ser los peces que nadan en el mar, que es el pueblo. La respuesta del General Ríos Montt, presidente de Guatemala entre 1982 y 1983 y condenado hace pocos años por genocidio y crímenes contra la humanidad, fue, literalmente dicho por él, “secar el mar”.
Una vez esta campaña de violencia contra la población civil disminuyó en intensidad, el Gobierno no se quedó parado. Desarrolló toda una campaña para convencer a la población de que la violencia no había sido culpa del Gobierno en realidad, si no de los guerrilleros, que eran quiénes realmente habían provocado la guerra. Que la culpa era del comunismo que habría traído la violencia a Guatemala. Que el gobierno, a fin de cuentas, consiguió acabar con la guerra y la violencia. Y que las masacres, si es que existieron, fueron un pequeño daño colateral en el intento por traer la paz. Después de que la guerra acabara con unos acuerdos de paz en 1996, el debate sobre la memoria histórica no terminó. Aún a día de hoy existe una discusión sobre lo que realmente pasó, sobre cuánta gente murió y, sobre todo, sobre la responsabilidad que cada parte tuvo en las masacres. Discusiones que no suenan tan lejanas si se presta atención a casi cualquier país que haya vivido una guerra.
Lo curioso, tal vez, es que este discurso de la parte más derechista del ejército guatemalteco ha tenido bastante éxito en el país. En 1999, en las primeras elecciones tras fin de la guerra, el Frente Republicano Guatemalteco (FRG) consiguió casi un 50% de los votos. El FRG era el partido político fundado por Ríos Montt en 1989 y que representaba el discurso ultranacionalista y militarista que el gobierno militar había abanderado durante los ochenta. Y más curioso aún, muchas de las zonas donde más apoyo recibió el FRG fueron, precisamente, las zonas de guerra donde el gobierno había masacrado a la población civil. En esos lugares, la gente interpretaba que Ríos Montt, y los dictadores que le siguieron, sí que había conseguir pacificar el país y que, en realidad, la violencia es una solución legítima para enderezar una situación de inestabilidad.
Entender algo así no es posible si no nos damos cuenta de que la memoria histórica se construye colectivamente. No es que cada persona lleve la procesión por dentro y se haga su propia interpretación de lo que ha pasado, sino que la manera en que se habla públicamente —en cada pueblo, en cada región, en el discurso oficial— crea y transforma estos recuerdos colectivos. Comprender el porqué de la diversidad de opiniones en España sobre lo que ocurrió durante la guerra y la dictadura no es tan diferente. Según con quién se relacione uno, según el ambiente en el que se haya crecido y según lo que se haya visto y escuchado, el recuerdo que se tiene de estos periodos cambia radicalmente. Probablemente, ser una víctima de la guerra civil en un entorno politizado y de izquierdas como pudieran ser las cuencas mineras de Asturias era una experiencia radicalmente diferente a serlo en un pequeño pueblo de Castilla, donde la opinión mayoritaria y la presión pública estaban más cercanas al discurso oficial de Franco.
Por eso, tratar de defender que la memoria histórica es un asunto privado y que no merece la pena remover el pasado no tiene sentido porque la memoria histórica nunca fue privada ni nunca lo va a ser. Tratar de privatizar este discurso colectivo es favorecer la historia que se ha mantenido oficialmente hasta ahora y que, si se mantienen las calles con nombres de héroes de guerra franquistas y monumentos como el Valle de los Caídos, ya se sabe cuál es. Para conseguir esa concordia social que tanto dice buscar la derecha, hace falta revisitar el pasado de manera colectiva, llegar a ciertos compromisos y conseguir cierto consuelo para las víctimas que no lo tuvieron durante tanto tiempo. Apoyar desde las instituciones estatales una revisión de los mitos colectivos precisamente ayuda a conseguir esa paz social, ya que estandariza la memoria histórica de una sociedad y evita la polarización que traería una memoria privatizada.