Coronavirus
Un cierto sentido de orden

El SARS-CoV-2 ha venido a acabar definitivamente con esa ficción de control. De repente, las fronteras entre mundo natural y mundo social ya no parecen tan claras.

panal abejas
Panal de abejas. Imagen: Waugsberg

Profesor de filosofía de la Universidad de Murcia

29 mar 2020 05:57

Para el ser humano, la naturaleza ha funcionado siempre como un repositorio de orden del cual extraer regularidades físicas y normas epistemológicas, pero también sociales y morales, que determinan nuestras formas de ser y estar en el mundo. Miremos donde miremos, en la naturaleza encontraremos distintas y variadas formas de orden, incluso donde no parece haberlo a primera vista: en la manada de lobos o en el enjambre de abejas; en la forma de un copo de nieve o en la configuración de los órganos internos de los seres vivos. De lo similar se sigue lo similar y lo contrario es excepcional. Es monstruoso. Resulta, por tanto, natural buscar ejemplos en la naturaleza que nos ayuden a pensarnos a nosotros mismos. La naturaleza nos proporciona ejemplos de orden, nosotros simplemente los traducimos.

Pero esta relación, que de una forma u otra estaba integrada en las distintas visiones del cosmos, empieza a ponerse en cuestión a partir de la Modernidad, momento en el que aparece una nueva forma de entender el mundo que pretende establecer una muralla impenetrable entre la esfera de lo social y la esfera de lo natural. Aunque lo cierto es que nunca hemos dejado de buscar en la naturaleza argumentos que nos permitan sostener nuestras convicciones de orden moral, política o intelectual, durante un periodo de nuestra historia intentamos mantener esta ficción.

Es el momento de encontrar una nueva forma de relacionarnos con la naturaleza, y esto va a implicar cambios. Desde luego, cambios en nuestra forma de producir y de vivir

La naturaleza adquiere así, también en nuestro tiempo, una condición extraña. Por un lado, nos pensamos liberados de la naturaleza, que no condiciona quiénes somos ni cómo nos pensamos, así como tampoco avala una formas de vida sobre otras. No hay formas “naturales”  de sentir, querer o amar. Pero al mismo tiempo seguimos acudiendo a la naturaleza para justificar nuestras elecciones y creencias morales o políticas: así, quienes desechan recurrir a ella para explicar las diferencias entre hombres y mujeres pueden sostener, en la misma página, que la naturaleza nos “obliga” a repensar nuestras formas de organización política y económica, abandonando todo intento de aplicar el principio de simetría. No hay maneras naturales de sentir o amar, pero sí, al parecer, hay formas de organización social más “naturales” que otras.

Tenemos, por tanto, un problema con la relación que establecemos entre orden natural y orden social, o entre las normas de la naturaleza y las normas sociales. Una relación que, según la historiadora de la ciencia Lorraine Daston, se sustenta en nuestra necesidad antropológica de orden. Como señala Daston, podemos imaginar un número casi infinito de conjuntos de normas para los grupos sociales más diversos. Lo que somos incapaces de imaginar es una sociedad sin normas. Durante la Modernidad, occidente observó las regularidades del mundo buscando ejemplos que permitieran normalizar las sociedades, abriendo así un camino que nos condujo a modificar la noción misma de naturaleza de la que partíamos, que también acabamos normalizando para controlarla. Cuando salimos del siglo XIX, por tanto, disponíamos de un nuevo concepto de naturaleza, que no era ya el determinista de los ilustrados o el vitalista de los romántico, pero desde luego tampoco el de la providencia divina de San Agustín, sino domesticado por las leyes del azar y las ciencias del caos, en un esfuerzo que fue más allá de la ciencia y la técnica para involucrar al arte, la literatura y la poesía. Un proceso que hemos identificado con la modernidad y que empieza a ser cuestionado en las décadas finales del siglo XX y primeras del XXI.

No, la Naturaleza no nos está castigando por nuestros actos. No estamos ante una “venganza”

El SARS-CoV-2, el virus detrás de la enfermedad covid-19, ha venido a acabar definitivamente con esa ficción de control. De repente las fronteras entre mundo natural y mundo social ya no parecen tan claras, y cada vez son más las voces que, al igual que ha pasado anteriormente con otros eventos naturales, buscan un componente moral que justifique la irrupción del desastre. Además, las evidencias que ligan los frecuentes casos zoonosis (transmisión de enfermedades de animal a humano) con la actividad humana son cada vez mayores y más robustas. La alteración de los ecosistemas, los cambios en el uso de la tierra, la hambruna y la escasez de alimento explican, mejor que supuestos exotismos culturales, la venta de animales salvajes para su consumo en los mercados mojados (al aire libre) de China, África o América Latina.  

Y sin embargo no debemos dejarnos cegar por estas evidencias. No, la naturaleza no nos está castigando por nuestros actos. No estamos ante una “venganza”. De la misma forma que no fue una acción divina el terremoto de 1755 que destruyó la ciudad de Lisboa. No, no somos una plaga. Y no, el mundo no se rebela contra nosotros. No existe ningún tipo de conciencia global, que haya decidido eliminar al parásito que la molesta. Esto, en realidad, sería demasiado fácil. Nos daría un enemigo contra el que luchar y al que doblegar. O una divinidad que calmar y adorar. Pero no tenemos nada de esto.

Aprovechemos para parar y pensar en otras formas de organizarnos en y con el mundo

Como la postmodernidad, releyendo una vez más a Nietzsche, intentó hacernos comprender, estamos solos. Es tentador volver a las viejas mediaciones que nos consolaron en el pasado, pero si queremos salir de esta no podemos permitírnoslo. Es el momento de encontrar una nueva forma de relacionarnos con la naturaleza, y esto va a implicar cambios. Desde luego, cambios en nuestra forma de producir y de vivir. Tal vez no absolutos, pero de algún tipo. Tendremos que discutir, abierta y pausadamente, a qué queremos renunciar y qué queremos mantener. Tendremos que plantearnos cómo repartir lo que existe (el agua, la comida, el aire, los antibióticos y el material sanitario), pero también cómo crear nuevos recursos. Y tendremos que pactar cómo llegar a este punto causando el menor sufrimiento. Pero para ello, los discursos que nos intentan situar en el terreno de la “inevitabilidad”, de uno u otro lado, no son de ayuda.

La naturaleza no nos ofrece lecciones morales. La naturaleza no nos castiga. Pero a cambio nos ofrece infinitud de formas posibles de ordenar la materia, el mundo, que pueden inspirarnos. Nosotros hemos optado por una que, se está demostrando, no es la más adecuada. Aprovechemos para parar y pensar en otras formas de organizarnos en y con el mundo. Esto no hará que las muertes y el sufrimiento merezcan la pena. Nunca lo tienen. Pero nos permitirá, al menos, el consuelo de pretender que así ha sido.

 

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