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En saco roto (textos de ficción)
Lo nuevo
Vivo en un barrio nuevo en el que proliferan dos tipos de negocio: academias de inglés y clínicas dentales. Así que hasta hace poco imaginaba que la aspiración compartida para las futuras generaciones podía resumirse del siguiente modo: que sepan expresarse en inglés con fluidez mientras muestran una dentadura ordenada.
Pero es probable que estuviera equivocado. Así me lo hizo saber un vecino cuando le comenté mi impresión sobre los negocios en alza. Sonrió y me dijo que las nuevas tendencias van por otro camino. Esa senda novedosa, según me explicó, tiene que ver con activos, simuladores, algoritmos y otras palabras de significados amplios y, para mí, bastante difusos. Lo que sí me quedó claro fue el resumen de su diagnóstico: “Están en otra cosa”.
¿Quiénes serán esas personas que siempre están ya en otra cosa? Y, sobre todo, ¿cómo son capaces de discernir de forma anticipada en qué cosas hay que estar? Ni idea.
El problema de todo esto es que últimamente, cada vez que veo una academia de inglés o una clínica dental, tengo la impresión de estar contemplando negocios antiguos, reminiscencias del pasado comparables con las tiendas de estilográficas. Y, llevado por esta impresión, imagino a esas futuras generaciones de dientes ordenados e inglés fluido lamentando que sus padres no hubieran intuido el auténtico signo de los nuevos tiempos. Cuando estos pensamientos empiezan a incomodarme, camino hasta la zona más alta del barrio y me detengo junto a un pequeño huerto que alguien ha plantado en el único solar que queda libre.
En ese huerto tratan de crecer algunas verduras, pero los conejos de la zona se comen casi todos los brotes. Es un buen lugar para no hacer nada distinto a contemplar el horizonte.
En el horizonte crecen edificios, centros comerciales, gasolineras y carreteras. Y, tras la bruma de contaminación, en los días claros se distingue el perfil de las montañas.
A veces mi mirada se dirige a los hoteles que han crecido junto a la circunvalación: hoteles de paso que están al lado de naves industriales que albergan tiendas donde puede encontrarse todo lo necesario para esa obra que nadie quiere hacer, hoteles colindantes con bazares inmensos llenos de objetos de plástico y de cajas para guardar objetos de plástico. Y, posada sobre tanta acumulación de estructuras urbanas, mi mirada se va volviendo gris. Ni siquiera soy capaz de encontrarle a esos rincones la belleza que despunta en algunas novelas: textos que exploran los encantos del extrarradio y son capaces de repetir todas esas palabras que intentan vender algo a un precio irrepetible, textos en los que casi siempre da la sensación de que el lector asiste a una visita guiada a lugares que tal vez nos retratan. Pero, en algunas ocasiones, con un ligero esfuerzo, mi mirada se alza y supera la bruma. Sucede tan solo cuando soy capaz de desprenderme de las capas pegajosas de las obligaciones. Y entonces ocurre el pequeño milagro de ver la tierra, con sus pliegues, que de pronto parecen cercanos, como si la mano pudiera tocarlos.
Este invierno apenas ha nevado. Solo un par de días las montañas más altas amanecieron cubiertas de blanco. Por la tarde ya solo quedaban algunos neveros diminutos. Sin embargo, sé que en uno de esos neveros que ahora solo intuyo a lo lejos puede caber el mundo entero. Puede caber un cuerpo que se desliza, la ropa empapada, los reflejos del sol en la nieve, la nieve derretida para calmar la sed, un cuerpo desnudo que se seca al sol, la tarde que acecha, el musgo, el olor del romero y el misterio de desear que el tiempo se detenga. Puede caber un mundo e incluso varios. Y puede, sobre todo, caber el deseo de no pensar demasiado en el futuro, en el día de mañana, en el presente como parte de un proyecto por etapas. Porque en ese nevero no hay nada más que agua helada, nieve a punto de derretirse, palabras claras y silencio.