1849: la Corte de los espadones y los milagreros

Reducido el Reino a un cortijo, el Estado se le aparece al menesteroso como un ogro que le da un tiento al aceite y dos a la mitad de sus hijos. La nación, de ser algo, será cosa de plumillas y señoritos
Salón del Trono
Salón del Trono, Palacio Real de Madrid

Doctor en Historia y profesor de filosofía

12 sep 2023 06:00

Sujeto a los coletazos del siglo, que todo lo disuelve y renombra, el general Narváez ha conocido tanto la desesperación del exilio como la euforia de un cuartelazo victorioso. Hombre de pocas ideas, algunas vagamente liberales, deduce del pasado reciente que a ninguna buena cosa puede llegarse si no se sujeta bien a las bestias que lo llevan a uno. Libertades, las justas, y siempre en tiempo y forma. Ahora, desarbolados los progresistas tras la espantada de Espartero, el espadón lojeño secuestra la década para los moderados, deforma el sillón de la presidencia con su peso y rehace el Estado al gusto del latifundio.

Para evitar los sustos de antaño, la construcción del Reino se empieza por los fundamentos, y por eso se encomienda al duque de Ahumada que dé vida a la Guardia Civil, un cuerpo encargado de filetear a los revoltosos en el campo. En una España hormigueante de braceros sin tierras y robagallinas sin dientes, los grandes propietarios, empachados de desamortizaciones y ávidos de ducados recién nombrados, se abrazan eléctricos ante tamaña victoria contra la anarquía y el bandidaje.

Asegurado el orden, el presidente se ocupa de las cosas de la inteligencia, y para ello manda llamar a Pedro José Pidal, que acude con la intención de satisfacer el anhelo ilustrado de una instrucción pública. La enseñanza, piensa Pidal, no puede ser una mercadería que se compra y se vende. Narváez, que de matices entiende lo justo y de filosofías no anda sobrado, le acepta la idea porque le desagrada la codicia de todo el mundo menos la suya propia. Y eso de velar por el bien de la cultura todavía se entiende como un signo de civilización grecolatina.

El resultado, sin embargo, no es lo que Pidal espera. No es tiempo de Aristóteles y Platones, le dicen los ministros enarcando las cejas, sino de pactos con la Iglesia y de palo y tentetieso. Todos ellos están curados de espantos y revoluciones, y saben que el Vaticano está a la espera, dedo amarillo en alto, y que el gasto debe apaciguar a las fieras. De lo contrario, los sables se inquietan, hacen ruido y se pronuncian en un berrido. Por eso se ningunea la reforma de Pidal y se pasa a manosear el sistema tributario.

Matar y morir por la patria será una contribución a los más grandes bolsillos que los destripaterrones pagarán con su sangre y las familias de bien redimirán en papel moneda

Sin un real en la caja, Narváez hace venir a Alejandro Mon, que ya tiene experiencia en este misterio de los números y de la Hacienda. Con su aspecto de conde pantagruélico, Mon recita fórmulas que Narváez no comprende, y por eso, de momento, este le respeta. Jurista de profesión, el ministro se trae consigo a Ramón de Santillán para que le ayude a convertir los impuestos en geometría. Juntos reducen los tributos a cuatro, siendo el más importante de ellos el que se ceba en los productos básicos. Aunque muy pocos tengan derechos políticos, todos pagarán el mismo impuesto al consumo. Esta carga regresiva, que sustentará el peso de la Hacienda, se barrunta fuente de incontables algaradas cuando el pan no alcance, la lumbre falte y, en los sorteos de quintas, los hijos de los pobres sean enviados a los mataderos imperiales en sustitución de los hijos de los ricos. Matar y morir por la patria será una contribución a los más grandes bolsillos que los destripaterrones pagarán con su sangre y las familias de bien redimirán en papel moneda.

La Hacienda obtendrá fondos con más regularidad y en mayor cantidad que antes, pero el fraude se presume digno de Las mil y una noches. Pagar impuestos será, por tanto, cosa de pobretones que no pueden hacerse los vivos

Debido a la falta de medios, Mon entrega los cupos de recaudación a los caciques que manejan los ayuntamientos y las diputaciones. Hecha la ley, el ministro hace también la trampa. La Hacienda obtendrá fondos con más regularidad y en mayor cantidad que antes, pero el fraude se presume digno de Las mil y una noches. Pagar impuestos será, por tanto, cosa de pobretones que no pueden hacerse los vivos. Reducido el Reino a un cortijo, el Estado se le aparece al menesteroso como un ogro que le da un tiento al aceite y dos a la mitad de sus hijos. La nación, de ser algo, será cosa de plumillas y señoritos.

En toda esta construcción Narváez no encuentra fisuras. Con la Guardia Civil de su lado, nada teme y todo lo impone. Decreta la centralización de los ayuntamientos y la suspensión de las desamortizaciones, porque bien está lo que bien parece, y, siendo Isabel Su Católica Majestad, es de cajón que el Reino parezca menos avaricioso con las tierras consagradas. Por ello, el presidente ordena devolver a la Iglesia lo que aún no se ha subastado, y añade, para señalar el cambio irrevocable de época, que todo el mundo se olvide de regresar a las leyes del rey Fernando. Sobrevivir como clase en estos tiempos, recuerda haberle oído a Pidal, requiere morir como estamento.

Derechos, escasos para casi todos, menos para los varones que poseen y mandan; obligaciones, todas para casi todos. Responsabilidad del gobierno ante las Cortes, ninguna; legitimidad para la corrupción, absoluta

Para petrificar estos logros le aconsejan una constitución que sustituya a la progresista de 1837. A fin de cuentas, le razonan sus ministros, no somos una tiranía asiática. La libertad debe someterse a la ley, asiente levantando el dedo, y esta debe inclinarse ante el orden natural de las cosas, que es el del cortijo y el cuartel de avanzadilla. Narváez se gusta y exige la momificación de la soberanía nacional, fuente de pestes democráticas. Majestad, propiedad y jerarquía, mucha jerarquía. Por supuesto, le corean.

Entonces, sin bajar el dedo marcial con el que señala a sus ministros y le mostró el camino del exilio a Espartero, el presidente despacha unas órdenes para que los juristas les den vida. Derechos, escasos para casi todos, menos para los varones que poseen y mandan; obligaciones, todas para casi todos. Responsabilidad del gobierno ante las Cortes, ninguna; legitimidad para la corrupción, absoluta. Terminado el texto, el 23 de mayo de 1845 Narváez se lo presenta a la reina, que, siendo muy joven todavía, procura de momento no decir nada que el Espadón de Loja no haya dicho antes en voz alta. Vuestra y de las Cortes es la soberanía, le confirma. Bravo, aplaude Isabel II.

Los progresistas, en cambio, se rasgan las vestiduras y amenazan en vano con cambiar el texto por las bravas. El espadón bosteza. A los levantamientos en Galicia, que no quiere ser reducida a cuatro provincias sordomudas, y en la Cataluña carlista, Narváez responde con metralla. El carlismo no le inquieta. La primera derrota aún está demasiado viva y los muertos están demasiado bajo tierra. Le hace la guerra y lo devuelve al camposanto de la melancolía. Ocupado en tallarse un lugar en el mármol de la Historia, el presidente tira de las cuerdas de un Reino en el que nada encaja como se piensa. Nadie lo ve en la Corte, pero lo que bulle dentro de sus costurones no cabe ni en un partido ni en una división por provincias.

En Europa, de hecho, una primavera revolucionaria sacude las monarquías y derriba la corona francesa en febrero de 1848. Para evitar el contagio, el presidente se arroga poderes de emergencia, deja caer el espadón sobre el Reino y termina con la revolución antes de que esta empiece siquiera. Es peor la locura de la multitud que la tiranía de un hombre, le felicitan desde las cancillerías europeas con un dicho de Catalina II de Rusia, que él se apropia y deja caer a todas horas. En la cima de su fama, Narváez clava la pluma y la espada en el costado de la bestia, pues de pasados que no pasan y de rebeldes que siempre vuelven ya ha tenido más de dos tazas. Y así, con la intención de disciplinar al paisanaje, el presidente hace público un código penal que describe la miseria y la castiga con sangre. Ya es hora, dice bajando el dedo, de que el tiempo deje de correr como un pollo sin cabeza.

Sin embargo, para que tal cosa suceda la reina debe dar a luz a un heredero. De los muchos partos que tendrá en su vida, el primero se le aparece como una profecía. En mayo de 1849, el niño nace muerto, cosa nada extraordinaria para la época. Isabel llora en su justa medida, porque el desconsuelo no está bien visto y la reina se aburre pronto de todo. Casada infelizmente con su primo, la monarca se entretiene con una camarilla de petimetres, arribistas y milagreros que nunca le dicen una verdad ni aun siendo la ocasión propicia. Una de sus más insignes entrometidas, hacedera de misterios postizos y sufridora de llagas muy corruptas, la abraza siempre que Isabel pone pucheros de niña rica. Es Sor Patrocinio, una mujer encogida y ultramontana, entregada al temblor de la Trinidad santísima, que ha sobrevivido a un proceso de destierro y a los estigmas que el Verbo deja en un cuerpo cuando aquel se manifiesta. Ahora añade la monja a su leyenda el milagro de salir ilesa de un atentado con cuchillo y pistola, lo que, a ojos de la reina, confirma su santidad y presciencia. Con ella se confiesa, y a ella le cuenta todas sus desgracias, que son, según afirma, incontables e inmerecidas. 

Castiza y caprichosa, la reina se desespera enseguida. Su madre, María Cristina, no comprende el mal del que se duele su hija. Aburrida hasta la eternidad más un día, Isabel se dedica a dar gracias y títulos mientras su madre mete la cuchara donde nadie la llama. María Cristina, que viene del exilio, a todos exige y de todos gorronea. Su marido, el duque de Riánsares, tampoco conoce el hastío, esa enfermedad que los románticos dejaron en testamento al siglo. Encajado en la nueva nobleza isabelina, el antiguo guardia de corps hace dinero por las buenas y por las malas, y el único límite que se pone es el de no volver a huir con las manos vacías y la chusma gritándole a la espalda. Sus amistades en la banca europea se lo aseguran, y también le permiten comprar su pasado y borrarlo de la memoria. Habiéndose hecho rico con el tráfico de esclavos, coge todo lo que puede y se lo lleva al rey Midas para que se lo convierta en oro. Y José de Salamanca y Mayol, solícito, acepta lo que le piden y lo devuelve multiplicado.

Sabiendo que la riqueza se hace besando manos sobre las alfombras de la Corte, Salamanca toca todos los palos de la política menos el carlista, que huele a confesionario y a lengua muerta. Fogueado en la piratería de la Bolsa, este magnate ha sacado incontables tajadas del estanco de la sal y de cada refinanciación de la deuda pública. Ahora es el ferrocarril lo que le lleva en volandas al día de mañana, y al hacerlo se da el lujo de llegar dos veces, una para comprar la tierra a precio de saldo y otra para venderla más cara sabiendo que por allí pasará el futuro a más de cuarenta kilómetros por hora.

Enfebrecida por la velocidad, la península se cubre de caminos de hierro que excitan la imaginación de la época. La inversión es inglesa y francesa, cosa, según dicen, muy seria, y ello motiva que la especulación se descorche como en una parranda balcánica. Forrado de sal y de oro, Salamanca reparte el botín de la aceifa. Los que están en el secreto, como Riánsares o Narváez, ponen la mano y se llevan el plomo transmutado en oro por su firma. Absorbido por su ambición, quiere Salamanca un marquesado y rehacer Madrid a la europea. Coge entonces un papel y esboza un barrio a su imagen y una ciudad a su semejanza. La capital se atufa de milagros y de rapiña. Isabel reina, Narváez manda, Salamanca embruja. Y, a pesar de todo, este alquimista es una sombra tan solo, una pieza de un juego que apenas comienza y nadie, ni siquiera él, dirige o domina.

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