Posmodernos, negacionistas y antiautoritarios

En los debates acerca de la posmodernidad y en la discusión cientificismo-negacionismo debida a la pandemia, podemos encontrar ciertos problemas epistemológicos que abren la posibilidad de buscar una democratización del saber que mantenga la crítica, sin caer en el idealismo ni en el sentimentalismo.
Negacionismo MIranda de Ebro
Wikimedia Commons Pintada negacionista en Miranda de Ebro, Burgos (septiembre 2020) (Foto: Zarateman)
Profesor del Departamento de Filosofía. Universidad de Zaragoza
19 feb 2021 10:04

En los últimos tiempos se observa, en nuestro horizonte reflexivo, la aparición de varios debates que pueden resultar interesantes por lo que traslucen en su intersección. Algunos, antiguos, como el de la posmodernidad, que creíamos encerrado en uno de esos baúles polvorientos, llenos de artefactos inútiles y juguetes rotos, que pueblan los desvanes. Otros, más nuevos, como el de la pérdida de confianza en la ciencia médica que, con la actual pandemia, conducen a ciertas posiciones negacionistas, intolerables y peligrosas, pero epistemológicamente significativas. La propuesta es que la recuperación de ambos debates responde a una raíz común que puede ser relevante para nuestro presente.

El debate sobre la posmodernidad

Quizás fuera el libro de Daniel Bernabé, La trampa de la diversidad (Akal, 2018), el que se hiciera eco del debate acerca de la posmodernidad que ha ido creciendo hasta la reciente aportación del profesor Diego S. Garrocho (“Carta a un joven posmoderno”, en el diario digital El Español, 20/01/2021) o el de la doctora Virginia Moratiel (“Sobre lo verdadero, lo falso y lo aparente”, en la web Filosofía & Co., 18 /01/2021). Estos dos últimos textos vienen a insistir en el mismo punto: la posmodernidad nos ha privado de las certidumbres teóricas y morales, sumiéndonos en un anarquismo metodológico y epistémico. Sin valores, sin identidad y sin el tribunal de la razón, parecen decirnos, estamos a merced de este mundo aciago. El profesor Garrocho se lamenta de que la juventud contaminada de posmodernidad no tenga armas para enfrentarse a un mundo hostil, perdida en los infiernos del frenesí, la anormalidad y la perspectiva de género. La doctora Moratiel evoca aquellos tiempos en los cuales la razón era el mundo, y cita a Hegel y Platón como tabla salvadora.

Se teme que no haya verdad que oponer a lo falso y, eso, parecen querer decir, es la complejidad y la derrota: sin verdad estamos a merced de cualquiera —como si la verdad no fuese un modo de estar a merced.

Pero más allá de la añoranza de absoluto y de la nostalgia por una identidad perdida, ¿hay algo más tras la recuperación de este anacrónico ataque a la posmodernidad? Creo que hay algo de diagnóstico del presente en esta censura de la filosofía posmoderna. También algo noble en el hecho de que se trate de asegurar las pocas alforjas filosóficas que nos quedan para dotar de sentido a lo que somos y seremos. Pero se trata de un gesto temeroso, atravesado del miedo a habitar un mundo sin verdad a la que agarrarse. Tal y como indica Lluís Pla (“Una apología de la conformidad”, en elDiario.es, 6/02/2021) a propósito de tal debate, se teme que no haya verdad que oponer a lo falso y eso, parecen querer decir, es la complejidad y la derrota: sin verdad estamos a merced de cualquiera —como si la verdad no fuese un modo de estar a merced—. Es en este sentido en el que cabe entender el ataque a pensadores como Foucault, Deleuze o Butler, ya que en su pensamiento encontramos, entre otras muchas cosas, un fuerte cuestionamiento de la autoridad epistémica, es decir, de toda una colección de saberes que se tomaban como verdaderos y que, en virtud de esa autenticidad, se encargaban de decirnos qué podíamos saber, qué debíamos hacer, qué nos era permitido esperar: en una palabra, lo que teníamos que ser. Se denunció, acertadamente, que bajo la positividad de las ciencias humanas existía una normatividad que implicaba elementos valorativos. Que, por ejemplo, cuando el médico norteamericano S. A. Cartwright se instalaba en un aparente naturalismo científico para definir la drapetomanía, esa extraña enfermedad que hacía que los esclavos quisiesen ser libres, o cuando el DSM incluía la homosexualidad como enfermedad hasta 1975 basándose en las premisas metodológicas de la psiquiatría, se realizaban dos gestos simultáneos: por una parte, pretender instaurar una normalidad de acuerdo con valores morales y culturales determinados y, por otra parte, provocar un efecto bucle que, como señala Hacking, posee fuertes consecuencias en el reconocimiento social y personal.

En la recuperación actual del debate acerca de la posmodernidad se ataca la transmisión de este antiautoritarismo epistemológico que parece que, hoy en día, nos pone en dificultades. Y, siendo honestos, sí que nos pone en dificultades, aunque es necesario identificarlas y ver cuál es su sentido.

Cientificismo y negacionismo

Para ello, puede ser conveniente acudir a otro debate diferente que, desde diversos frentes, puebla nuestro horizonte reflexivo. En la actual situación de pandemia, han surgido dos grandes horizontes argumentativos encontrados. Simplificando, podemos establecer dos modos extremos de encarar nuestra relación con la pandemia actual: cientificismo y negacionismo. El primero, el cientificismo, puede quedar caracterizado en el célebre manifiesto “En salud ustedes mandan, pero no saben”, realizado por varias asociaciones científicas, en el que se abogaba por una gestión de la pandemia basada únicamente en premisas científicas, y se defendía la idea de restituir toda la autoridad epistémica a la ciencia médica, convirtiéndola en un saber experto para toma de decisiones, sin tener en cuenta los problemas políticos y epistemológicos que se derivan de un ejercicio de autoridad que, sin duda, excede a sus marcadores epistémicos.

La crítica a la verdad no nos lleva a la posverdad, sino a la denuncia de los amos a quienes sirven las verdades y a una apuesta por la construcción democrática del saber.

El segundo, el negacionismo, tiene variados ejemplos, pero comparte dos premisas básicas: una crítica epistemológica a la formación de los hechos científico-médicos y a sus verdades, con la subsiguiente negación de tales hechos (ya sea la negación de la COVID-19 a partir de los postulados de Koch, la negación de la saturación hospitalaria, la negación de la letalidad, del número de fallecidos o la negación de la validez de las pruebas diagnósticas) y una vinculación de aquellos elementos negados con una trama política más o menos delirante, apoyada en motivos sentimentales, seductores e identitarios, siendo estas tramas bien un ardid del neocapitalismo para dominarnos, bien los célebres microchips de Bill Gates en las vacunas, o bien las pérfidas intenciones de los gobiernos para acabar con la hostelería y con nuestro modo de vida.

Entre la decisión de optar por un miedo que nos lleva a refugiarnos acríticamente en la autoridad de la ciencia y el salto al vacío de un negacionismo sostenido en motivos sentimentales, es posible apelar a cierta posmodernidad que, sin duda, manteniendo la crítica a la autoridad, todavía pretendía un análisis materialista de la realidad que permitiera una democratización radical del saber. Podemos encontrar nutridos ejemplos de esta posición, que podríamos denominar antiautoritarismo crítico, en Foucault, Deleuze o Butler. La crítica a la verdad no nos lleva a la posverdad, sino a la denuncia de los amos a quienes sirven las verdades y a una apuesta por la construcción democrática del saber.

Antiautoritarismo crítico

A este respecto, el antiautoritarismo crítico implica una interrogación sobre el papel de la ciencia, una exigencia de credenciales científicas como marcas de orientación y actuación que permitan, a su vez, establecer ciertas ideas acerca de qué es la verdad de un modo no absoluto.

Frente a cientificismo y negacionismo, el antiautoritarismo crítico defiende la existencia de ciertas verdades científicas, como las anatomo-patológicas, basadas en un encofrado epistemológico sólido pero, al mismo tiempo, sostiene que esa sabiduría científica no debe contemplarse como un oráculo que guíe y construya nuestras vidas, sino que, en tanto se ocupa de tales vidas —y solamente en tanto se ocupa—, dicho saber debe someterse a una democratización radical. Nuestras decisiones colectivas no deben ser estrictamente ni médicas, ni científicas, ni económicas. El antiautoritarismo crítico defiende que lo que hacemos con nuestra vida no es un asunto estrictamente científico, aunque utilicemos el saber científico para orientarnos. Que es preciso darnos colectivamente las normas de vida a través de las cuales podamos cuidar de nosotros y de los otros. La crítica, entonces, no es un salto al vacío que palíe nuestra frustración mediante el recurso a una identidad construida sentimentalmente, sino una apertura a pensar la vida, la enfermedad y la muerte como un asunto humano del que depende el sentido de lo que somos en tanto sociedad.

Las reivindicaciones que prefiguraron la ley de eutanasia y la ley trans quizás vayan en esta dirección. Se trata, por un lado, de despojar a la medicina y a la ciencia de una responsabilidad que excede los marcos epistemológicos de su saber específico y, por otro, de reapropiarnos de los saberes que nos constituyen. Aquí pueden ser de gran ayuda algunas nociones acerca de la relación entre conocimiento y democracia que José Luis Moreno Pestaña problematiza en sus últimos textos: exigencia de credenciales epistémicas a las ciencias, exigencia de pluralidad de expertos que informen, transmisión pedagógica de tales expertos, asunción del esfuerzo epistémico de entender para poder decidir, desactivación de las inercias entre ciencia y poder. En definitiva, este particular antiautoritarismo trata de no desactivar la crítica por el miedo, de no refugiarse en cavernas morales, de no emprender fugas sentimentales ni identitarias, de asumir el reto de lidiar con una verdad que ya no es propiedad privada de la autoridad, sino elemento común.

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