Feminismo poscolonial
El despecho latino, la sentimentalidad exagerada, la purpurina

El amor moderno europeo, en sus formas monógama y poliamorosa, representa un régimen violento de instauración universal del amor y del desamor, porque los entiende desde una perspectiva occidental, feroz, hegemónica, pulverizante de otros entendimientos.
Gilda.Compositora
Gilda. Cantante y compositora argentina
15 feb 2022 08:00

Dedicado con amor desgarrado a todas las reinitas latinas

[¡La ansiedad de no poder estar con esa persona! De la sensación de estar encerrada en ese sentimiento y no poder salir de ahí, o incluso pensar que ¡ese desgarro nunca se irá! Y al mismo tiempo, esas ganas locas de verla, ese ir y venir del deseo de verla, tocarla y pasar página... decirlo, no decirlo...]

Testimonio de desamor de una reinita latina

1. Quiero beber de su labio el agua del amor divina

(Suena «El ruiseñor de América», de Julio Jaramillo)

Cartas, tarjetitas, notas, recortes, fotografías de carnet rotas en pedazos, dibujos superferolíticos, corazones, corazones, muchísimos corazones trazados con bolígrafos multicolor sobre las páginas amarillentas de un diario personal en cuya tapa está escrito en plan bordado de letras doradas fulgurantes tipo Lucida Calligraphy, MI DIARIO. Mi corazón es extrasístole. Cada cierto tiempo experimento arritmias que en realidad son como muertes mínimas, pequeños terremotos que descargan electricidad contenida, energías telúricas acumuladas, cuvivíes de pico oscuro que se lanzan a las lagunas de Ozogoche después del inti-raymi. El corazón dibujado en la última hoja de los cuadernos, sobre los pupitres, en las puertas de los baños, en la entrepierna o bajo las axilas; el corazón, un órgano vital del cuerpo humano tejido de músculos cuya función es bombear sangre sin interrupción, alberga en su interior nombres que no debían existir en solitario o en trío, siempre tenían que ser pares. ¡Ay, corazones insulsos!

Escribo los nombres de los chicos de los que me enamoro y desenamoro sin que ellos lo noten. Mi mano de 12, 13, 14 y 15 años traza con cuidado a lo largo de las semanas, los meses, los años, un corazón que también es un culo al revés, el cual representa la idea de que es allí, entre los vasos sanguíneos, las arterias y las venas, en donde se alojan los sentimientos relacionados a los vínculos sexo-erótico-afectivos que van a ordenar y desordenar mi vida sentimental durante los siguientes años. Los nombres van cambiando cada cierto tiempo, a paso acelerado, con la urgencia de la potra indomable que admira platónicamente la inalcanzable luna de metal todas las noches. La única que permanece dentro del corazón soy yo. La única que permanece en la imposibilidad del amor idealizado soy yo, eternamente enamorada. Nunca correspondida.

Las reinitas latinas no solo hemos aprendido a subvertir los delirios heterosexuales de los culebrones con los que crecimos, sino que además nos hemos apropiado de sus guiones sentimentales, construyendo una dramaturgia propia

El diario de una adolescente siempre es secreto. Contiene una escritura cuyo proceso ocurre a escondidas, en el espacio continuo de la penumbra; la penumbra, la bombilla bajita amarilla acompañada de una polilla soñadora, aquella situación en que hay poca luz pero que no es del todo oscuridad. El diario es escritura íntima, es flujo de sentidos, auto-reflexividades, relatos adornados de lo que ocurrió un día concreto, deseos que no se pronuncian a la luz del día, miedos que no se comparten, confesiones que una se hace a sí misma, escupitajos, y mentiras. El diario íntimo alberga la potencia de lo salvaje en flor de chuquiragua, de lo cursi a raudales, del enamoramiento estrellita del tarot en ti confío, de dulce de leche de la abuela. La escritura secreta de las quinceañeras es un gesto literario en el que se pone en juego la biografía propia, reflexiones sobre los mundos que se habitan y la ficción. Mi diario, que aún está guardado en mi antigua habitación en casa de mis papás, es color rojo sandía. Como toda escritura secreta, nadie más que yo lo ha leído. Como toda escritura secreta, está protegido por espíritus y fuerzas cosmológicas. En mi caso, se trata de un diminuto candado que en realidad se abre sin dificultad. Un candado y una advertencia muy clara.

Escribía mi diario en la mesa de la cocina, en el atardecer del horario de los volcanes que es el tiempo de las gallinas andinas: a las 5:00 estamos de pie, a las 9:00 nos metemos en la cama. Escribía cuando no había nadie, justo después de la telenovela. Carlos Alfredo y Abigail. Él, un joven profesor de literatura en el colegio San Lázaro; ella, una estudiante enamorada que se queda embarazada luego de un breve idilio. En ese momento, ni yo, ni mis tías, ni las vecinas, ni mi mamá cuestionamos el vínculo (violento), porque lo que importa es el amor. Lo que importa siempre es el amor, el amor, el amor que solo tiene sentido a través de una sentimentalidad centrada en el desgarro. Quiero decir, en el mundo binario que somos, no hay amor sin desamor. Pero en nuestros relatos sobre el amor esa ecuación, tan occidental, no basta. Los idilios heterosexuales de las telenovelas y culebrones en los que las reinitas latinas hemos sido socializadas son barrocos y es en el despropósito, en lo aparatoso, en el desbordamiento, en la imposibilidad, en los intentos fallidos, donde emerge una sentimentalidad de manantial de pétalos de rosa y suspiros entrecortados que solo puede existir porque es profundamente exagerada en sus formas y, en consecuencia, transmutable. De este modo, las reinitas latinas no solo hemos aprendido a subvertir los delirios heterosexuales de los culebrones con los que crecimos, sino que, además, nos hemos apropiado de sus guiones sentimentales, construyendo una dramaturgia propia que es una telenovela rimbombante y desmesurada infinita. Una ama de verdad cuando es capaz de llevarse la muñeca a la frente, subir el volumen de un bolero, dejarse desfallecer lentamente.

2. Que me quieres con el alma, lo confirma tu sonrisa

(Suena «Si una vez», de Selena)

Una tarde de agosto, pedí a un grupo de amigas que por favor compartieran una experiencia de desamor inolvidable y que la acompañasen de una canción. Son tres historias diferentes llegadas desde tres localizaciones geográficas disímiles. Al mismo tiempo, son tres historias iguales. Traigo sus relatos aquí porque para las reinitas latinas, la escritura, como el desamor, no es individual. Se hace en compañía.

uno

Éramos dos, él medía 2.10 y yo 1.55. Él venía del Magreb rebelde y yo del México insurrecto. Él se fugó del mandato patriarcal de convertirse en macho proveedor antes de los 20 y se burlaba de mí, porque no sabía cocinar y le deba hueva mi deriva Susanita. Pero yo le explicaba que me crecieron en una utopía matriarcal y que para mí armar familia nuclear, además de que sí, porque chingados no, era una pulsión heredada de tanta pinche telenovela, pero también un experimento inédito que quería experimentar. Él decía que emparejarse, vivir juntos, tener hijos… era pequeño burgués. Yo me sentía venir cuando tendía sus pantalones de la fábrica, cuando trabajaba en el turno nocturno mientras él dormía. 6 años, intenté convencerlo en las mil y una noches que compartimos. No se dejó. No me creyó. Pero me amaba y yo lo admiraba, lo amaba, lo deseaba. Compartíamos el café en terrazas de Gracia donde éramos como animales de circo para los pinches catalanes que nunca se acostumbraron a nuestra presencia así. Una sudaca y un moro, un periódico y un cortado. Hablábamos todo el tiempo de las luchas que abandonamos. Él no quería hablar de amor, de un nosotros posible. Eso sí, aprendí mucho de las luchas de liberación nacional, porque me tradujo miles de páginas del árabe de sus libros. Me descubrió a Almernesi y, de haber aceptado mudarse conmigo, seguiría en la vieja Europa. Afortunadamente no lo hizo, me amó, pero no quiso pensar que podíamos crear un futuro común. Volví a fugarme. La primera vez huía de mi primer amor, del otro lado del Atlántico y me vine a recuperar a la racista Europa, ingenua de mí. La segunda fuga hui en sentido contrario, busqué ternura en un territorio atravesado por la guerra, en la otra orilla y huyendo de la necia radicalidad del hombre de los ojos de aceituna. Sufrimos mucho los dos. Tomé mucho mezcal para no volverme a subir a un avión, porque ya fugada me dijo que sí quería, que ya estaba listo. Ahora vive en pareja. Y yo construí una familia y habito feliz, contenta, cansada, pero muy plena mi devenir mamífero, mi yo Susanita con un chovinista de lo chilango que me conquistó recitando frases del cine de la época de oro en México. Que me dijo que la ternura es un derecho que debe ejercerse en lo cotidiano. La fuga valió la pena, pero las mil y una noches también. Yo sigo creyendo que el amor es el único y verdadero motor de la historia. Él se lo perdió, ¡pero madre mía como sufrí! Ni Juanga me alcanzaba para las noches de zozobra extrañándolo.

(Canción de compañía: «Lo que fue no será», de José José)

dos

En plena pandemia, había tomado la decisión, la resolución categórica, de finalizar con una difícil historia de amor de la que no había sido capaz de alejarme durante meses, a pesar del dolor y la vulnerabilidad que me había generado. Por primera vez, tuve la fuerza y el valor suficientes para cerrar todo posible influjo, de neutralizar el poder que esa persona había tenido sobre mí, siendo capaz de desarmarme con apenas una mirada. Como si me hubiera contagiado por el virus, seguí estrictamente todos los protocolos de seguridad y aislamiento: corté toda posible comunicación y sellé meticulosamente cualquier ventana virtual que pudiera mostrarle algo de mí y viceversa. Poco a poco, cual paciente enfermo en su aséptica cápsula de aislamiento, mi cuerpo y mi alma se iban transformando en una suerte de sarcófago, de cripta, precintada ante cualquier agresión del otro, evitando así toda posible fuga radioactiva que pudiera rozar, aunque levemente, mi piel.

(Canción de compañía: «Cumbia para olvidar», Mon Laferte)

tres

Si hago un poquito de memoria, enseguida me doy cuenta de que mis experiencias sobre el desamor son muchas más que las rupturas amorosas que he vivido. No todos mis amores fueron correspondidos. A su vez, si vuelvo a hacer memoria, son varias las rupturas amorosas que recuerdo y casi todas fueron importantes. Creo que a las que no fueron importantes no les llamo ruptura. No sé cómo les llamo. Hay una que viví muy desgarradamente, y mirando todo lo que fue esa historia de amor, creo que la viví en desgarro casi siempre. Ese amor fue una vivisección. Casi que desde el primer día empecé a sufrir desamor y auguré la ruptura desde nomás empezar a enamorarme. Un drama enorme para mí. Sufrí casi cada día. También disfruté muchísimo, pero ni de cerca eso pasaba con la misma frecuencia: casi cada día.

Así es como el desamor me acompañó desde el inicio y, lo que es peor, tardó mucho en irse. ¡Ay, cuánto dolía! Durante los dos primeros años estuvo conmigo casi cada día, y durante más o menos los tres siguientes continuó ahí, pero por suerte el dolor iba bajando en intensidad hasta espaciarse tanto que se volvió casi imperceptible. Últimamente, más o menos unas dos veces al año, vuelvo a sufrir un poquito. Vamos bien.

Musicalicé este desamor, que sucedía al tiempo del amor, con muchas canciones. Usé también, para calmar la angustia, una crema perfumada con olor a abuela antes de dormir. Y llevé un elefantito de la suerte conmigo durante mucho tiempo. Entre las canciones hay una que a veces recuerdo y que al escucharla la revivo en las tripas. Otra vez los lobos marinos. Vuelvo a sentir los lobos marinos dentro de mí y la verdad me reprocho un poco, ante el revoltijo de dos lobos marinos en mi panza, que por qué tanto desatino. En la canción ella dice que hay veces que sueltan dentro de su cuerpo a todos los delfines, dos lobos marinos y como diez pingüinos. Dentro de mí hay, como mínimo, dos lobos marinos. Los soltaron en mi panza junto con este desamor/amor y ahí se quedaron. Y yo le contaba a mi amor de ellos, le decía que, como en la canción, los dos lobos marinos comentaban de nuestro desatino.

Vi muchas veces a esos dos lobos marinos charlando sobre nosotres y agarrándose la cabeza con sus manos que no llegan a la cabeza.

Las veces que después he vuelto a enamorarme, intento muy fuerte que los lobos marinos comenten de otras cosas.

(Canción de compañía: «Pero no te extraño», de Liliana Felipe)

Mis amigas son unas reinas, son las reinitas latinas con quienes comparto una experiencia del amor dramático cuyo estandarte máximo es Juan Gabriel, la diosa mexicana que canta «el día que de mí te enamores yo voy a ser feliz y con puro amor te protegeré y será un honor dedicarme a ti, eso quiera dios». La pasión que profesamos en nuestras relaciones no tiene cálculo, contención o freno. El amor de las reinitas latinas es un amor inapropiado, exagerado, profundamente dramático. Es un amor de telenovela venezolana que palpita desorbitado porque adherido a él yace, como la nata de un enorme pastel rosado de quinceañera, la posibilidad del final trágico, el cual, lejos de detener a la amante precavida, aviva las llamas incendiadas del sentimiento que crece desbocado, sin miedo al enorme apagón. Contrariamente a la corrección sentimental, contrariamente a la idea de que la procesión se lleva por dentro, los culebrones populares que nos han enseñado tantas cosas sobre la vida, nos han legado la idea de que nuestros duelos de amor son colectivos, son de borrachera, de noches de llanto, de karaoke de diamantes borrosos. No tenemos miedo al desamor, siempre caemos en los mismos errores y el desamor es una fiesta compartida porque las reinitas latinas sabemos que en el desgarro yace el feliz renacimiento.

Nuestros amores, nuestros amores son siempre exuberantes, generosos, son amores de querubín pletórico, son de terciopelo negro, son de rímel caído, de lentejuelas brillantes, son de ají picante y pertenecen al ámbito del despecho, del despecho latino. Somos las reinitas latinas del despecho. Nuestros pobres corazones heridos son una reverberación continua porque el amor es siempre un duelo, una rasgadura, una performance en la que la pérdida también es fiesta, la pérdida es parte del ritual, es profecía, es hundimiento y después es celebración.

3. Y tú has notado, que no es antojo simplemente el que me asiste

(Suena «Paisaje», de Don Medardo y sus Players)

Eternamente enamorada, de corazón enfermizo, mi relación más imposible empezó el día en el que dejé el lugar en el que nací, los espacios de mi infancia, mi república plurinacional bananera. Son 16 años de ir y volver a un paisaje al que añoro cuando estoy lejos y al que necesito dejar cuando estoy cerca. De modo mutuo, nos amamos y nos odiamos, nos acogemos y nos expulsamos, nos fusionamos y nos separamos. El telón de fondo de nuestro drama particular es siempre la misma canción: «Jamás la lógica del mundo nos ha dividido. Ni el futuro tan incierto nos ha preocupado. Una vez los dos pensamos “hay que separarse”. Mas deshicimos las maletas antes de emprender el viaje».

La migración es un idilio amoroso, es un idilio de amor y es quebranto de avecilla agónica, porque la relación entre una y la patria, a pesar del tiempo y el espacio, no es un asunto del que una pueda desprenderse fácilmente. La migración es un idilio de amor melodramático. Irse es tejer, muchas veces a pesar de una, un amor a la distancia de goma de espuma en el que se añora lo que pudo ser y no fue. La patria, siempre inventada, siempre imaginaria, siempre pobre, siempre saqueada, es una noche de sexo que nunca se termina, es un objeto de amor diaspórico, es como una piedra dura que no se puede aguantar.

Encontrar otro paisaje, establecerse, permitirse radicar se experimenta, por ambas partes, como una traición y, en consecuencia, la migrante enamorada siempre va a vivir instalada en el desarraigo, esto es, en la imposibilidad de encontrar y quedarse en otro sitio. El país que era preciso abandonar porque una siempre supo que no habían nacido para vivir juntxs es de un querer casi imposible porque hay días en los que la pasión que se siente es sublime, correspondida, extraordinaria. Pero hay otros en los que resulta imposible nombrar el lugar de una porque recordar es doloroso y la añoranza es un peso como de cemento de metrópoli europea, de palomas de metrópoli europea, de gaviotas bien alimentadas de metrópoli europea.

La patria, siempre inventada, siempre imaginaria, siempre pobre, siempre saqueada, es una noche de sexo que nunca se termina, es un objeto de amor diaspórico

Cemento de metrópoli europea en cuya superficie de caliza y arcilla calcinadas no existe cabida para el desamor pomposo, recargado y excesivo de las reinitas latinas, porque el régimen sentimental del desamor moderno europeo exige prudencia, contención, sobriedad emocional, duelo terapéutico de diván. La migración no solo aleja a las reinitas latinas de sus orígenes, sino que, además, castiga con violencia el despecho, esto es, la exageración de la experiencia del duelo amoroso.

Las reinitas latinas, sin espacio para la sensiblería, pueden verse abocadas, de este modo, a corregir las formas barrocas de su educación sentimental,1 esto es, a esconder a su Cristal, a su María del barrio, a su Marimar, a su Soraya, a su Rubí. La migración de sur a norte, la llegada, a pesar de lxs europexs, de quienes provenimos de las excolonias, muchas veces nos exige llevar a cabo un ejercicio espiritual, estético y emocional de borramiento de una, de la historia propia, de los conocimientos de una, de los peinados de una, de los sentidos de una. La recién llegada podría necesitar ser aceptada y, en el camino, también podría perder su fuerza.

La aceptación europea, el amor, el amor moderno europeo, en sus formas monógama y poliamorosa, da igual, representa un régimen violento de instauración de un modo universal del amor y, en consecuencia, de un modo universal del desamor porque entiende el amor y, por tanto, el desamor, desde una perspectiva occidental y, por tanto, feroz, hegemónica, pulverizante de otros entendimientos. Se espera que el duelo de amor sea aséptico, desapasionado, limpio. En el régimen del corazón roto europeo, el desamor moderno tiene fases de duelo, ocurre a través de etapas en las que el tiempo es contado de modo unilineal, avanza desde el pasado, al presente y al futuro. El desamor universal se cura, se atiende, se supera. Se olvida. Se deja atrás.

El despecho latino es, desde esta perspectiva, un modo de sentimentalidad exagerada, precipitada y excesiva que no solo no tiene cabida en el régimen amatorio colonial, sino que, además, o más bien dicho, precisamente por ello, es un enorme campo fértil de generación de sentimentalidades periféricas y peligrosas. Nuestra cursilería sin fin, nuestros dramas agónicos son prácticas de resistencia porque no solo nos ayudan a negarnos al borramiento exigido por la sentimentalidad europea, sino que, además, dejan fuera de lugar e incomodan la corrección moderna del amor y del desamor. El placer del desmadre sentimental de aguardiente de caña manabita que nos acompaña es solo igualable al placer de sabernos demoliendo la corrección moderna y colonial de las formas del amor y del desamor europeo.

1Estas reflexiones han podido ser desarrolladas gracias al diálogo abierto y colectivo con Diego Falconí, Liz Zhingri y Andrea Alejandro Freire (Miau).

Banda sonora

Repertorio de canciones que acompañan al texto

(Este texto forma parte del volumen colectivo (H)amor7 Roto, publicado por la Editorial Contintametienes, 2022. Agradecemos a la autora y a las editoras que lo compartan con El Rumor de las Multitudes).





Sobre este blog
La filosofía se sitúa en un contexto en el que el poder ha buscado imponerse incluso en los elementos más básicos de nuestro pensamiento, de nuestras subjetividades, expulsando así de nuestro campo de visión propuestas teóricas y prácticas diversas que no son peores ni menos interesantes sino ajenas o directamente contrarias a los intereses del sistema dominante.

En este blog trataremos de entender los acontecimientos del presente surcando –en ocasiones a contracorriente– la historia de la filosofía, con el objetivo de poner al descubierto los mecanismos que utiliza el poder para evitar cualquier tipo de cambio o de alternativa en la sociedad. Pero también de producir lo que Deleuze llamó líneas de fuga, movimientos concretos tanto del presente como del pasado que, escapando del espacio de influencia del poder, trazan caminos hacia otros mundos posibles.
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