Opinión
El chino del barrio

Tener una tienda cerca de casa con el rótulo “alimentación” es relativamente común en Madrid y en muchas otras ciudades. Acostumbrarse a poder comprar a cualquier hora del día los siete días de la semana, también. Sobre todo productos que cubren necesidades superfluas, como la ansiedad de una bolsa de patatas fritas, esa sopa de sobre cuando no te apetece hacerte la cena o una cerveza fría porque sales del trabajo con la cabeza como un bombo.
Este tipo de kioscos, casi perennes y ofertadores de productos de última hora, existen en infinidad de países, solo que en cada lugar tienen sus peculiaridades. No hay prácticamente tiendas de ultramarinos en Madrid que no estén regentadas por personas procedentes de China y otros países asiáticos. Si hay algo que la globalización ha unificado, es la idea de que ser extranjero signifique que tus derechos laborales puedan estar en standby. Los primeros meses en Madrid me sorprendía mucho ver que estas tiendas abrían los domingos. Pero es que no solo abren los domingos, sino que tienen horarios infernales. La de mi barrio abre de 10 de la mañana a 11 y media de la noche los siete días de la semana.
Si hay algo que la globalización ha unificado, es la idea de que ser extranjero signifique que tus derechos laborales puedan estar en standby
¿Alguien se imagina hacer algo durante 13 horas diarias? ¿Dormir? ¿follar? ¿comer? ¿llorar? Da igual lo que sea. Con los ritmos frenéticos que la sociedad actual exige, ocho horas de sueño son un lujo a veces inalcanzable. Resta una hora de ida y otra de vuelta al trabajo, con suerte. Hora y media alimentándote. Una hora de higiene diaria. Ocho y dos, diez. Más hora y media, once y media. Doce y media. Más trece. Veinticinco coma cinco. No salen las cuentas. Sobre todo si tienes que cuidar (hijos, pareja, familia, amistades).
Al chino de mi barrio lo he visto conciliar en su tienda. He sido testiga de cómo han ido creciendo sus hijos. Recuerdo perfectamente cuando le llevaban al bebé recién nacido para que lo viese un rato al día. Le vi meses después enseñarle a andar a la puerta de su ultramarinos. Su ocio lo practica viendo series en su tablet mientras te cobra la litrona que no necesitas beber ni comprar, pero que a él le da trabajo. Tu disfrute es su vorágine.
Que la señora Isabel Díaz Ayuso, próxima presidenta de la Comunidad de Madrid, haya dicho que “se empieza cerrando las tiendas los domingos y se acaba como en Caracas los jueves”, no solo denota una falta de empatía preocupante, sino un desconocimiento del pequeño comercio madrileño. Nos excusamos diciendo que a los chinos les gusta trabajar mucho, que es el ADN de su cultura. Como si alguna vez hubiésemos preguntado si realmente les gusta o nos hubiésemos molestado por intentar saber por qué tienen que hacerlo.
En mi pueblo las tiendas abren los domingos, pero cierran los jueves. Debe ser una pequeña Caracas en medio de la meseta castellana. No es que tenga que ser obligatorio cerrar justo los domingos, al estilo sabbat. Pero es saludable tener algún día de descanso. Es más, es tan descabellado como que el Estatuto de los trabajadores, en su artículo 34 dice: “La duración de la jornada de trabajo será la pactada en los convenios colectivos o contratos de trabajo. La duración máxima de la jornada ordinaria de trabajo será de cuarenta horas semanales de trabajo efectivo de promedio en cómputo anual.” Es decir, que aunque algunas semanas se pueda trabajar más, la media nunca puede ser superior a 40 horas semanales.
Bajo esta premisa, no salen tampoco las cuentas de las 40 horas. La liberalización de los horarios comerciales es libertad para explotar. Es triste que reivindicar y recordar lo obvio —que no vivimos para trabajar, sino que tendría que ser al revés— se considere anticuado. O que no toque más que aguantar hasta que la explotación te devore las entrañas. Los derechos laborales perdidos son difícilmente recuperables. El tiempo de vida, directamente nunca vuelve.
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