Historia
De Estados paternalistas a ultra-liberales

En los últimos cincuenta años hemos pasado de estados que perseguían delitos sin víctimas, a estados que aprueban derechos sin incremento de gasto
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es Doctor en Filosofía
24 jun 2025 02:24

Los delitos sin víctima

En las naciones desarrolladas, durante la década de 1960, tuvo lugar una transformación en el sistema productivo que puso fin a la Segunda revolución industrial y afectó a todos los órdenes de la existencia; el cambio sigue en marcha y sus consecuencias nos alcanzan, tal como documento en mi libro: Como un alumbrado general. Modos de producción, familia y sexualidad (2024). Hasta la mutación, las democracias liberales, las dictaduras de derechas (como la franquista) y los países del “socialismo real” (esto es, los miembros del Pacto de Varsovia) favorecían a la clase obrera con la construcción de viviendas públicas, becas de estudio y la sanidad gratuita; los obreros eran ayudados porque sus esfuerzos impulsaban el desarrollo industrial, sobre todo en los campos eléctrico y químico (lo que incluye el refino de hidrocarburos), lo que a su vez sostenía el crecimiento económico. No obstante, los trabajadores manuales estaban excluidos del gobierno, por lo que se trataba de estados industrialistas y paternalistas, pese a sus diferentes sistemas de organización: capitalismo democrático, capitalismo pseudofascista y capitalismo de estado, al que a menudo, este último se confunde con el socialismo. 

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Los obreros tenían una enorme fuerza cuando se organizaban, como demostró la Revolución bolchevique de 1917 que, desde Rusia, extendió el sistema socialista por Europa del este. Con el fin de contrarrestar la organización obrera, los gobiernos persiguieron los pequeños robos con mayor saña que las estafas, como documentó Michel Foucault en Vigilar y castigar (1975); no obstante, las consecuencias de quebrar empresas son mucho peores que las raterías. Dicho con otras palabras: resulta más probable que un ladrón de poca monta acabe en prisión a que lo haga un gran estafador, puesto que este contratará a los mejores abogados y, si puede, intimidará o sobornará a quienes investigan su caso. Además, a menudo cuesta encontrar al responsable de las pérdidas patrimoniales de las empresas o probar la mala fe de los directivos.

Al margen de los delitos contra la propiedad, pero con la finalidad de aumentar la natalidad e impedir su unidad de los obreros en sus reivindicaciones, los gobiernos de casi todos los espectros políticos, en las décadas posteriores a la Segunda guerra mundial también aprobaron o ampliaron una legislación que reprimía a quienes transgredieran comportamientos privados,  lo que se denomina delitos o “crímenes sin víctima”. Se trata de vestigios del Antiguo Régimen, entre los que destaca el uso de métodos anticonceptivos y el aborto, el consumo de pornografía, el tráfico e ingesta de estupefacientes, la homosexualidad y el cambio de identidad sexual (transexualidad). La convicción de que un comportamiento es delictivo pero no genera damnificados resulta incoherente con una filosofía del derecho que justifica los castigos por el daño que provocan a la sociedad. Como resultado de tal inconsistencia, los delitos sin víctima conllevan que el individuo que disfruta en la intimidad de placeres prohibidos se convierta en el infractor al que se castiga; por esa vía, la legislación genera delincuentes. 

Resulta más probable que un ladrón de poca monta acabe en prisión a que lo haga un gran estafador, puesto que este contratará a los mejores abogados y, si puede, intimidará o sobornará a quienes investigan su caso

Y los derechos sin presupuesto

La lucha de los gobernantes contra el sindicalismo y las dinámicas generadas por las tecnologías de la información arrinconaron al sector industrial en beneficio de una economía de servicios de condición muy desigual, puesto que abarca desde el turismo extranjero en busca de alcohol barato en las costas españolas a la ingeniería de telecomunicaciones, que tan fundamental resulta para navegar por Internet y viajar en avión. En coherencia con su lucha contra las huelgas y los boicots obreros, los gobiernos que alientan el sector servicios, que son la mayoría de los occidentales y cuyo color político siempre está más cerca del azul que del rojo (aunque se denominen “socialistas”), privatizaron las empresas públicas que sus predecesores levantaron en la primera mitad del siglo. La venta redujo la presión obrera sobre unas autoridades públicas, que se encontraron más libres para dirigir la política económica. Paralelamente, los gobiernos comenzaron a privatizar servicios gratuitos y universales que beneficiaban a los grupos desfavorecidos; en especial, educación y sanidad. Tal retroceso en el papel del estado fue paralelo a una serie de cambios tributarios que socavan la igualdad, pese a lo cual se han mantenido una década tras otra; en tal línea se puede mencionar la reducción de los impuestos directos que gravan la riqueza, el incremento de los impuestos indirectos, como el IVA, y el aumento del importe de las matrículas universitarias. 

A las medidas anteriores, los gobiernos liberales de los países desarrollados facilitaron el desmantelamiento de las industrias de sus países y la importación de mercancías fabricadas en Asia, lo que condenó al desempleo a millones de trabajadores. Después de medio siglo de iniciarse el proceso, la pandemia de Covid-19 ha cuestionado las ventajas de tal división de funciones, ya que acarreó que los países occidentales carecieran de material básico (como mascarillas e hidrogel) para impedir la propagación del coronavirus. Tal penuria conllevó un confinamiento masivo durante la primavera del año 2020 y, con el parón económico, una enorme elevación de la deuda pública. El coste de esa falta de previsión fue enorme, tanto en términos humanos, a consecuencia del elevado número de fallecimientos y de afecciones mentales entre los supervivientes, como en el campo económico, debido al descenso de la producción y paralelo aumento del déficit público, así como de la deuda

En coherencia con los nuevos tiempos, los estados liberales han eliminado gran parte de los delitos sin víctima, por dos motivos. Por un lado, porque una economía de servicios otorga al consumidor un poder mayor de decisión; por el otro, a consecuencia de las críticas que recibía su determinación de castigar comportamientos como la homosexualidad o el consumo de pornografía. No obstante, también cuenta el hecho de que la clase obrera haya dejado de constituir un peligro para los grupos gobernantes, por lo que pueden reducir la carga penal de la legislación. Es decir, los gobiernos no temen una revuelta comunista en los países occidentales, como sucedía en el periodo iniciado por la Revolución bolchevique y clausurado a partir de la caída del Muro de Berlín (1989), cuando colapsó el “socialismo” de los países del este de Europa. 

Para convencer a los electores de que fueran a votar mientras mermaban sus derechos socioeconómicos en un periodo donde triunfaba la democracia liberal, los gobernantes ampliaron los derechos individuales. Primero despenalizaron el aborto; a continuación, los gobiernos dejaron de perseguir la homosexualidad y la pornografía. Actualmente, en países como España, incluso se permite el suicidio asistido y que los médicos apliquen la eutanasia a enfermos terminales. De los comportamientos mencionados, en nuestro país solo quedan pendientes las sanciones sobre el tráfico de drogas; con todo, la producción y consumo de marihuana seguramente se despenaliza en Occidente de manera paulatina. Este conjunto de derechos se aplica sin necesidad de aprobar partidas presupuestarias, lo que resulta coherente con unas políticas que gravan la riqueza en menor medida que en la década de 1960. Ciertamente, el aborto gratuito conlleva desembolsos; en contrapartida, el suicidio asistido y la eutanasia ahorran gastos sanitarios. 

Los gobiernos liberales de los países desarrollados facilitaron el desmantelamiento de las industrias de sus países y la importación de mercancías fabricadas en Asia, lo que condenó al desempleo a millones de trabajadores

Tales liberalidades, tomadas en conjunto, no conllevan mayores dispendios públicos, por lo que cuentan con la aquiescencia de los conservadores (aunque los reaccionarios las rechazan). La demanda de derechos individuales no ha terminado, como se ve con las movilizaciones a favor de los reclamos transexuales en los últimos años. Ciertamente, la ciudadanía siempre exigirá que se le permita gestionar ciertos ámbitos personales cuando se abren nuevas oportunidades de actuación; por ejemplo, a medida que se amplíe el biopoder. Resulta evidente que el poder no admite vacíos: si algunos sectores renunciaran al poder, las autoridades rápidamente gestionarían sus intereses. 

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El problema es la desigualdad

Los derechos personales son importantes porque afectan a todos los sectores de población, por lo que queda lejos de mi intención cuestionarlos, como varón gay que se ha beneficiado del matrimonio igualitario. La cuestión radica en que, paralelamente a tales aumentos en la libertad personal, la desigualdad de ingresos ha aumentado, hasta el punto de que la miseria resulta visible para quien transite por cualquier ciudad española, donde encontrará personas sin hogar, que piden limosna o rebuscan entre las basuras. Por su parte, los repartidores de comida en bicicleta y los jóvenes que intentan conseguir socios para oenegés a la salida de centros comerciales reciben unos ingresos tan bajos que se pueden incluir entre los sectores pobres (precariado). Y no son los únicos en sufrir la pobreza, pese a trabajar. Desde luego, tales realidades no son lo que cabría esperar de un país desarrollado como España. 

La desigualdad habría aumentado aunque los derechos individuales nunca se hubieran aprobado. El motivo radica en que la misma economía de servicios que ofrece Internet a precio módico, también permite a un millonario español concentrar su patrimonio en un paraíso fiscal como Andorra o Gibraltar, donde apenas pagará impuestos; esto es, sin abandonar la península ibérica. Y la propia Comunidad de Madrid aprueba una desgravación fiscal tras otra con el propósito de atraer millonarios de las demás regiones, por lo que la capital del estado constituye un avatar de Andorra para las demás Comunidades Autónomas. La comparación se consolida en la coincidencia de que la superficie de la ciudad madrileña (604 Km2) supera poco al principado pirenaico (468 km2).  

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Ahora bien, la desigualdad entre pobres y ricos ha llegado a tal extremo que nuestras sociedades manifiestan un descontento creciente, como se percibe en los movimientos denominados “populistas”. En política, el fenómeno muestra la irrupción de partidos cuyo común denominador es la protección socioeconómica de los marginados del país, sea frente a los adinerados (en el caso de los partidos progresistas) o respecto a los inmigrantes (preocupación favorita de los reaccionarios). El malestar no se resolverá con medidas que aminoren la pobreza, algo que se puede lograr con decisiones a corto y medio plazo, sino que debe reducirse la desigualdad, lo que requiere políticas de mayor envergadura, tanto en su duración como en los ámbitos afectados. Para reducir la desigualdad hay que recortar los privilegios de los millonarios, lo que no hará ningún partido reaccionario. 

Desde el año 2020, muchos países comprueban la necesidad de reindustrializarse con el fin cubrir sus necesidades básicas y protegerse, tanto frente a pandemias como a vaivenes geopolíticos, como la invasión rusa de Ucrania, iniciada en febrero de 2022. El sector industrial quizás no recupere el peso que tuvo en la primera mitad del siglo XX, pero con apoyo público ganaría enteros por su conexión con la producción de energías alternativas y las múltiples facetas de la lucha contra el cambio climático, que van desde el aislamiento de edificios a los métodos de absorción de CO2. A su vez, el incremento de la producción energética e industrial en los países occidentales exige inversiones que podrían mejorar las condiciones de vida de la clase trabajadora. Ahora bien, para reindustrializar el continente europeo y luchar contra la desigualdad, la ciudadanía debe exigir tales medidas. Quizás los empleos fabriles no constituyan un ideal, pero menos sublime es trabajar de camarero y cobrar un bajo sueldo, pese a soportar jornadas de trabajo muy dilatadas.

Para reducir la desigualdad hay que recortar los privilegios de los millonarios, lo que no hará ningún partido reaccionario

La ultraderecha mundial también juega esa carta reindustrializadora, pero en el campo militar. En coherencia con ello, el Presidente de Estados Unidos, Donald Trump, exige a los miembros de la OTAN una elevación del gasto militar hasta la enorme cifra del 5 por ciento del Producto interior bruto (PIB). Trump sabe que las empresas estadounidenses, dada su gran capacidad exportadora en ese ámbito, saldrían muy favorecidas si su exigencia se llevara a la práctica. Menos ventajas obtendrán los países europeos que caigan en trampa trumpista, aunque se ganen la simpatía del Presidente estadounidense. A él la apuesta tampoco le saldrá ventajosa, porque paralelamente aplica políticas arancelarias que desajustan las cadenas de valor globales, lo que impide hacer previsiones de inversión y perjudica la economía. A ello se añade que los empleos que se creen en el sector militar-industrial irán acompañados de una enorme desprotección de los desfavorecidos, puesto que el gasto militar va acompañado de una reducción de los aportes sociales. Así, la política de ultraderechistas como Trump conjuga lo peor del paternalismo (gobernar sin escuchar a la ciudadanía) y de la globalización (desproteger a los económicamente desfavorecidos). 





Javier Urgarte Pérez cultiva en sus libros un enfoque materialista, como muestra el último: “…Como un alumbrado general”. Modos de producción, familia y sexualidad (Postmetropolis, 2024).

Sobre este blog
El León dormido... despierta es un blog de temas de historia y memoria especialmente enfocado a la recuperación de la categoría de pueblo en la historia contemporánea del Estado español, su ausencia en la cultura de la democracia y el esbozo de una alternativa a la Gran narrativa de la modernidad española.
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