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Opinión
Feminismo de clase y lucha por la hegemonía cultural

Cuando hablamos de feminismo de clase, no solo debemos abordar las condiciones materiales de la clase trabajadora, sino también los códigos culturales y simbólicos que estructuran su exclusión dentro de los movimientos feministas y de izquierdas. En este artículo analizaremos cómo los espacios progresistas han incorporado códigos burgueses como si fueran universales, reproduciendo una hegemonía que muchas veces puede deslegitimar las formas culturales y simbólicas de la clase obrera.
Clara Zetkin expuso la exclusión del eje de clase dentro del feminismo a principios del siglo XX, señalando que el feminismo burgués no representaba los intereses de las mujeres trabajadoras. Su crítica partía de la premisa de que la lucha feminista no podía desvincularse de la lucha de clases, ya que muchas feministas de la burguesía buscaban mejoras para las mujeres de su clase sin cuestionar la explotación capitalista que sostenía esas desigualdades. Para Zetkin, la emancipación de las mujeres solo podía lograrse mediante el fin del capitalismo, ya que la doble explotación de las mujeres obreras —como trabajadoras y como mujeres— no se resolvía simplemente con más derechos legales o políticos, sino con un cambio estructural profundo.
Por otro lado, Antonio Gramsci desarrolló el concepto de hegemonía para explicar cómo las clases dominantes no ejercen el poder solo a través de la coerción, sino también mediante el consentimiento activo de la sociedad. Ese consentimiento se impone a través de violencias simbólicas y estructurales que se construyen mediante la cultura, las instituciones educativas, los medios de comunicación y otros mecanismos que hacen que las ideas y valores de la clase dirigente y burguesa sean percibidos como naturales y universales, mientras que los gustos y maneras de hacer de la clase obrera se consideran vulgares, toscos e incluso violentos.
Así, la hegemonía no es solo un fenómeno político o económico, sino también simbólico y cultural, ya que determina qué se considera legítimo y quién tiene derecho a ser escuchado en los espacios de poder. Esta teoría permite entender por qué, incluso en movimientos sociales y espacios de izquierdas, se pueden reproducir estructuras de dominación si no se cuestionan los códigos culturales que establecen qué voces tienen autoridad y visibilidad, y cuáles son excluidas o deslegitimadas.
Los movimientos sociales de lucha de clases premodernos estaban llenos de estos códigos obreros: lenguaje concreto, solidaridad colectiva, acción inmediata y directa
Los movimientos sociales de lucha de clases premodernos estaban llenos de estos códigos obreros: lenguaje concreto, solidaridad colectiva, acción inmediata y directa. Sin embargo, con el tiempo, la clase profesional dirigente ha ido apropiándose de estos espacios con una reproducción cultural burguesa, haciendo que muchas de las formas de expresión y lucha propias de la clase trabajadora queden excluidas, rechazadas o deslegitimadas.
Para comprender esta dinámica, es necesario centrarse en cómo se reproduce la superestructura de Marx, entendida como el conjunto de instituciones, ideologías y formas culturales que se desarrollan sobre la base económica y que permiten la reproducción del sistema capitalista y sus relaciones.
En este punto, es importante no solo analizar quién tiene el control de los medios de producción, sino también quién crea y reproduce los códigos culturales, comunicativos y simbólicos de la burguesía. Aquí juega un papel central la nueva clase que se construye en el capitalismo tardío, la clase profesional dirigente (según Barbara Ehrenreich y John Ehrenreich), que se encarga de reproducir estos códigos y ejercer una influencia determinante en las instituciones, la cultura y los movimientos sociales.
Esta clase no posee grandes capitales ni el control directo de los medios de producción, pero sí gestiona instituciones, medios, ONG, hospitales, universidades y gran parte de los movimientos sociales. Y al hacerlo, no solo reproduce el sistema económico, sino también los mencionados códigos simbólicos y culturales.
Las personas socializadas en entornos culturales marcados por códigos burgueses adquieren un habitus que estructura su manera de percibir el mundo y de comportarse, siguiendo las lógicas de distinción y legitimidad cultural que describe Bourdieu. Ese habitus de clase no es simplemente una preferencia estética o un conjunto de normas aprendidas conscientemente, sino un conjunto de disposiciones profundamente arraigadas que determinan las prácticas, los gustos y las expectativas de forma inconsciente. Así, quien ha sido socializado en ambientes donde predomina el capital cultural hegemónico interioriza estos esquemas como “naturales” y tiende a reproducirlos.
Del mismo modo, mediante el uso de la violencia simbólica, se genera un contexto de rechazo y superioridad hacia todo aquello que se considera “obrero”. Este mecanismo de imposición ideológica tiene, entre otros objetivos, la reproducción social de las clases dominantes, haciendo que el acceso y la ocupación de los espacios de poder sean prácticamente imposibles para aquellas personas que no dominan estos códigos.
Este proceso también genera autoodio de clase: para ser aceptadas en espacios de feminismo hegemónico, muchas mujeres y disidencias de clase trabajadora se ven obligadas a adoptar códigos burgueses, a menudo a costa de perder o invisibilizar los propios. Esto se traduce en la necesidad de reproducir una performance burguesa: utilizar determinadas palabras, adaptar formas de hablar, vestirse, expresarse e incluso gestionar las emociones según unos códigos específicos. Quien no se adapta corre el riesgo de ser tachada de vulgar o inadecuada, perpetuando una exclusión sutil dentro de espacios que se proclaman inclusivos.
Dentro de los propios espacios de lucha, opera una colonización cultural que reproduce las lógicas de superioridad burguesa, excluyendo o deslegitimando las formas de expresión y existencia de las clases trabajadoras
Los códigos simbólicos y culturales que rigen estos espacios políticos definen qué es aceptable y qué no, no desde la conciencia política, sino desde un moralismo burgués disfrazado de criterio cultural. Esta lógica supone imponerse por encima de los códigos de la clase obrera y decidir qué es válido, como si ciertas formas de cultura fueran sinónimo de ignorancia o alienación. Así, dentro de los propios espacios de lucha, opera una colonización cultural que reproduce las lógicas de superioridad burguesa, excluyendo o deslegitimando las formas de expresión y existencia de las clases trabajadoras.
Actualmente, muchos de los movimientos sociales suelen estar visibilizados y ocupados por personas provenientes de espacios socializados y educadas dentro de la clase burguesa y dirigente. Esto no es una casualidad: tiene una lógica estructural muy similar al androcentrismo, donde el modelo universal de referencia es el hombre blanco, heterosexual y cisgénero, y todo lo que se aleja de ese modelo se percibe como desviado o inadecuado. En el caso de la clase social, ocurre lo mismo: los espacios de izquierdas y muchas luchas sociales han terminado por universalizar la forma de hacer de las clases dirigentes y burguesas, asumiéndola como cultura hegemónica y correcta. Esto provoca que las personas de clase trabajadora, con códigos y maneras de hacer distintos a los burgueses, experimenten una forma de síndrome de la impostora muy similar a la que sienten muchas mujeres y personas disidentes de género en espacios masculinizados y androcéntricos.
Este fenómeno muestra que el síndrome de la impostora, tal como se conceptualiza desde el feminismo hegemónico, no afecta a todo el mundo por igual. Si eres una mujer o una persona de género disidente pero socializada en códigos burgueses, es más probable que encajes en los espacios de poder. En cambio, aquellas personas que no se ajustan a esos códigos pueden ser etiquetadas como demasiado viscerales o inadecuadas, perpetuando una exclusión dentro de los movimientos que se dicen transformadores.
Existen discursos feministas que hablan mucho de clase, pero que a menudo lo hacen desde una posición de superioridad. Es ese feminismo que dice defender a las mujeres y géneros disidentes de clase trabajadora, pero que no se asegura de que esas mujeres y disidencias tengan espacio real para definir su propia lucha. Es ese feminismo que teoriza sobre conciencia de clase, pero que luego juzga las respuestas con códigos culturales propios de la clase obrera como demasiado viscerales, poco elaboradas o demasiado violentas.
Al mismo tiempo, a menudo se cae en la romantización de la clase obrera, convirtiéndola en un elemento folclórico o en un símbolo de resistencia, pero sin reconocer su complejidad y sus dificultades cotidianas. Se construye un relato desconectado de su realidad, secuestrado cultural y educativamente, que a menudo adopta un tono infantilizador y paternalista. Esto genera la imagen de un sujeto revolucionario de la lucha de clases que no refleja sus tensiones, contradicciones y problemáticas reales.
Así como en el feminismo se pide que los hombres socializados como tales no lideren la lucha feminista, en la lucha de clases debemos exigir que sean las personas socializadas en códigos obreros quienes ocupen los espacios de visibilidad
Debemos resignificar los códigos de la clase obrera y romper con la hegemonía cultural burguesa que domina gran parte del feminismo y de los movimientos de clase. Pero esto no puede convertirse en una apropiación de estos códigos por parte de personas socializadas en la burguesía y la clase dirigente, que se autoproclaman clase obrera sin haber sido socializadas como tal. No se trata solo de usar su lenguaje o sus símbolos, sino de garantizar espacio de liderazgo y visibilización para aquellas personas que han crecido y se han movido en esos códigos. Estamos de acuerdo en que no debemos dividir la lucha de la clase trabajadora, pero así como en el feminismo se pide que los hombres socializados como tales no lideren la lucha feminista, en la lucha de clases también debemos exigir que sean las personas realmente socializadas en códigos obreros quienes ocupen los espacios de visibilidad y liderazgo.
Si el feminismo de clase quiere ser realmente transformador, debe cuestionar quién controla la hegemonía cultural, quién decide cómo se lucha y quién marca los límites de lo que es legítimo y lo que no lo es. Mientras el feminismo y gran parte de los movimientos sociales sigan construyéndose desde los códigos de la clase profesional dirigente y burguesa intelectual, seguirá siendo un feminismo excluyente y ajeno a las luchas de la clase obrera. Porque la lucha de clases no es solo una cuestión económica, sino también de quién tiene el poder de definir el discurso.