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Recientemente hemos podido observar una serie de selfies que recordaban al turismo de los memoriales de Auschwitz y a algunos selfies realizados en barracones, en las vías del tren, sonrientes, vacíos. Algo que se nos antojaba completamente ajeno a la perspectiva de los horrores del lugar. Una absoluta falta de respeto.
De igual manera, a raíz de la mini serie de HBO Chernobyl algunos influencers, entre otros curiosos, han acudido a Prípiat —la ciudad abandonada tras la catástrofe— a hacerse fotos. Despertando la ya boyante industria del turismo en la zona. Las poses, superficiales, alegres o atrevidas chocan por su vitalidad, por la revelación de la teatralidad del lugar, que se ha convertido en un lugar que solo nos grita peligro y muerte.
Estas fotos llevaron al guionista de la serie, Craig Mazin, a escribir un tuit protesta por la cantidad de fotos irrespetuosas con el lugar.
De manera bastante paradójica los mismos dueños de las agencias de viajes que estaban enriqueciéndose con el turismo en la zona y que, según la agencia Reuters, han aumentado en un 30% sus ventas desde que la miniserie salió a la luz, piden respeto por el lugar.
También recientemente desde el Museo de Auschwitz se llamó la atención a los turistas sobre esta serie de fotos inapropiadas y absurdas en un lugar de recuerdo, que hacen que no sea difícil ponerse en contra de semejantes acciones.
Esta situación, sin embargo, exige una reflexión sobre el selfie, nos lleva a considerar la elección de las imágenes que hacemos en el día a día, y esto a su vez nos lleva a preguntarnos por qué un selfie en Chernóbil es una acción vacía e inapropiada.
Para ello deberíamos volver a la naturaleza misma del selfie, a su dimensión ontológica, es decir establecer una línea desde sus comienzos hasta su propia función sociológica. Ahora vendría la pregunta qué es el selfie.
Todo el mundo relaciona su aparición con la creación de las redes sociales, pero su emergencia ocurre anteriormente a la ebullición de la cultura del like y de las redes sociales. Precede a ellas y se coloca en el horizonte temporal de las cámaras compactas digitales que permitieron de manera económica la realización de una nueva exploración en el concepto de la fotografía popular: la exploración del yo. La imagen de nosotros mismos creció de manera completamente paralela a la utilización de estas cámaras. Nuestro discurso adolescente estuvo sazonado por ellas, formando un pilar fundamental en la percepción que teníamos nosotros mismos y de la que tenían los demás.
Estas imágenes de nosotros mismos —de nuestro cuerpo, peinado, ropa— frente a los espejos simbolizaba esa mirada exclusiva nuestra y la proyectaba sobre los demás, revelando nuestra actitud vital, nuestro estatus, nuestra vida.
Al igual que en las sociedades tribales existen rituales para transformar la psique del niño y convertirle en una persona adulta, el selfie en sí mismo constituye un rito de paso de nuestra sociedad. La primera vez que podemos modificar la forma física en la que somos vistos, oportunidad encarnada en la figura de las redes sociales, en el espejo de Facebook, de Twitter, de Instagram.
Es decir, la función del like, pese a estar encadenada a la maquinaria de la apariencia y el estatus, permitía una serie de libertades en la representación del yo con toda la pompa, con toda la superficialidad y con toda la hondura posible. Por ello, ¿es el selfie un elemento ofensivo?
El selfie es la representación de una historia, de cada una de nuestras historias. Y, por lo tanto, forma parte —es un hilo— de los telares de la historia. La historia misma es una representación, al igual que el selfie.
A su vez, la historia de Chernóbil solo es posible concebirla como representación; la energía nuclear liberada, sólo es posible imaginarla desde el shock, desde los abismos más sublimes de la naturaleza. Es lo imposible. Nos arranca completamente de nosotros mismos y de nuestra capacidad de entendimiento.
Solo desde la representación de la historia personal de cada uno de nosotros es posible asirla, porque como dice la historiadora Deborah García Sánchez-Marín, está en todas partes, en nuestra vida, pero nos es imposible interpretarlo y por ello su valor trasciende lo meramente estético y se basa a su vez en lo documental.
Por eso su dimensión no puede reducirse a ello meramente artificioso. A un gesto inútil o vacío, falto de significado salvo para recordarnos la estulticia de quien lo realiza.
Ya que cada uno de nosotros ha producido para la industria del selfie, deberíamos reflexionar sobre la importancia de las imágenes en nosotros y nuestra representación.
¿Es entonces ético o moralmente reprobarle hacerse selfies en lugares como Chernobyl?
Chernóbil/Prypiat es un lugar de difícil calificación. Es en nuestra mente un escenario espantoso. Un suceso.
Un lugar prohibido aún por su radioactividad. Un lugar que nos recuerda cómo pueden llegar a ser las desastrosas consecuencias de no medir nuestros actos, de no vigilarnos. La serie misma nos recuerda a nuestras propias circunstancias vitales: el cambio climático y su negación; la negación de las autoridades soviéticas (que no ocurrió, por cierto, en la realidad) actúa de reflejo de nuestra propia realidad y de nuestro miedo.
Los científicos realizan el papel de agoreros y el de los políticos es una posición lamentable negacionista y problemática, que atañe a unos intereses kamikazes y arcaicos: en su caso, la unión de la URSS bajo los preceptos de la burocracia soviética y la importancia de la nación; y en el nuestro, de la importancia del capital y todo su potencial inhumano por encima de los intereses de la pervivencia humana en el mundo.
Es por este reflejo que podemos empatizar con una catástrofe de esas características, con un momento y lugar que sitúa fuera del espacio y el tiempo, un acontecimiento que en si mismo es inenarrable porque supera todo aproximación desde lo cognoscible. Nos afecta a una escala tal que se postula como algo indigesto de manera individual, de la misma manera cómo es de digerible la destrucción y degradación de nuestro planeta en manos de un poder totalizador.
Volviendo a los selfies, no solo estos pueden presentarse desde la idea estética, sino desde el enfrentamiento posible a este conflicto, a este acontecimiento. ¿Qué tipo de preguntas o qué cuestiones nos sugieren los selfies en ese lugar? ¿No es el selfie la manera en la que podemos asimilar y digerir un acontecimiento que nos supera mental y emocionalmente? ¿No es el selfie una forma de intentar comprender, de intentar recordar, de reinterpretar e introducirnos en algo que es nuestra historia, que nos afecta y aún no hemos llegado a comprender del todo? ¿No son, al fin y al cabo, una forma ritualística de representación, una forma de ficción que nos permite acercarnos realmente a un drama inconcebible como lo fue la catástrofe nuclear de Chernóbil?
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Un selfie es un foto de toda la vida. A partir de ahí la filosofía barata es gratis.
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¿Quién, desde el invento de la cámara de fotos de mano, no se ha hecho una autofoto? Ahora solo es más fácil.
Qué el que se haga el selfie sea irrespetuoso, irresponsable o que simplemente ignore las dimensiones de una catástrofe, es otra historia. Pero por favor, no busquemos 3 pies al gato ¿Se dice así, no?