Glorificar lo quinqui para que nada cambie

A la vez que el género trap se hacía mainstream, lo quinqui se ha puesto de moda, dando una imagen romántica e idealizada de la pobreza.
trap
7 abr 2019 06:24

A mediados de mayo de 2009, el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona inauguraba una exposición llamada Quinquis de los ochenta. Cine, prensa y calle. La parte más moderna y cool de la cultura oficial daba así su bendición a un subgénero cinematográfico que hasta entonces había denostado: solo tres años antes, Eloy de la Iglesia, el director más conocido del cine quinqui, había muerto en el olvido, arrinconado por una industria que le había impedido seguir trabajando a pesar de que varias de sus películas habían funcionado bien en taquilla.

Sin embargo, la conversión de El Pico en una película de culto para los modernos de clase media no era un fenómeno aislado. Una buena parte de los productos culturales que se ofertan de forma masiva han sido creados en los márgenes, fuera de la industria y de los circuitos oficiales. Las clases medias que conforman los estratos académicos y culturales los seleccionan como objetos de estudio, desconectándolos de los contextos en los que fueron creados y rebajando así su carga reivindicativa o molesta. Después, la industria los convierte en objetos de consumo masivo, vaciándolos de sentido y conservando únicamente sus rasgos estéticos. Si el revival quinqui en forma de exposiciones, ciclos de cine, artículos en revistas especializadas y tesis doctorales de hace diez años puede entenderse como una absorción por parte de las clases medias, podemos preguntarnos si estamos viviendo ahora la siguiente fase: la venta masiva de lo quinqui, lo marginal y la vida de barrio.

Riñoneras y turismo de clase

A principios de 2017, los escaparates de las tiendas de lujo se llenaron de un complemento que hasta entonces solo habíamos visto en los mercadillos: las riñoneras. Aquella prenda que todos asociábamos con los barrios de clase baja pasaba a ser un complemente de lujo que marcas como Gucci o Channel te vendían por 800 euros. Lo que antes se despreciaba como signo de pobreza y marginalidad se había convertido en un objeto deseable para las clases altas y en un símbolo de estatus. Después, marcas generalistas como Zara o H&M solo tenían que copiarlo y venderlo de forma masiva.

Esto ya había sucedido antes con otras prendas, como las botas Dr. Martens o los pantalones cargo, pero ahora se enmarcaba en un fenómeno más amplio. La industria de la moda no solo lanzaba una determinada prenda al mercado, sino que copiaba toda una estética que hasta entonces se había asociado con los barrios pobres. La riñonera se unía al chándal, la cadena de oro, las uñas postizas, el estampado de leopardo, las rayas de los ojos marcadas o las zapatillas de deporte. La estética que se asociaba con los chavales de barrio se había convertido en la última moda.

Esta moda se producía de forma paralela a la entrada en el mainstream del trap, que hasta entonces había sido profundamente marginal. En cierta manera eso ya había pasado antes con el rap, pero el tono menos reivindicativo del primero lo hacía más fácilmente asimilable. Esta consolidación del trap hizo conocidos a artistas que sí procedían de los barrios pobres donde había surgido el género, como Young Beef, pero también contribuyó a un fenómeno más problemático: la romantización e idealización de la marginalidad. Fenómenos como la pequeña delincuencia, los trabajos de la economía sumergida o el tráfico de drogas son presentados únicamente en sus facetas estéticas, pero no se abordan las causas de que se produzcan ni se tienen en cuenta los problemas que llevan asociados. Las revistas de tendencias copian la ropa de los chavales de barrio pero no hablan de por qué en el extrarradio la tasa de abandono escolar es mayor, la esperanza de vida más baja y las calles están llenas de casas de apuestas. El público del Primavera Sound corea canciones sobre pasar droga pero vive lejos de las infraviviendas donde se trafica.


Esta idealización genera además un fenómeno de turismo de clase: personas que pertenecen a clases medias y altas copian la forma de hablar y vestir que asocian con la clase baja mientras dura la moda, como el que se viste con chilaba mientras está de vacaciones en Marruecos. Así, esta visión romantizada tiene también un componente clasista, porque implica una visión uniforme y estereotipada de las personas que habitan estos barrios: comportarse como alguien de barrio es ponerse chándal, hablar en jerga y fumar hachís, no parar el desahucio de tu vecino o ayudar a organizar la liguilla de fútbol.

Hace unos meses, Elvira, integrante del grupo de rap La Ira decía en su cuenta de Twitter que le daba vergüenza ajena la gente que se disfrazaba de quinqui porque quien había vivido eso sabía que la realidad tenía mucho más que ver con el enganche a la droga, los problemas con la justicia y la miseria. “La romantización no es más que un mecanismo muy habitual del propio sistema para desvalorizar la gravedad de lo que realmente es un problema social, sobre el que no se invierte suficiente tiempo, dinero y esfuerzo para su resolución”, me dicen las Ira cuando les escribo para hablar del tema. “Lo que se convierta en moda, deja de ser reivindicativo. Al romantizarse la idea del chaval/chavala pobre, consumidor/a e incluso delincuente, se observa que deja de ser un problema para ser un personaje, que a su vez genera dinero porque se convierte en icono de la juventud. Se convierte en producto, y eso es lo que la industria necesita. Por supuesto, quien ha vivido en sus carnes y en su familia las nefastas consecuencias de esto, toma verdadera conciencia social y política de ello, y no necesita jugar a ser pobre o drogadicto o delincuente”.

Este análisis también lo comparte Nega, de Los Chikos del Maíz, que en el libro que escribió con Arantxa Tirado ya denunciaba la romantización de lo quinqui: “Toda esa glorificación de lo kinki, del lumpen, de lo macarra... no hace más que legitimar el orden actual de las cosas. El que de verdad ha estado abajo quiere salir, no perpetuar su condición y ser un tirado toda su vida. Además, todos estos discursos que glorifican el tráfico de drogas y el lumpen tienen una profunda raíz neoliberal e individualista, consumista: yo a lo mío y el resto que se joda. Cuando en realidad se trata de buscar salidas colectivas, de organizarse colectivamente, de ser solidario. Cuando hay palizas por droga o la gente va al talego supongo que tiene menos gracia, pero generalmente esa peña que lo glorifica está lo suficientemente lejos de los meollos como para que les toque de cerca”.

Pregunto también a Miguel Ángel Ortiz, autor de La inmensa minoría, una de las novelas que mejor han reflejado la vida en un barrio periférico en los últimos años, cuál cree que son las causas de este fenómeno: “El capitalismo se ha apropiado de los valores que desde siempre habían venido caracterizando a la clase trabajadora, para quitarles su sentido y llevárselos a su propio terreno. La historia del triunfador que sale del barrio, sin nada, buscando ese sueño americano que consiste en escalar peldaños de clase social hasta alcanzar la gloria y el triunfo se ha instalado en nuestra sociedad. Esas historias, en vez de lanzar un mensaje contra la injusticia del sistema, de alguna manera terminan apoyándolo, dándole la razón. Por eso es tan peligroso romantizar este mensaje. Es verdad que unos pocos consiguen alcanzar ese sueño, pero hay millones que se quedan por el camino”.

Contar las propias historias

A las visiones idealizadas del barrio que vende el mercado se pueden oponer productos culturales creados en esos mismos lugares, por la gente que los habita. Frente al acercamiento puramente estético de Bad Gyal o Tangana, encontramos artistas con una visión mucho más compleja y politizada, para los que el barrio no es una simple moda que da portadas en las revistas de tendencias: “Somos de los barrios donde no limpian las calles/ donde no van a la uni los chavales”, canta Tribade.

Es el caso también de libros como Autobiografía de Manuel Martínez, en el que el escritor Eduardo Romero reconstruyó la biografía de uno de esos chavales sacudidos por la heroína y la delincuencia en los años ochenta. Contado en primera persona a través de una serie de entrevistas, el libro habla de la pobreza, las entradas y salidas de la cárcel, el maltrato y el deterioro que supone la prisión, pero también de las luchas en la COPEL, la solidaridad y la lealtad. La historia de Manuel es autobiográfica, pero en ella hay también una radiografía de las condiciones sociales, económicas y políticas que condicionan las vidas de la gente de clase baja. Cuando Manuel habla de sí mismo, habla también de la gente que habita nuestros barrios, de todos nosotros.

En esta misma línea se encuentran novelas como Prosperidad (Carlos Herrero,2007), La trabajadora (Elvira Navarro, 2014) , Cosas vivas (Munir Hachemi, 2018), La balada del Pitbull (Pablo Rivero, 2002) o La inmensa minoría (Miguel Ángel Ortiz, 2016), de la que hemos hablado antes. Historias en las que no cabe la romantización de la vida de barrio pero tampoco su estigmatización y en la que las historias personales se muestran siempre como una parte de procesos sociales más amplios. Vidas complejas que no pueden ser reducidas a estereotipos ni caben en un único molde. “Solamente confrontando las dos partes, la positiva y la negativa, se sacan verdaderas conclusiones, se extrae lo que realmente merece la pena. El barrio puede tener la lacra de las drogas; pero en toda moneda conviven dos caras, y es una de las tareas del escritor preguntarse por qué están allí o por qué solo se cuenta que están allí cuando en realidad las hay en todos los barrios de la ciudad, incluyendo los de mayor poder adquisitivo”, dice Miguel Ángel. “La cultura, la sensibilidad artística, la conciencia de izquierdas, renegar de la ostentación consumista, el feminismo, etc se han convertido en tabú si vienes de abajo: no es lo que se espera de ti. Si eres de abajo tienes que actuar como a nosotros —la clase media— nos gusta que sean los de abajo: lleno de estereotipos y topicazos negativos que únicamente embrutecen a la persona. Cuando el pobre no actúa como el rico espera, se siente amenazado. Y una cosa es que la revista de tendencias de turno comente (con la mirada del zoológico) la vida del pobre y genere contenido. Otra cosa es que el pobre tenga conciencia de sí mismo. Por eso Bad Gyal gusta mucho más en este tipo de revistas que Tribade. No hay nada que moleste más a un rico que un pobre que no lo parece”, dice Nega. La industria copia la estética que se asocia con el barrio, pero su mirada no deja de ser clasista. Las riñoneras están bien mientras dura la moda, pero solo si quien la lleva no la ha comprado en un mercadillo.

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