Coronavirus
Desenmascarados

Debemos exigir a las autoridades que hagan un ejercicio de humildad, que depongan el triunfalismo y que examinen con sinceridad el resultado de sus acciones, no sólo de las mascarillas sino de todas las medidas coercitivas que se han adoptado en la pandemia de covid.
Mascarilla covid-19 pintada
Fotografía: Adam Niescioruk en Unsplash.
16 mar 2022 05:00

Llevamos dos años con la cara tapada. Aparte de incómoda, la mascarilla es una alteración drástica de nuestra imagen personal y nuestra forma de comunicarnos. Esconde nuestras facciones y nos obliga a levantar la voz o redoblar los gestos. Tiene un efecto ansiógeno, porque nos recuerda permanentemente que el prójimo es contagioso, y porque genera un ambiente deshumanizado y lúgubre. Extiende un manto de higienismo que esteriliza y deserotiza la sociedad. Es un luto prescrito por el Estado.

Al igual que muchas medidas sanitarias adoptadas contra la pandemia en España, la obligación de usar mascarilla se ha caracterizado por su falta de proporcionalidad. El “furor enmascarador”, como lo ha llamado el doctor Juan Gérvas, se ha impuesto en todos lados y a todas horas, desde las playas hasta los colegios.

Desde hace unas semanas se habla de retirar las mascarillas en las escuelas, pero se insiste en hacerlo por cursos, en nombre de la precaución. ¿Por qué? ¿Acaso no bastaría ver qué ha pasado en otros países donde los escolares jamás han tenido que usar mascarilla en clase, como Dinamarca o Suecia? Quizá ya no haga falta ir tan lejos, porque un estudio catalán con 600.000 niños revela que las mascarillas en la escuela no han comportado una menor incidencia de covid, por lo que concluye que ha sido una intervención ineficaz. ¿A qué esperamos entonces?

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La mascarilla se ha defendido como uno más de los sacrificios que tendríamos que asumir para aplanar la curva y salvar vidas. Y sin embargo, la epidemia ha seguido su curso impasible, con sus sucesivas olas, picos y valles, sin diferencias notables con los territorios donde el uso de la mascarilla fue mucho más racional e incluso donde no fue nunca obligatorio. Pocos han llamado la atención sobre este dato obvio.

¿Ha sido en vano?

En España, hubo epidemiólogos que advirtieron enseguida de que no estaba demostrada la eficacia de las mascarillas para contener virus respiratorios, por lo que no tenía sentido enmascarar a la población entera a todas horas. Estos expertos argumentaban que sería más prudente emitir recomendaciones flexibles que imponer una medida restrictiva de las libertades personales. La OMS decía lo mismo.

Ese consenso científico se desechó a raíz de sucesivas revisiones y estudios biofísicos de laboratorio. Sin embargo, no hubo ensayos comparativos en población real hasta más adelante, en concreto el estudio danés Danmask-19, que no detectó diferencias significativas entre el grupo de las mascarillas y el grupo de control, cada uno compuesto por cerca de tres mil sujetos. Este estudio, que contradecía la obsesión creciente con las mascarillas, fue ninguneado. El otro gran ensayo, realizado en Bangladés, sí apunta a una diferencia más sustancial, por lo que cosechó, en cambio, grandes elogios.

Destaca el caso de California y de Los Ángeles, cuyas cifras son mucho peores que las de otros distritos donde las mascarillas nunca fueron obligatorias.

El periodista Ian Miller acaba de publicar el libro Unmasked, en el que analiza en detalle los datos de incidencia y mortalidad de distintos territorios, relacionándolos con el uso de mascarillas. Estados Unidos ofrece la oportunidad única de comparar territorios muy parecidos entre sí e incluso colindantes, ya que las medidas sanitarias se toman a nivel local, por lo que no vale rebatir los resultados alegando disparidades demográficas o climáticas, como ocurre en Europa cuando se habla de los países nórdicos. Miller llega una y otra vez a la misma conclusión: que las mascarillas no han influido de manera significativa en la evolución de la epidemia. Destaca el caso de California y de Los Ángeles, cuyas cifras son mucho peores que las de otros distritos donde las mascarillas nunca fueron obligatorias. En el capítulo dedicado a Europa no se dice nada de España, pero cualquiera puede hacer las comparaciones por su cuenta, con datos públicos como los que recopila la web Our World in Data.

Es cierto que estas comparaciones tienden a ser simplistas, porque el efecto de una medida puede verse ofuscado por el de las otras. Aun así, los gobiernos se han servido de ellas reiteradamente a la hora de defender sus actuaciones, por lo que es legítimo que los ciudadanos también las hagamos. Y es que un gran sacrificio requiere de una gran justificación.

No es mi intención analizar a fondo la eficacia de la mascarilla, pero no importa; basta con que haya dudas razonables. En todo caso, conste que no pretendo negar la eficacia teórica de las mascarillas, es decir, su capacidad filtrante, pero sí cuestionar el uso generalizado en circunstancias reales. Todo apunta, de hecho, a que los expertos no se equivocaban en la primavera de 2020: el uso universal de la mascarilla no estaba justificado.

Principios y protocolos

Uno de los principios éticos que deben guiar las intervenciones gubernativas contra las epidemias, tal como indica la OMS, es el de utilidad; para determinar si una intervención es útil, los responsables políticos deben fundamentar sus decisiones en los datos científicos sobre beneficios y riesgos. Los datos sobre beneficios no eran suficientes; no lo eran en 2020 y parece que siguen sin serlo ahora. Por lo que respecta a los efectos negativos, estos han sido menospreciados; la mascarilla no es inocua, es una medida gravosa y tiene consecuencias psíquicas importantes, sobre las cuales han hablado, por ejemplo, la psicoterapeuta Susana Volosín o el filósofo Franco Berardi.

Por lo que respecta a los efectos negativos, estos han sido menospreciados; la mascarilla no es inocua, es una medida gravosa y tiene consecuencias psíquicas importantes

Otro de los principios es el de respeto por las personas. Aquí cabe incluir la necesidad de tratar a los ciudadanos como adultos, capaces de tomar decisiones respecto a su propia salud y su bienestar. Es un principio ligado a las nociones de dignidad y autonomía, elementales en una sociedad que se dice democrática. La mascarilla obligatoria en todos lados, así, sería no sólo una medida desproporcionada y poco fundamentada, sino eminentemente paternalista.

Paradójicamente, el paternalismo ha ido acompañado de un vuelco de responsabilidades sobre la ciudadanía, fomentando el señalamiento y la culpabilización. Los medios han sido cómplices de estas ideas, con su alarmismo constante sobre fiestas ilegales, botellones, reuniones, etc., siempre con la coletilla del escándalo: «sin mascarillas ni distancia de seguridad». Con toda franqueza, pretender que un grupo de adolescentes —después de desafiar los controles policiales vigentes durante el toque de queda— acabasen pasando la noche enmascarados y sin rozarse, en escrupulosa obediencia de las normas sanitarias, era pura ilusión.

Contra este discurso de la culpa se ha manifestado la Sociedad Española de Medicina de Familia y Comunitaria (SemFyC): “Contagiarse o contagiar un virus respiratorio no es culpa de nadie. Si los casos suben, no es porque “nos hayamos relajado” o porque “nos portemos mal”. Como se ha visto, la dinámica de una epidemia es mucho más compleja y en ella influyen multitud de factores […]”.

Queda por comentar la cuestión del protocolo higiénico. Al principio se hizo hincapié en que la mascarilla sólo era eficaz en unas condiciones muy precisas: lavarse las manos a conciencia antes de ponérsela y después de quitársela; ajustarla bien a la cara, de forma que cubra toda la boca y toda la nariz; no tocarla ni bajársela en ningún caso, así que nada de un traguito de agua o un cigarrillo; lavarla a diario o cambiarla cada cuatro horas si es de tipo quirúrgico. Qué rápido se olvidó todo aquello.

En definitiva, sin eficacia demostrada, hemos montado un verdadero teatro de la profilaxis, con una fuerte carga simbólica de corrección cívica pero poco fundamento científico.

En definitiva, sin eficacia demostrada, hemos montado un verdadero teatro de la profilaxis, con una fuerte carga simbólica de corrección cívica pero poco fundamento científico. Este teatro se caracteriza por una serie de ritos, algunos de los cuales rozan la humillación. Ocurre por ejemplo en los restaurantes: debemos colocarnos la mascarilla para cruzar la puerta, bajo el escrutinio atento del empleado de turno, pero nos la quitamos luego en la mesa, donde pasaremos varias horas respirando el mismo aire que nuestros comensales y los demás clientes; luego, de nuevo nos tenemos que enmascarar, no sea que nos riñan, para recorrer unos metros hasta el baño o salir a fumar.

Los rituales, además de ridículos, pueden ser dañinos: en los gimnasios todavía hoy es obligatorio llevar la mascarilla bien ceñida incluso en actividades aeróbicas, en contra de lo que dice la OMS. Y aún peor, pueden ser innecesariamente crueles: en octubre de 2021, leíamos un reportaje sobre las mujeres a las que se obligaba a parir con la mascarilla puesta, aun con una PCR negativa.

Es hora de quitarse la máscara

Giorgio Agamben ha dicho que un país que decide renunciar a su propio rostro es un país que ha borrado de sí toda dimensión política.

Como ciudadanos adultos y racionales, no es tolerable que nos traten como si fuésemos menores o incompetentes, sometiéndonos a actitudes paternalistas y rituales simbólicos. Si estos sacrificios no están avalados por unos datos sólidos, que demuestren sin lugar a dudas que sirven para salvar vidas, su justificación se desvanece y debemos exigir que se retiren ya mismo. En este sentido, la SemFyC hacía un llamamiento a eliminar la mascarilla “cuanto antes” en el citado editorial de enero, hace casi tres meses.

La obligación será levantada. Pero, por lo pronto, ya hay quien vaticina que las mascarillas formarán parte de nuestra cotidianeidad, con invocaciones espurias al civismo de los japoneses o a la ausencia de la gripe en los últimos dos años. Además, por descontado habrá más pandemias.

Si nos hemos equivocado, reconozcámoslo; es así como funciona la ciencia. Con miras a esos previsibles futuros, debemos exigir a las autoridades que hagan un ejercicio de humildad, que depongan el triunfalismo y que examinen con sinceridad el resultado de sus acciones, no sólo de las mascarillas sino de todas las medidas coercitivas que se han adoptado en la pandemia de covid. Debemos exigir que no vuelvan a cruzarse más líneas rojas de la ética en nombre de la precaución y del valor supremo de la seguridad.

Es hora de desenmascararnos, en todos los sentidos.

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