Coches
Una vieja historia de coches
Creación futurista sobre el absurdo del uso excesivo de los coches y demás transportes rodados que, sin medir las consecuencias, hacemos en nuestra sociedad.

—¡Venga abuelo, cuenta una historia de la época de las gilipolleces!!
—Sí, bonica, en nuestra época, nos pasábamos la vida encerrados en nuestra casa o en el trabajo, muchas veces sin ver a nadie en días. La libertad estaba muy de moda pero luego ni la olíamos, de casa al trabajo y del trabajo a casa, nos decíamos. Nuestras plantas las criábamos con veneno y todo se podía comprar (si tenías mucho dinero), tus órganos, un árbol o un río, normalmente sin preguntarte a ti, al árbol o al río. La mitad de la población comía de más y la otra se moría de hambre. La gente sabía más de personas que no conocían, pero que salían por la tele, que de sus propios hermanos y amigos. Vivíamos lejos de personas a las que queríamos y cerca de otras que nos caían mal. Arruinamos nuestras vidas y las suyas, por hacer viajes estresantes y comprar cosas que no necesitamos…
—No, no, lo de las máquinas, lo de las máquinas de ir lejos que echaban humo.
—Aaaah, deja que recuerde, eso era antes del colapso, sí, vamos a ver. Cuando salías a la calle, si no tenías cuidado, podías morir aplastado. No podíamos correr ni jugar donde quisiésemos, si lo hacías, un enjambre de máquinas de hierro, de una tonelada, utilizadas para ir a comprar el tabaco o pasear sin mojarnos los días de lluvia, caían sobre quien por ignorancia o despiste desoyese las normas de circulación. Andar por la calle era como andar siempre al borde de un precipicio.
—¡Ja! ¡Qué tontos no? ¿Cómo vivir con los leones?
—Sí, bueno, no, eeeeh no lo entiendes, las máquinas eran muy importantes, se utilizaban incluso para mantener relaciones sexuales en su interior, era lo más importante de las vacaciones y gran parte de nuestro ocio estaba ocupado en la conducción y el cuidado de estos artilugios. Yendo de un lado para otro, o permaneciendo quieto, rodeado de otras máquinas humeantes, en una fiesta hecha para por y para ellas llamada atasco.
Tanto deseábamos encerrarnos en ellos para oír música y poder pasarnos el fin de semana limpiándolo, que gran parte de nuestro tiempo lo empleábamos en trabajar para hacernos con uno y luego para "mantenerlo". Eran máquinas que se estropeaban constantemente, tanto si se utilizaban como si no, y solo unos pocos tenían los conocimientos y las herramientas necesarias para repararlas. La mayoría gastábamos lo que teníamos y lo que no teníamos, a cambio de unas pocas horas al mes subido en una de estas máquinas, sin tener en cuenta las necesidades futuras ni la naturaleza cambiante de nuestra existencia.
—Cuenta lo de las muertes, ¿fue por eso por lo que los dejaron de hacer no?
—Ja, ja, no amiga, no eramos tan inteligentes. Verás, había diversas formas de morir relacionadas con las máquinas, aplastado, quemado, respirando su humo y partículas que dejaban en el aire, asfixiado o machacado por el airbag, por el cinturón de seguridad o por la ausencia de ambos. En España las máquinas acababan con tres personas al día, habiendo llegando a comerse a más de dieciséis al día durante varios años. A esto algunos políticos le llamaban libertad. Eran tiempos muy confusos.
Todos debíamos tener una. A las tiendas, la casa de los padres y los hospitales, solo se podía acceder si ibas al volante de una de estas máquinas, las cosas interesantes siempre estaban “en la otra punta de la ciudad”, además era de mal tono llegar caminando o en bicicleta, se consideraba una excentricidad. También nuestra comida era traída por máquinas. Cuanto menos espacio se dedicaba a los viandantes, más moderna era la ciudad, ponían anuncios espectaculares de gente atractiva, joven y/o famosa que las conducía. En ese momento nos parecían más importantes que las personas.
Muchas veces, ni siquiera era divertido, ni voluntario conducir una máquina, además estresaba estar dentro, te daba ganas de matar al resto del mundo, también estaban los dolores musculares, mareos, las peleas con la familia, etc. Los debates sobre la autoría de las ventosidades y los viajes a la playa con el clásico eran lo más divertido de ir dentro de una máquina a un sitio lejano.
Ni cuando empezó a saberse que se acababa el petróleo las prohibimos, la mayoría de los debates se centraban en si era posible seguir teniendo máquinas, pasando a un segundo plano asuntos como la comida. Al pasar el tiempo, empezamos a darnos cuenta de que las máquinas del futuro, también llamados “coches eléctricos”, solo iban a ser para unos pocos, y que la comida era más importante. Pero ya era tarde. No sería la única estupidez que cometeríamos en esa época.
Poco a poco, las máquinas se pararon, cada vez se notaba más su inmovilidad, su silencio, su vacío en las enormes avenidas y carreteras. Estaban en todas partes, y ahí seguían, su número contrastaba con su silencio. Mucha gente los echó de menos, sobre todo al principio. Sobre todo cuando empezó a faltar la comida que nos traían de lugares lejanos.
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