Sara Escribano (Granada, 1989) escribe y traduce sobre procomún, feminismo interseccional y colaboración radical en Guerrilla Translation/Guerrilla Media Collective y es miembro de DisCO.coop.
“En una sociedad en la que la tecnología está al servicio de unos intereses de clase, es comprensible que los no beneficiarios contemplen el progreso tecnológico con cierto recelo. En vez de centrarse en su manipulación clasista, auténtica razón por la que la ciencia y la tecnología puedan constituir una amenaza, este temor, al que cabe llamar tecnofobia, presenta dos aspectos principales: por una parte el miedo al poder destructivo y avasallador de ciertos logros tecnológicos; por otra, el temor de que la máquina desplace al ser humano como productor, cosa que en una sociedad equitativa y racional debería contemplarse como una gozosa liberación, pero que en la nuestra, basada en la explotación y la competencia, supone una constante amenaza para los trabajadores”.
Stanislav Lem, Ciberíada.La tecnología no es en absoluto neutral, siempre refleja los ideales de aquellos que la financian.
De entre todas las esferas de la vida, el procomún ha tenido especial relevancia y repercusión en el ámbito digital. Es precisamente en Internet donde los comunes se han convertido en una fuerza económica sumamente independiente y poderosa. Antes del desarrollo de las tecnologías digitales, los comunes figuraban en el imaginario popular como una mera anécdota de la historia medieval o como un remanso de aguas estancadas dentro de la investigación de las ciencias sociales. Pero el desarrollo de las dichas tecnologías ha traído consigo un resurgimiento de los comunes como sistema alternativo a la dominancia corporativa.
La llegada de Internet convocó a un enjambre caleidoscópico de comuneros que, oprimidos por las leyes del copyright pero empoderados por las tecnologías digitales, empezaron a concebir una sociedad más abierta y democrática. Los comunes digitales permiten a cualquiera copiar y compartir contenido, y hacen posible la colaboración y organización remota de comunidades que han resultado ser extraordinariamente resilientes. Internet nos permite descentralizar el poder y democratizar la creatividad a escala global.
Para practicar el procomún online solamente necesitas una plataforma de software compartida y un ordenador con acceso a Internet. Un grupo de personas puede crear y compartir su propio contenido, desafiando la centralización y el control de los grandes medios de comunicación.
Así comenzaron a proliferar las redes sociales, la Wikipedia y la blogosfera, el primer medio de comunicación distribuido. Los blogs son espacios de libertad frente al cercamiento de las plataformas corporativas de redes sociales y frente a los muros de pago de los medios de prensa. La proliferación de bibliotecas, jardines digitales y recursos educativos abiertos (OER) permiten a los usuarios aprender y crecer a través de la participación y el intercambio. El saber también es un recurso común que se archiva en repositorios gigantescos con el objetivo de crear un corpus de conocimiento que perdure durante generaciones.
La capacidad sin precedentes de Internet para compartir y promover la cooperación social lo convierten en el caldo de cultivo idóneo para gestar nuevas formas de producción creativa que no se basan en el mercado ni están controladas por el Estado. La primera y más impresionante ola de revelaciones sobre los comunes digitales llegó con el software libre o de código abierto, un software accesible, participativo, responsable y transparente. Está diseñado de manera que cualquier usuario puede examinar, toquetear, mejorar y compartir libremente el código sin infringir los derechos de autor de los creadores. Los principios del código abierto también han inspirado al movimiento de diseño abierto, el cual nos invita a diseñar maquinaria agrícola, muebles, componentes de ordenadores e incluso automóviles.
Y es que, a diferencia de otros modelos de gestión de recursos, la filosofía del procomún considera que cuanto más gente participe y se beneficie del recurso, mayor es su valor.
En el famoso ensayo La catedral y el bazar, el hacktivista Eric S. Raymond trazaba una evocadora analogía a fin de comparar el software de código abierto (“el bazar”, cuyo máximo exponente es el sistema operativo GNU/Linux) y el software propietario (representado por el código hermético y jerarquía vertical de la catedral):
“El estilo de desarrollo de Linus Torvalds no tenía nada que ver con la silenciosa y reverente construcción de una catedral; al contrario, la comunidad Linux se parecía más a un gran bazar bullicioso donde se mezclan distintas necesidades y enfoques (tal y como se refleja en los depósitos de software Linux, que admitían contribuciones de cualquiera). El hecho de que este “estilo bazar” funcionase, y que funcionase tan bien, me parecía milagroso. Mientras lo iba aprendiendo, me esforcé por comprender cómo era posible que el mundo Linux no solo no se desmoronase en medio de una colosal confusión, sino que además parecía ir de logro en logro a una velocidad difícil de imaginar para los constructores de catedrales”.
Como ya hemos comprobado varias veces a lo largo y ancho del ciberespacio y de la vida cotidiana, la colaboración y la cooperación albergan un increíble potencial que deja en evidencia a los sistemas privados y propietarios regidos por la lógica de mercado.

Obviamente, nada de esto sería posible sin las licencias Creative Commons, que permiten invertir las reglas del juego del copyright para compartir las obras legalmente. Estas licencias permiten a los creadores desarrollar comunes con contenido compartible y justificar los límites legales de la apropiación privada o comercialización de sus contenidos. En Guerrilla Translation, por ejemplo, utilizamos una licencia más explícitamente anticapitalista: la Licencia de Producción de Pares. Resulta, cuanto menos, surrealista que los derechos de propiedad se apliquen a todo por defecto y que haya que ingeniárselas para poder sortear la lógica del copyright y compartir nuestras propias obras.
Sin embargo, oscuras nubes se ciernen sobre nuestros derechos y libertades digitales (como las intenciones de Donald Trump de acabar con la llamada neutralidad de la red o los despliegues de las corporaciones tecnológicas para hacerse con el control de Internet mediante kilométricos cables submarinos, por mencionar un par). En estos tiempos de crisis y confusión mundial, me gustaría concluir con un extracto de la Declaración de Independencia del Ciberespacio:
“En nuestro mundo, sea lo que sea lo que la mente humana pueda crear puede ser reproducido y distribuido infinitamente sin ningún coste. El trasvase global de pensamiento ya no necesita ser realizado por vuestras fábricas. Estas medidas cada vez más hostiles y colonialistas nos colocan en la misma situación en la que estuvieron aquellos amantes de la libertad y la autodeterminación que tuvieron que luchar contra la autoridad de un poder lejano e ignorante. Debemos declarar nuestros “yo” virtuales inmunes a vuestra soberanía, aunque continuemos consintiendo vuestro poder sobre nuestros cuerpos. Nos extenderemos a través del planeta para que nadie pueda encarcelar nuestros pensamientos. Crearemos una civilización de la Mente en el Ciberespacio. Que sea más humana y hermosa que el mundo que vuestros gobiernos han creado antes”.
Tal y como demostró el sistema operativo GNU/Linux, los valores creados socialmente compiten y le ponen las cosas muy difíciles al mercado y al corporativismo tecnológico. A través de comunes digitales abiertos, cualquiera puede acceder al conocimiento, experimentar, acelerar la innovación e incubar nuevas formas de organizarse. Por eso, aficionados, rebeldes, artistas, ciudadanos y emprendedores sin titulaciones académicas, poder adquisitivo o afiliación institucional, se embarcan en proyectos que, de un modo u otro, contribuyen a un nuevo orden cultural y comercial. Una revolución en pos de un pluriverso de cultura abierta, códigos libres, sistemas colaborativos y democráticos encabezada por gente de a pie, gente como tú y como yo.
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