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Tecnopolítica
Tecnobionte
Tecnobionte. Creé este concepto a partir del “holobionte”, acuñado por Donna J. Haraway (Seguir con el problema. Generar parentesco en el Chthuluceno, 2019). Para Haraway, un holobionte es un organismo compuesto por un ser vivo y el resto de seres vivos -bacterias, microorganismos…-, que viven con éste.
El tecnobionte supone un desafío para la investigación en tecnopolítica, centrada hasta ahora en los sujetos activistas y el análisis de los medios
A partir de ahí, y a tenor de los tiempos que corren, un tecnobionte sería, a mi modo de ver, el organismo compuesto por un ser vivo y el conjunto de “organismos electrónicos”, aparatos, gadgets y cacharros tecnológicos conectados entre sí y a Internet -la llamada Internet de las cosas-, que viven con éste, así como las relaciones que mantienen, caracterizadas eminentemente por la vigilancia y el control del ser vivo: observándolo, vigilándolo y colonizándolo cotidianamente, extrayendo datos constantemente para transformarlos en plusvalía.
El tecnobionte disuelve la entidad de los sujetos sociales contemporáneos en procesos, para cuya comprensión resulta estratégico el análisis de la información, ya que esta es constitutiva de los mismos. El tecnobionte supone, pues, un desafío para la investigación en tecnopolítica, centrada hasta ahora en los sujetos activistas y el análisis de los medios. Menos se ha ocupado esa investigación de los modos de producción tecnoactivista, desde una perspectiva instituyente, así como de las toscas apropiaciones instituidas, en la esfera corporativa, por la clase a la que McEnzie Wark denomina “vectorialista” (El capitalismo ha muerto. El triunfo de la clase vectorialista, 2020).
El “Capitaloceno” es la era geológica condicionada por la extracción salvaje y por sus consecuencias en relación a la transformación del mundo y sobre nuestro porvenir. La aceleración de estos procesos, provocada por la digitalización de la vida cotidiana, incide en el surgimiento de procesos de apropiación y transformación de la vida, radicalmente nuevos. Aunque se nos quiera contar que el capitalismo digital de nuevo cuño se ha independizado y es autónomo del viejo capitalismo extractivo, la estrecha imbricación entre uno y otro ha vuelto a quedar de manifiesto en las tímidas y tibias medidas adoptadas en la reciente cumbre del clima, como señal inequívoca de esta dependencia.
Bolos. En el último libro de Eric Klinenberg (Palacios de invierno. Políticas para una sociedad más igualitaria, 2021), se cuenta una historia acerca de un campeonato de bolos virtual, organizado por las bibliotecas de los diferentes distritos de la ciudad de Nueva York. Deudo del clásico de Robert Putnam, Sólo en la bolera, de finales de los noventa, Klinenberg es el autor del sintagma infraestructura social, de la que Internet es fundamental en palabras del autor. Vivimos un tiempo en el que la lógica neoliberal se apropia de las infraestructuras sociales integradoras en el ámbito comunitario, algo especialmente duro para los jóvenes, sobre todo porque la infraestructura social actúa como barrera protectora de la democracia y motor del crecimiento económico.
Internet es un mercado corporativo, en el que unos agentes se disputan nuestra atención con mecanismos de vigilancia y control que harían palidecer a la policía política de cualquier régimen totalitario
A diferencia del capital social y la infraestructura material, el libro dedica especial énfasis a las bibliotecas públicas locales y a su papel como elementos integradores y cohesivos de la comunidad. La infraestructura social es el parapeto ante la soledad y atomización generadas por la digitalización de los comportamientos y las relaciones en el mundo del capitalismo cognitivo o del poscapitalismo vectorialista, que diría Wark.
El problema radica en que Internet no es una infraestructura social pública, sino un mercado corporativo, en el que unos cuantos agentes, con cada vez más poder, se disputan nuestra atención con mecanismos de vigilancia y control que harían palidecer a la policía política de cualquier régimen totalitario, como bien ha demostrado Shoshana Zuboff (La era del capitalismo de vigilancia. La lucha por un futuro humano frente a las nuevas fronteras de poder, 2018).
Pensando en la llamada economía de bolos digital (gig, por “bolos” como espectáculos musicales, aunque no funcione el juego de palabras en inglés), la infraestructura social es el sustento de lo que llamo una democracia basada en lo común, pero ambas dimensiones deben retroalimentarse. De nada sirven infraestructuras sociales regidas por una lógica mercantil neoliberal, que las transforma en contenedores-marca, eficientes en la competición mercantil entre territorios locales, como ya vemos en lo que denomino ciudades-mercancía.
Y, si bien Internet es una infraestructura social fundamental hoy día; paradójicamente, las redes sociales se sitúan en el centro de la controversia del debate acerca del futuro de la democracia.
Privacidad. Hablar de privacidad en este contexto es hablar de poder. Como expone Carissa Vélez en el reciente Privacidad es poder. Datos, vigilancia y libertad en la era digital (2020). La profesora de la facultad de Filosofía y el Instituto para la Ética en Inteligencia Artificial de la Universidad de Oxford defiende, entre otros postulados en torno a nuestros datos (rastrear y borrar, pensar la vigilancia, financiar la privacidad y la regulación o la actualización de las leyes antimonopolio), la creación de una diplomacia de los datos. Estos, dice, rara vez respetan las fronteras, curiosamente en un mundo en el que crecen muros, concertinas y alambradas por doquier, y en el que millones de personas se agolpan en estas, con la esperanza de cruzar a un otro lado que no se percibe ya como tierra prometida, sino simplemente como una posibilidad para escapar de una muerte segura, huyendo de la violencia estructural generada por el capitalismo, ya sea en forma de guerras, calamidades ambientales o violencia política.