24 abr 2019 15:49

Estos días, tras el reciente incendio en la catedral de Notre Dame, hemos recibido en la redacción de El Sobresalto una carta de un cura de la provincia de Soria que andaba aquel día por París. Y es que el incendio abre un camino. No se trata aquí de ponernos a hablar sobre la arquitectónica de la catedral o sobre su belleza, sino más bien comprender su uso. La catedral ha sido convertida en un lugar vacío, en donde el tránsito del turismo ha gobernado sobre cualquier otra forma del lugar. El incendio llevaba encendido ya muchos años, tras todo un proceso de gentrificación general de la ciudad de París. Preguntad, progres que lloráis al fuego, si los jóvenes de la periferia de más allá de Saint Denis han estado alguna vez en esa catedral, y si en el caso de haber estado no han tenido problemas con el despliegue militar y policial racista que lleva años tomando el centro de la capital francesa. Tampoco es de extrañar que no han pasado ni 24h para que todo el capital financiero y las multinacionales ofreciesen su dinero para la reconstrucción de la catedral. El turismo pesa, también para empresarios y multis. Poético nos parece que arda la catedral a la vez que los chalecos amarillos llevan meses incendiando Francia. Más preocupante es que se haya caído el reloj (a los zapatistas les haría gracia esto) y haya permanecido la estructura.

Dicho esto, os dejamos con la carta de este insólito devoto, escrita el día después del incendio de la catedral:

“Hermanos y hermanas,

Ayer Notre Dame de París ardió. En su tiempo, Cristo nos dio ejemplo sacando a los mercaderes del templo. Todos los verdaderos cristianos deben hoy expulsar a los mercaderes de templos del templo de su corazón. De lo contrario, sucumbirán a las obscenas maniobras de especuladores de todo tipo, políticos, defraudadores fiscales, beatas, incultos en busca de raíces, o grupos contaminadores, ansiosos por sacar tajada. Algo que los chalecos amarillos han comprendido bien y han obrado en consecuencia: que no merece la pena pasar ni un día más vendiendo nuestra alma al diablo a cambio de unas monedas, resignándonos ante el Anticristo del que está escrito que se sentará en el trono del Rey, llámese Macron, dinero o ganarse la vida. Recordemos esta verdad a las manos que solo se vuelven generosas por la gloria que obtienen: "No podéis servir a Dios y al dinero" (Mt 6:24).

Nuestro mundo padece un mal y un orgullo inextirpable: no dejar que nada muera, que nada cambie

Qué contraste entre este oscuro tejemaneje y el espectáculo solemne que las calles de París ofrecían ayer por la tarde: la antigua pasión de fuego nos reunía y un silencio despiadado planeaba por toda la ciudad, un silencio ardiente, un silencio que ningún ceremonial pomposo, ningún ricachón ni ninguna donación desgravada comprará jamás. Hemos vivido la grandeza de un pedazo de tiempo puro y nadie, por poco que participase en esta comunión, hasta el más indecente que se hacía un selfie, puede salir absolutamente indemne.

Sin embargo, hermanos y hermanas, os digo: es menos urgente reconstruir la catedral de piedra que salvar la catedral del corazón. Me sorprende comprobar que los mismos sinvergüenzas que se quitan de encima a sus prójimos repitiéndoles hasta la saciedad que no tienen ni un céntimo que darles, dejen correr montones de dinero cuando se trata de la imagen de una capital poblada de egoísmo, avaricia, apartamentos vacíos, caza a los pobres y a los extranjeros, y entretenimiento frívolo. Me asombra también este activismo desenfrenado que les ha poseído, pasada la noticia, allí donde el Rey David habría ocultado durante semanas su rostro ceniciento o el Emperador de China sería obligado a tres días de baños de agua sagrada. ¿Acaso no necesitan quienes nos gobiernan una mano negra que les golpee? ¿Son tan orgullosos que no ven ni en la catástrofe más inesperada la figura de un presagio?

La verdad, hermanos y hermanas, es que el Reino de los cielos está más cerca de los habitantes desalojados de la ZAD de Notre-Dame-des-Landes que de los turistas que se amontonan alrededor del atrio en Notre-Dame-de-Paris. Para decirlo sin rodeos: la misma constructora VINCI que planeaba construir el mayor aeropuerto de Francia a costa de devastar un boscaje de 1600 hectáreas y que se encontró con la resistencia insobornable de los zadistas, ahora se lanza desesperada a salvar una catedral que ya no es más que su imagen. Mientras Cristo, del lado de la ZAD de Notre-Dame-des-Landes, trajo la espada y alzó a los hijos contra el padre, nosotros todavía compartimos la misma sensibilidad y las mismas lágrimas de quienes nos joden la vida y no conciben nada más deseable que hacer un buen negocio. Nuestro mundo padece un mal y un orgullo inextirpable: no dejar que nada muera, que nada cambie. Es esto lo que nos aterra en la visión de la legendaria catedral en llamas: que algo pueda ocurrir a pesar de toda programación, que no haya nada de lo que consideramos eterno en esta tierra que no pueda arder. La historia tiene para nosotros el ritmo de la renovación, pero los parches que se suceden uno detrás de otro no tienen más sentido que el de paralizar el verdadero movimiento, impedir toda dosis excesiva de verdad y toda conversión. Victor Hugo decía que si el arte de las catedrales estaba olvidado, el academicismo lo había matado. Sin embargo, el peligro que nos acecha hoy no es ya el de los pedantes aficionados al latín o al griego. Es mucho más grave y más acuciante. Tiene a su servicio un ejército de técnicos de sonido y de camarógrafos, desata flashes a raudales y las sirenas de los convoyes especiales, reúne a los poderosos, a los ricos y a los maestros del espectáculo en una lúgubre conspiración. Me refiero a la obsesiva pulsión por conservar que congela las almas, estupefactas por la evidencia deslumbrante de la catástrofe. En suma, da igual lo que pueda pasar, ¡el triunfo del siniestro Viollet-le-Duc, restaurador de la catedral en el siglo XIX y maestro de arquitectura de poca monta, debe ser eterno!

Hermanos y hermanas, lo que la catedral de París encarna verdaderamente para nosotros, y que ayer por fin nos fue devuelto, es la posibilidad de pensar y habitar el mundo, una posibilidad de la cual quienes nos gobiernan están del todo desprovistos. Ayer, la catedral dejó de ser para nosotros esta vaga masa arquitectónica que asoma a veces desde la esquina de las calles, esta enésima antigualla museificada inscrita en el "patrimonio de la humanidad" que solo se visita a través del móvil. Si los corazones de todos los parisinos se estremecieron con el espectáculo del incendio, no es por contemplar impotentes la desaparición de una joya del turismo francés, sino por no haber jamás habitado ni vivido con la catedral que rozan todos los días. Cada corazón murmuraba: «¡Vaya! Ahora se nos arrebata este edificio majestuoso, esta casa abandonada de Dios, esta herencia de siglos librada a la explotación más rastrera de saqueadores endomingados, antes incluso de que hubiera podido pertenecernos, antes siquiera de que le hubiéramos prestado atención, ¡antes aún de que hubiéramos podido usarla!». Aquello de lo que habíamos sido privados, presa de las llamas, volvía a ser común, objeto de una común sensibilidad y una común cólera.

Mientras recorría las calles del distrito Huchette, las vastas aceras del puente Tournelle, serpenteaba entre la multitud detenida por el brillo de las llamas. Oí a una voz exclamar: «es bello». Y a otro: «me encantaría que no la reconstruyeran jamás». No estoy lejos de darles razón. El corazón tiene a veces necesidad de encontrar la dureza de un desierto. ¿Este edificio no estaría más vivo que nunca viendo a la madera incendiada de su crucero servir de abono al brote de las madreselvas, a la isla de Saint-Louis vivir un poco menos al ritmo de los turistas, a los seres reunirse de verdad en la plaza para hablar de su condición, mientras los corazones secos de los soldados de Infantería de la misión Sentinelle [1] se alejasen un poco? ¿No recobrarían, entonces, estos lugares algo de sagrado? Notre Dame, al fin arrebatada de sus profanadores por el fuego, podría entonces regresar al pueblo, que podría usarlo para alojar a los pobres y a los exiliados, cuidar a los enfermos y a los desgraciados, servir a las sanas revueltas y a los dignos furores, en fin, para reestablecer la justicia divina en este mundo.

Vuelvo a Soria con esta verdad, esto y nada más: no hay fe sin conflicto. Nunca liberaremos nuestro espíritu sin liberar nuestros cuerpos.

Las ruinas de la catedral, devueltas al uso popular, nos recordaría que las cosas pasan, explicaría a los poderosos que su reino, por impotente y ridículo que sea, está tocando su fin, y que su mundo terminará en una conflagración sin gritos ni gemidos, en un desvanecimiento que alegrará los corazones como una hoguera.Si la catedral nos conmueve, mis hermanos y hermanas, es también porque nos recuerda que pensar, vivir y hacer no han sido jamás cosas distintas, que hubo un tiempo en que las ruinas que se producían no eran parkings subterráneos, latas de aluminio milenarias o túneles metropolitanos. La catedral no pide una titánica salvación patrimonial destinada a introducir de nuevo a los mercaderes en el templo, sino que testimonia la urgencia de reaprender a pensar y a vivir por nuestros propios medios, a abandonar la prisión de información y de imágenes que nos separan y de encontrar la potencia expresiva de una vida comunal, terrenal y duradera.

Lo terrible no es tanto el incendio de Notre Dame sino nuestra tibia incapacidad para arder por una certeza que ponga en juego nuestra vida. Vuelvo a Soria con esta verdad, esto y nada más: no hay fe sin conflicto. Nunca liberaremos nuestro espíritu sin liberar nuestros cuerpos. Y si no lo hacemos, no sabremos qué hacer con ellos. Son tiempos en los que la miseria existencial y la cárcel no son cosas tan distintas, en los que el infierno no se distingue de la historia de bribones que es la vida de todos los días.

El Reino de Dios no está por venir, ni mañana ni dentro de tres mil años. Está ya aquí, entre nosotros, en una relación sin rodeos con nosotros mismos y con el mundo, en la catedral de nuestros corazones y no en los templos metropolitanos, cuando estamos de rodillas tan solo ante Dios y de pie ante el mundo.”

Un cura de Soria. Escrito en la madrugada del 16 de Abril, en París.

[1] La operación Sentinelle es un dispositivo militar compuesto por 10 000 militares creado con el pretexto de los atentados terroristas de enero de 2015 y fue movilizado el 23 de marzo para proteger los edificios gubernamentales y servir de apoyo a la policía contra el Acto XIX de los chalecos amarillos.

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