Opinión
Puertas giratorias, saqueo del Estado y la culpabilización cínica al ciudadano
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Cristóbal Montoro es el último símbolo de un sistema político arruinado por la corrupción. Un juez ha imputado al exministro de Hacienda del PP por crear una “red de influencias” para favorecer a empresas gasistas. Es el síntoma putrefacto de un sistema enfermo, la manifestación más reciente de un patrón profundamente arraigado en la estructura de poder española.
Este caso es apenas el último eslabón en la larga cadena de la Segunda Restauración Borbónica, iniciada tras la Transición, donde el turnismo amable entre PP y PSOE ha servido, especialmente bajo gobiernos populares, como un sofisticado telón de humo para un fraude de dimensiones históricas: la sistemática legislación y actuación en favor del poder económico dominante, todo ello amparado por un entramado institucional corrupto hasta la médula.
Como documenta magistralmente Paul Preston en Un pueblo traicionado: España de 1874 a nuestros días. Corrupción, incompetencia política y división social, la sombra de la Primera Restauración (1874-1931) con su turno pacífico entre conservadores y liberales, planea ominosamente sobre la España contemporánea. Aquel sistema, diseñado por Cánovas del Castillo, garantizaba la alternancia en el poder de dos partidos dinásticos mientras blindaba los privilegios de la oligarquía terrateniente, industrial y financiera, utilizando la corrupción electoral (el caciquismo) y administrativa como lubricante esencial. Preston desgrana cómo ese régimen, pese a su aparente estabilidad, traicionó sistemáticamente los intereses del pueblo español, alimentando la desigualdad, la incompetencia y la división social que finalmente desembocaron en la tragedia de 1936.
La Segunda Restauración, iniciada en 1978, repite el guion con una sibilina modernización: el turnismo es más pluralista en apariencia (incluyendo al PSOE), pero su núcleo duro, especialmente visible bajo los gobiernos del PP – partido que ha hecho de la defensa de los intereses más reaccionarios del capital su seña de identidad –, sigue siendo la protección y el enriquecimiento de ciertas élites económicas. El fraude no es solo económico, es democrático: se ha vaciado de contenido la soberanía popular, secuestrada por una oligarquía que legisla a su medida.
Madrid: nido del poder oligárquico
Este poder corrupto no flota en el éter; tiene un epicentro geográfico y simbólico: Madrid. La capital no es solo la sede administrativa del Estado; es el nido histórico y actual de la corrupción sistémica, el crisol donde se funden el poder político, el económico y el influjo residual de la Corona. Madrid funciona como el corazón de unTotalitarismo Invertido, un término acuñado por el que fuera profesor emérito de la Universidad de Princeton, Sheldon Wolin, para describir sistemas donde el poder corporativo y financiero domina y deforma la democracia desde dentro, sin necesidad de un líder autoritario visible, utilizando las propias instituciones formales.
En Madrid, este fenómeno adquiere una densidad única. Es aquí donde la trama del poder económico patrio teje sus redes más intrincadas con los despachos ministeriales. Es aquí donde las grandes constructoras, energéticas, financieras y medios de comunicación afines tienen sus cuarteles generales, orbitando alrededor del poder político y de la institución monárquica, históricamente un polo de atracción para el tráfico de influencias y el enriquecimiento ilícito (como la propia historia borbónica, analizada por Preston, demuestra). La capital concentra y magnifica el modelo: un centro de poder donde la democracia se reduce a un ritual vacío, mientras las decisiones reales se toman en salones privados, en beneficio de una minoría que ha convertido el Estado en su botín particular.
Puertas giratorias y poder económico: el cáncer corporativo
Y es aquí donde debemos ir más allá de la simple condena a los políticos corruptos. Como parafraseando a Franklin D. Roosevelt se podría decir: “Peor que la mafia es el poder del gobierno organizado al servicio de las grandes corporaciones”. El núcleo del cáncer español no son solo los Montoro aislados, sino ciertos sectores económicos y sus satélites que, de manera sistemática y perfectamente organizada, succionan las arcas públicas. Estos grupos practican un cinismo descarnado: exigen recortes sociales, desregulación laboral y privatizaciones, argumentando la insostenibilidad del Estado del Bienestar, mientras ellos mismos son los principales beneficiarios de un saqueo constante. ¿Cómo logran este dominio? El mecanismo clave es la teoría de las “puertas giratorias”, analizada con rigor en trabajos académicos como los de Jordi Capo o Sebastián Royo, y expuesta descarnadamente por Andrés Villena en Las redes de poder en España: Élites e intereses contra la democracia (Roca Editorial, 2019).
Este fenómeno consiste en el tránsito fluido de altos cargos públicos (ministros, secretarios de estado, directores generales, reguladores) a consejos de administración y puestos ejecutivos en las mismas empresas que antes debían regular o con las que negociaban contratos millonarios, y viceversa. Este intercambio no es inocente; es la colonización del Estado por el poder económico. El regulador no regula al futuro empleador; el legislador no legisla contra los intereses de quienes le ofrecerán un lucrativo retiro. Las leyes “relevantes” – desde la energía hasta la banca, las telecomunicaciones o la contratación pública – son, en realidad, impuestas por el poder económico al legislador a través de este circuito corruptor. Estudios como los de OECD sobre captura regulatoria encuentran en España un campo abonado para esta práctica, que convierte la política económica en una herramienta de transferencia de riqueza pública a manos privadas. Villena desentraña estas redes, mostrando cómo una élite reducida y endogámica, con piezas intercambiables entre política y gran empresa, controla los resortes decisivos, vaciando la democracia de contenido real y perpetuando un sistema de privilegios.
Totalitarismo invertido y necesidad de un Roosevelt
Ante esta maquinaria perfectamente engrasada de expolio y dominación, las soluciones tibias o los parches institucionales son insuficientes. La magnitud del problema, la profundidad de la corrupción estructural y la captura del Estado por las élites económicas exige una respuesta de similar envergadura. Se necesita, parafraseando nuevamente la historia, un “Franklin D. Roosevelt español”. Pero no un simple reformista, sino un líder con la voluntad política férrea de echar a patadas a los usurpadores del Estado. El Roosevelt del New Deal no dudó en enfrentarse abiertamente al gobierno del poder económico de su época, a los monopolios financieros y corporativos que habían secuestrado la democracia americana. Implementó regulaciones estrictas, creó un estado social fuerte y utilizó el poder público para contrarrestar el poder desmesurado del capital.
En el contexto español y global actual, plagado de lo que Wolin diagnosticó como Totalitarismo Invertido, esta acción debe ser aún más radical. El Totalitarismo Invertido no anula las formas democráticas; las pervierte desde dentro, utilizando el aparato del Estado para servir exclusivamente a los intereses del capitalismo corporativo globalizado, erosionando los derechos y la participación ciudadana real. Frente a esta arquitectura sistémica de expolio y cinismo, se exige una respuesta contundente y multidimensional.
El Caso Montoro es solo la punta del iceberg de un sistema podrido, la manifestación actualizada del “turnismo” corrupto que Preston analizó en la historia profunda de España
Primero, una ruptura radical con el cáncer de las puertas giratorias mediante la prohibición vitalicia para altos cargos de trabajar en sectores regulados, acompañada de sanciones draconianas y auditorías independientes masivas que escruten décadas de contratos públicos opacos. Segundo, el desmantelamiento urgente de los oligopolios del Ibex35 mediante una política antimonopolio agresiva que fragmente su poder en sectores estratégicos – energía, banca, telecomunicaciones, infraestructuras – y recupere para lo público servicios esenciales privatizados bajo la sombra de la corrupción. Tercero, una reforma fiscal revolucionaria que aplaste la evasión de las grandes fortunas y corporaciones, erradique los paraísos fiscales encubiertos en nuestro sistema y grave con firmeza la riqueza extrema y los beneficios obscenos, destinando esos recursos robados a reconstruir y expandir el Estado del Bienestar que tanto vilipendian sus saqueadores. Cuarto, la democratización real de las instituciones: abolir las listas cerradas, implantar mecanismos de democracia directa vinculante, garantizar un control ciudadano férreo sobre los cargos públicos y forjar una justicia independiente del poder político-económico. Quinto, instaurar una nueva cultura política que rompa el cordón umbilical entre dinero y poder mediante la financiación pública íntegra de partidos y campañas, y una persecución implacable, sin impunidad, de toda forma de corrupción. Estas medidas no son meros ajustes; son los cimientos indispensables para enterrar el régimen corrupto de la Segunda Restauración y devolver el Estado a la ciudadanía.
El Caso Montoro es solo la punta del iceberg de un sistema podrido, la manifestación actualizada del “turnismo” corrupto que Preston analizó en la historia profunda de España. Madrid, como nido del poder, concentra y ejemplifica esta simbiosis malsana entre política y gran capital, operando bajo la lógica del Totalitarismo Invertido descrito por Wolin. Las grandes corporaciones del IBEX 35, a través del mecanismo de las puertas giratorias analizado por Villena y constatado en numerosos artículos académicos, son el verdadero poder tras el trono, chupando del Estado mientras claman contra el “gasto social”. Frente a esta maquinaria de fraude y expolio, solo una respuesta valiente, radicalmente democrática y decidida a enfrentar el poder económico ilegítimo, al estilo de un Roosevelt moderno, puede rescatar el Estado para el pueblo y acabar con esta interminable Restauración de los privilegios. La alternativa es la perpetuación de la traición, la desigualdad y la descomposición democrática. El tiempo de los parches ha terminado; es hora de la cirugía mayor.
Pero incluso más allá de la voracidad del poder económico y la venalidad de los políticos del turnismo, se alza una traición aún más insidiosa: la del alto funcionariado cómplice. Estos burócratas de élite, técnicamente capacitados y protegidos por la estabilidad del puesto, no fueron meros espectadores pasivos del saqueo de la Segunda Restauración. Por acción – diseñando pliegos a medida, interpretando normas con benevolencia fraudulenta hacia el gran capital, silenciando alertas – u omisión – cerrando los ojos a irregularidades flagrantes, archivando denuncias, paralizando inspecciones, negándose a ejercer el contrapeso que su posición y conocimiento les exigía – se convirtieron en los lubricantes esenciales de la maquinaria corrupta. Utilizaron su expertise, su acceso privilegiado a los entresijos del Estado y su aura de neutralidad técnica no para defender el interés público, sino para facilitar el expolio. Fueron los guardianes que abrieron las puertas a los ladrones, los juristas que hallaron los resquicios legales para el desfalco, los economistas que justificaron con jerga técnica los rescates y las privatizaciones fraudulentas. Su conchabeo consciente, su silencio cobarde o su activa colaboración con el poder económico y político corrupto, convirtieron la administración no en un baluarte de la legalidad y el servicio común, sino en un instrumento más del totalitarismo invertido. Sin su complicidad técnica y burocrática, el saqueo sistémico orquestado desde Madrid, las puertas giratorias documentadas por Villena y la culpabilización cínica al ciudadano por el “derroche” habrían sido imposibles de sostener.
Ellos, desde la sombra aparentemente gris de sus despachos, son corresponsables de haber pervertido el Estado desde dentro, demostrando que la traición más letal no siempre lleva corbata de político o traje de consejero delegado, sino a veces el discreto uniforme de quien tenía el deber de impedirlo y optó por servir a los amos del fraude.
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