Historia
Cuando la playa era la puerta al infierno
La novela de Daniel Blanco Parra, Los pecados de verano, y los documentos que saca del olvido, ofrecen un interesante retrato de la España de los años 50, que se abre al turismo a la vez que sufre una intensa campaña moralizadora por parte de las autoridades.

En noviembre de 1950, la ONU revoca el acuerdo de 1946 que instaba a la retirada de embajadores. Esta resolución, debida a los intereses geopolíticos de EE UU y que coloca al régimen franquista en el bloque occidental, es el primer paso de una década de cambios. El país está al borde del colapso y Franco ve la necesidad de salir de la política de aislamiento y de la autarquía económica que han mantenido a España al margen de la eclosión de vitalidad de la posguerra.
Mientras, a principios de los años 50, el racionamiento y las restricciones eléctricas continúan siendo el símbolo de las penurias cotidianas de la mayor parte de la población española, el resto de Europa está impregnada por el deseo de celebrar la vida y de divertirse. Es cuando empieza el boom del turismo, y Franco vislumbra el negocio. En 1950, el Instituto Nacional de Industria crea Atesa, la primera empresa pública del sector turístico.
Toda esa década está marcada por la intención de aprovechar la aceptación internacional del régimen para cambiar el rumbo de la política económica y, al mismo tiempo, por la preocupación de evitar los cambios que esta abertura pueda traer. En su discurso de fin de año, el mismo Franco lo deja claro: “El año 1950 significa, en nuestras relaciones exteriores, la solemne rectificación internacional del acuerdo de las Naciones Unidas, pero sin que ningún cambio sustancial de posiciones doctrinales se haya producido en nuestra Patria.”
A ese fin la Iglesia tendrá un papel determinante. La religión católica legitima internacionalmente al régimen –contra el peligro bolchevique y en sintonía con los gobiernos democristianos europeos– y al mismo tiempo “protege” a los españoles de las nuevas costumbres que traen los extranjeros.
Es este el marco histórico en el que Daniel Blanco coloca la historia de su novela Los pecados de verano (Ediciones B, 2015). Investigando sobre las costumbres de la época, Blanco se topa con algo sorprendente: el Primer Congreso Nacional de Moralidad en playas, piscinas y márgenes de ríos, convocado de urgencia por Franco y organizado en Valencia, en la primavera de 1951, por la Comisión Episcopal de moralidad y ortodoxia.En las costas, una nueva amenaza acechaba los “valores nacionales”. La dictadura intentó potenciar un turismo religioso asignando un presupuesto especial a la promoción del Camino de Santiago y de los museos apostólicos y monumentos religiosos, pero sirvió de poco: los extranjeros querían divertirse y seguían prefiriendo las playas.
Se trataba de “barrer la basura que importamos de otros pueblos de la Europa salvaje”, como declaraba, ya en el 41, el obispo de Pamplona
El hallazgo de la documentación del Congreso rescata del olvido una parcela de historia de aquella España reprimida y mojigata donde la Iglesia moldeaba la sociedad según las pautas del integrismo católico. Fiel aliada de la dictadura e instrumento de control de las conciencias, la jerarquía eclesiástica ya tenía un protagonismo abrumador en la vida pública.
Adoctrinamiento en la enseñanza, censura cinematográfica y de cualquier actividad lúdica, regeneración moral de la sociedad en respuesta a las posibles influencias externas. Se trataba de “barrer la basura que importamos de otros pueblos de la Europa salvaje”, como declaraba, ya en el 41, el obispo de Pamplona. Ahora les había llegado el turno a las playas. Esta obsesión moralizadora –el Congreso de Valencia será solo el primer paso de una intensa campaña que durará toda la década– implicaba la represión sexual en la acepción más amplia del término: todo se convirtió en pecado.
“El objetivo claro de este congreso era mantener a los españoles sometidos –remarca Blanco–, la dictadura no solo gestionó el país, se metió en las casas y gobernó hasta las alcobas”.
“Con España en bancarrota, Franco necesita el turismo”, explica, “potencia las visitas de extranjeros, pero procura también que la gente de aquí no se contagie de esas costumbres. Por eso se convoca de urgencia este congreso, con casi cien representantes eclesiásticos y civiles que durante tres días hablan de decencia".
Tres días en los que, los participantes a ese conclave de la rectitud católica, debaten sobre problemas tan acuciantes como qué partes del cuerpo son decentes. Se determinará, por ejemplo, que las clavículas no lo son, en cuanto “flechas que apuntan peligrosamente al escote”.
Daniel Blanco reflexiona sobre cómo el país experimentaba una progresiva llegada de extranjeros que tenían “otra forma de vivir, otras creencias y otra forma de relacionarse”. Para entender hasta qué punto esto preocupaba al régimen, merece la pena detenerse en algunas de las conclusiones publicadas por los participantes al Congreso.
El Congreso pide angustiosamente al Poder Público que ponga coto a la invasión paganizante y desnudista de extranjeros que vilipendian el honor de España
“El Congreso cree muy oportuna la organización, por la jerarquía, de una gran campaña nacional de DECENCIA” (texto original). La Comisión Episcopal de Moralidad y Ortodoxia pide “señalar un sacerdote que asesore con autoridad a los correspondientes organismos del Ministerio de la Gobernación y de la Dirección General de Seguridad en todo lo referente a este aspecto de moralidad” y “desea que todas las Comisiones Diocesanas de ortodoxia y Moralidad funcionen, actúen, asesoren y vigilen”.
La “decencia” se convierte en un problema de seguridad pública y la Iglesia toma el papel de agente de control. A este fin llegan a pedir la colaboración de “seglares católicos, para que sus disposiciones se cumplan en todo el ámbito nacional, otorgándoles facultades como auxiliares de la policía, con la que realmente puedan actuar”.
Tan preocupante es el peligroso influjo de los turistas que “el Congreso pide angustiosamente al Poder Público que ponga coto a la invasión paganizante y desnudista de extranjeros que vilipendian el honor de España y el sentimiento católico de nuestra Patria”.
Los ponentes zanjan también el tema del “baile agarrado, impúdico, inmoral y deshonesto”, instando al Gobierno a que “se prohíban terminantemente los bailes en las playas y piscinas, y mucho más en traje de baño, abuso gravísimo que se va extendiendo y que no puede tolerarse”.

A partir de este momento se determinó la separación de sexos en playas y lugares de baño y "la prohibición de estar fuera del agua sin albornoz", cuenta Daniel Blanco. "Se establecieron multas astronómicas y la publicación en los periódicos del nombre de los denunciados por escándalo público, en caso de llevar un bañador más corto de lo apropiado".
Para ello se creó una policía que recorría las playas vigilando el cumplimiento de las normas, que afectaban especialmente a las mujeres. Una brigada de la moral que, armada de metro, controlaba la longitud de los bañadores. “No es de extrañar que casi todos los multados en esos años fueran mujeres”, apunta el autor. Considerada un ser inconsciente, cuando no un instrumento demoniaco, las mujeres tenían que ser permanentemente tuteladas y controladas por padres, maridos y sacerdotes.
Sin embargo, había una permisividad muy distinta con las extranjeras. A raíz de la sanción que recibió una turista inglesa y de la que se hicieron eco los medios internacionales –el periódico británico The Guardian se preguntaba: “¿Esperan que nos bañemos con trajes del año 1900?”– el dictador prohibió expresamente que se multara a los extranjeros, consciente de que el turismo era su mejor arma propagandística.
“Esa doble vara de medir creaba una frustración tremenda en la mujer española”, reflexiona Blanco. Si por un lado hubo mujeres que miraban a las extranjeras como un ejemplo de libertad, otras, asumiendo el mismo modelo que las oprimía, las vieron como un peligro.
Los círculos femeninos cercanos al poder político y a la parroquia secundaban los postulados moralizadores. “Se organizaron rosarios de la aurora y hasta manifestaciones contra los extranjeros. Hubo pueblos que sacaron a pasear a sus patronas en procesiones extraordinarias para pedir protección contra las hordas foráneas”, cuenta el autor.
Ese sentimiento de frustración “agresiva” vertebra la personalidad de una de las protagonistas de la novela, Consuelo, la Señora. Aplastada por las convenciones, encorsetada por una moral muy rígida y condenada a conformarse con un matrimonio que le repugna, vive en un permanente hastío y les amarga la vida a los demás. Todo cambia cuando el marido es invitado a participar en el Primer Congreso Nacional de Moralidad en Playas y Piscinas. “Este viaje de toda la familia a una ciudad costera”, explica Daniel Blanco, ”los abruma y los desarma, les muestra a todos un nuevo paisaje de libertad. Y nunca volverán a ser los mismos”.

Con el trasfondo del Congreso de Moralidad, Daniel Blanco reflexiona en su novela sobre las consecuencias intimas de una dimensión política, “la gestión del deseo por parte de las autoridades civiles y eclesiásticas”.
Fascinado por el aspecto “doméstico” del periodo de la posguerra, “ese ámbito de lo privado en el que la dictadura consiguió meterse”, el autor profundiza en el conocimiento de una generación “con la que aun compartimos espacio”, una generación “de incendios invisibles” que vivió la represión de un sistema que ponía cerco a sus deseos y sentimientos.
Los pecados de verano es también “un pequeño homenaje a las heroínas que han librado batallas entre cuatro paredes, y han logrado cambios que nunca son inútiles”. Las tres protagonistas de la novela luchan en el angosto espacio de su cotidianeidad. Al machismo, la sumisión y la obediencia, contraponen el coraje, la rebeldía, las ilusiones y la búsqueda desesperada de libertad.
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