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Coronavirus
El virus como lenguaje: patentes, neoliberalismo e ingeniería lingüística
El lenguaje como un virus extraterrestre
En el comienzo fue el Verbo y muy probablemente en el final será el “código”, cualquiera imaginable: una serie de signos que delimite el sino de nuestro código genético en la mutación final de la especie.
Mediante un potente eslogan, el escritor William Burroughs sostuvo que el “lenguaje es un virus” y que, dada la capacidad combinatoria del lenguaje, este habría sido capaz de abrir las puertas de la naturaleza a la conciencia humana.
Para Burroughs, el lenguaje es un virus venido del espacio y por eso nos supera y nos arrastra hacia una dimensión de lo desconocido. La metáfora por cierto es hermosa, y Burroughs fue capaz de jugar con ella durante largos años en su literatura y en su propia vida. A día de hoy, con la pandemia en la calle y aferrados más que nunca por el lenguaje del poder, podemos pensar que el virus que hoy nos consume, ese virus que se denomina COVID-19, es precisamente un hacedor de lenguaje. Del eslogan del lenguaje entendido como un virus venido de otro planeta, hemos pasado al virus como lenguaje, configurado ahora en la tierra.
Virus e ingeniería lingüística
Frente a la incertidumbre en la que nos ha situado la vivencia de la pandemia, las certezas que podemos sostener se refieren al juego semántico que se establece en torno al virus. Es decir, cómo se describe y se nombra el virus desde la dimensión del lenguaje del poder y de su correa de transmisión que es el lenguaje mediático. Es decir, el virus significa precisamente aquello de lo que se nos habla, su modo de ser nombrado, los imaginarios que configura, las vivencias que nos dispone, el orden que hace posible.
Los hechos no se pueden definir por las dinámicas de la estadística que anuncia la cantidad de enfermos y muertos en la pandemia, sino en la situación fáctica del virus, el crudo principio de realidad en la que el virus nos sumerge y que aflora en la dimensión de la creación de sentido por parte del poder, el cuadro de fondo que diseña a sociedades cada vez más permeabilizadas por un patrón unidimensional, mediante un refinado uso de ingeniería lingüística.
Lo sorprendente de esta situación es que el virus en vez de ser disruptivo respecto del estado en que vivíamos, se intenta convertir en un virus restaurador de las utopías neoliberales.
El código del virus se configura y se expresa en forma de lenguaje: ¿qué se dice y qué se deja de decir desde los mandos unificados de la acción contra la pandemia? ¿Qué dinámicas se potencian y cuáles se reprimen en la declaración de la emergencia?
Desde sectores críticos en relación a la gestión de la enfermedad, se han ido realizando diversos estudios sobre las formas específicas que adquiere esta configuración interesada de la realidad. Una realidad donde militares y policía continúan con sus funciones represivas, en momentos en que la falta de funcionariado, personal sanitario y de seguimiento de la pandemia hacen que el sistema de atención pública colapse. Una realidad donde las familias que así lo desean no pueden cuidar de sus ancianos.
¿A qué esperamos para dinamizar todas las fuerzas que tenemos en la aplicación de fórmulas de cuidado social? ¿Interesa en verdad cumplir con esta demanda social de cuidados colectivos ante la enfermedad? ¿Seguirán la enfermedad y la curación vinculadas a los intereses de los laboratorios farmacéuticos que cotizan en bolsa? ¿Seguirán los gobiernos atados a la custodia de patentes de estos laboratorios y a la opacidad científica?
Filosofía
Posmodernos, negacionistas y antiautoritarios
Experimentación en biotecnología
En paralelo a esta línea de cuestionamientos, propongo considerar ciertos hechos como dinamizadores de un cierto principio de realidad que sea capaz de configurar nuestro presente a partir de algunas marcas irrefutables. Es un hecho reconocido que existen laboratorios donde se experimenta sin control legislativo de ningún tipo sobre la creación de nuevos virus; experimentos de biología molecular de carácter militar o científico cuya especificidad es la guerra biológica, un sector de investigación donde cuentan con enormes presupuestos y una opacidad total en su accionar.
Enmascarar, ocultar y distraer a sus ciudadanos sobre aquellas acciones y hechos que no quieren que trasciendan al conocimiento colectivo es, desde hace décadas, una prioridad de los estamentos del poder global. El castigo impuesto al periodista Julian Assange, el episodio Snowden y la cruel venganza sobre la soldado Manning son la punta de un iceberg sobre los límites que el sistema impone a la visibilidad de la acción de los poderes fácticos. El periodismo, desde la guerra de Irak, ha ido sufriendo las consecuencias de esta estrategia de la ocultación. Han disparado y asesinado a decenas de periodistas independientes. Las guerras y los conflictos armados de toda índole son hoy día un territorio baldío de información y libre de contrapuntos que señalen los modos de las fuerzas de ocupación. En estos días de transmisión de imágenes a tiempo real, la visibilidad de una población masacrada se ha vuelto una reivindicación imposible.
No creo, sin embargo, que alguien sea capaz de negar la existencia de laboratorios de biotecnología militar diseminados por infinidad de países, con intereses diversos, incluso muchas veces contrapuestos. Francia y Estados Unidos, por ejemplo, experimentan junto con laboratorios chinos en armamento bacteriológico, biología sintética e inteligencia artificial. ¿Quién se haría cargo en caso de que estos laboratorios cometan un error en una nueva configuración biológica sintética, con variaciones nocivas para la salud general y para nuestro código genético en particular? ¿Nos dirían lo que ha sucedido y, en su caso, quiénes se harían responsables de ello? ¿Considera usted que si algo así sucediese, alguien asumiría su culpa? ¿Qué sabemos sobre el devenir de las centrales atómicas en Japón y la cantidad ingente de agua contaminada con radiación arrojada al mar?
¿Podemos considerar que gobiernos que en las últimas décadas no han dudado en montar un aparato represivo feroz ante cualquier acción social que ponga en cuestión el statu quo dominante, actúen ahora en beneficio del común?
Sabemos que estas oficinas, laboratorios y grupos de investigación forman parte de nuestro mundo y, sin embargo, prosiguen en ello sin que la sociedad civil sea capaz, tan siquiera, de investigar ¿quiénes, dónde, cuánto, cómo, qué?
En el año 2000, el Grupo de estudios ETC (Action Group on Erosion, Technology and Concentration) bautizó bajo el acrónimo de BANG (Bits, Átomos, Neurociencias, Genes), a la convergencia de tecnologías digitales, nanotecnología, tecno-ciencias cognitivas y biotecnologías; una convergencia de investigaciones que constituyó una especie de Big Bang tecnológico, ya que las tecnologías moleculares y a nanoescala (aplicadas a seres vivos, materiales y comunicación) son la plataforma de desarrollo de las otras nuevas tecnologías capaces de variar el orden de la manipulación genética y biológica.
Patentes científicas contra el bien común
Las demandas de regulación de estos laboratorios de investigación chocan contra la opacidad de parte de sus gestores (gobiernos y corporaciones). La complicada gestión de legislar sobre estos laboratorios por parte de la mayoría de las democracias occidentales enfrenta unos tiempos muy lentos en relación a la velocidad que asume la investigación BANG.
La operatividad de una vacuna que nos permita dejar atrás la actual pandemia, buscada ya desde los primeros días de la acción del virus COVID-19, deja suponer que su aparición no hará más que profundizar en el control de las decisiones que tomemos sobre cómo queremos administrar nuestra vida y muerte. Su aplicación pretenderá, muy posiblemente, ser generalizada y obligatoria, tal como deja ver la creación de pasaportes verdes para los segmentos de población vacunada.
No se trata de ser negacionista, negativista o apocalíptico, sino de frenar el aparato de control social y demandar transparencia en el aparato científico-militar.
Las ganancias mil millonarias de los laboratorios respecto de una vacuna que se figura como el pasaporte entre la vida y la muerte contiene todos los tópicos y virtudes de la sustancia milagrosa en manos de unos intereses privados. ¿Vamos a permitir que el mercado de patentes controle una vacuna que se dice fundamental? ¿Podemos creer que sectores de poder que se han situado del lado de la destrucción de vida biológica, de desprecio por la vida humana y por el bienestar social, tal como se configuran en esta etapa neoliberal, están ahora preocupados en salvar vidas y cuidar de la ciudadanía? ¿Ha habido alguna señal concreta por la cual unos gobernantes que desahucian a ciudadanos de sus viviendas, que sumen a grandes capas de la población en estado de pobreza, que encierran inmigrantes en centros de detención y que dejan morir en mares fronterizos a miles de personas que escapan de territorios de violencia, pobreza y enfermedad, se compadezcan ahora de nuestro sufrimiento y muerte frente a un virus? ¿Podemos considerar que gobiernos que en las últimas décadas no han dudado en montar un aparato represivo feroz ante cualquier acción social que ponga en cuestión el statu quo dominante, actúen ahora en beneficio del común? ¿Qué nuevos canales entre ciudadanía y poder ha abierto este virus y esta pandemia global, para que se pase de la gran austeridad a la apertura sin límite del gasto público? ¿Han cambiado cosas tan profundas en la relaciones de poder para que se produzcan estos cambios, o asistimos tan solo a una variación en las estrategias del poder?
El virus como metáfora
Estrategias del poder que profundizan las brechas ya abiertas durante las últimas reconversiones de un mercado laboral deslocalizado; con la privatización de aquello público y la voluntad de aniquilación del sistema de pensiones, en fin, de todo aquello que el programa neoliberal viene aplicando desde hace cuatro décadas. Ese programa encuentra en época de pandemia un conducto excelente de aplicación a partir de la desmovilización de las fuerzas sociales capaces de oposición. Lo sorprendente de esta situación es que el virus en vez de ser disruptivo respecto del estado en que vivíamos, se intenta convertir en un virus restaurador de las utopías neoliberales, donde además se impone una nueva reconversión del mercado laboral de características feudales.
Este estado de guerra contra la población supone la adopción de medidas para frenar el virus, pero profundizan curiosamente el programa neoliberal en funciones. No interesa solucionar los problemas urgentes de la diezmada sanidad pública, tampoco los económicos que pueda tener gran parte de la población. El esfuerzo de guerra no se dirige a proteger al soldado raso, sino a lubrificar la producción de la maquinaria de guerra: grandes corporaciones, bancos y sistema financiero.
No es la primera vez que las élites adoptan esta estrategia de combate y de guerra global. En las últimas dos guerras mundiales murieron unos 70 millones de personas. Parecía difícil que otra guerra convencional pudiera convencer a las poblaciones a sacrificarse en pos de intereses nacionales opacos. Desde la Guerra Fría, las guerras han ido tomando una nueva dimensión y un terreno de juego diverso. La nuestra, la de ahora, asume el territorio del lenguaje a partir de la ingeniería lingüística. Una guerra capaz de “tomar nuestras mentes y nuestros corazones”, tal como tildaba el gobierno norteamericano durante la guerra de Vietnam su programa para intentar vencer la resistencia del Vietcong. Entonces no les funcionó.
Las guerras contemporáneas se libran y se ganan ahora en el territorio del lenguaje, en el de la metáfora, donde el miedo a la muerte se hace más fuerte que la pulsión de vida, cuando la incertidumbre permite el caos que alienta a la violencia mafiosa a apropiarse del sustrato social de lo común.
No se trata de ser negacionista, negativista o apocalíptico, sino de frenar el aparato de control social y demandar transparencia en el aparato científico-militar ya denunciado en Estados Unidos hace décadas. Señalar los aspectos destructivos que rodean la producción capitalista global contemporánea, donde la destrucción ambiental, biológica y social es de tal calado que las enfermedades y pandemias son enfermedades del modo de producción del capitalismo.
Lamentablemente, el capital no piensa detenerse ante esta contingencia, ni ante ninguna otra. Nadie va a desenchufar la máquina de producción por voluntad propia. Estamos construyendo muerte y desolación. Quizás esto nos haga reaccionar, y de este estado de emergencia en que vivimos pueda emerger algo desde la base que otorgue un sentido y una esperanza de vida a nuestra acción cotidiana; que haga posible reconstruir nuestras formas de trabajar, de unirnos, de cuidarnos, de entender el común, de renovar el lenguaje, que ahora están destruyendo, con el virus como paradigma. Observando el lenguaje, entenderemos el virus.
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Efectivamente, la pandemia es el Capital...
Y es triste comprobar que no hay vacuna contra la estupidez.
P,D.: No deja de asombrarme la capacidad renovadora de la narrativa (coral y dogmática) en la 'utopía neoliberal' del crecimiento ilimitado, a pesar de bordear prácticamente todos los límites del precipicio.
Gracias, me alegro de ver que este tipo de análisis aún tienen cabida en este medio
Terrorismo de Estado. Manipulación de la población. Existen negacionistas de muchas cosas, pero meter en el mismo saco a la población crítica con un Sistema que no convence, sino IMPONE, ha sido muy rastrero y su objetivo es la confrontación ciudadana para debilitarla. Nunca, a no ser que se filtre, van a decir la verdad sobre este virus. Luego están los "famosos" y "comunicadores influyentes" adorando el Vellocino de Oro y dando lecciones de su lealtad al SISTEMA. Secretos de Estado y laboratorios de muerte.