Educar(nos) frente al populismo xenófobo

Existe una urgencia por practicar una educación abiertamente antifascista y comprometida con la “radicalización de las democracias”.

25 may 2020 16:26

Las situaciones y vivencias que se están dando en el marco del coronavirus han puesto sobre la mesa bastantes cuestiones que necesitan ser replanteadas en el sistema educativo, entre otros espacios. Así, hemos podido atender a interesantes debates sobre qué aprendizajes curriculares habría que priorizar y cuáles pueden esperar a otro momento o quedar en un segundo plano; hemos dado vueltas en torno a diversas propuestas para que la “brecha digital” ─que, como sabemos, no es solo digital─ no suponga un hoyo insuperable para muchas familias; también nos hemos preguntado de qué maneras replantear las evaluaciones y cuánto de “excepcional” debe ser una situación para justificar repeticiones de curso… Estos han sido solo algunos de tantos asuntos que, desde luego, quienes tenemos cierta (pre)ocupación respecto a lo educativo, en un sentido amplio (yendo además más allá de lo escolar), necesitamos considerar con calma. Me gustaría sumar otro punto más: la urgencia de practicar una educación abiertamente antifascista y comprometida con la “radicalización de las democracias” ─como dirían Chantal Mouffe y Ernesto Laclau─.

Parece que hay consenso en que estamos viviendo un auge de los populismos xenófobos durante los últimos años. Una de las herramientas de este populismo de extremaderecha, el discurso del odio, se está utilizando para reforzar la construcción de una “nosotredad-pueblo” frente a una “otredad-antipueblo” que parece venir de “fuera”, señalando a su vez como cómplices a unos supuestos “traidores internos” mediante discursos reaccionarios hacia las conquistas democráticas de los diversos movimientos sociales, tal y como explica Mª Esperanza Casullo en su obra. ¿Por qué funciona el populismo? A la vez que este tipo de práctica discursiva se incrementa en la vida pública, surgen intentos para que en las aulas no se pueda hablar de ello: el llamado pin parental y las denuncias al programa Skolae son algunos ejemplos de ese intento por “neutralizar” la educación.

Decimos “intento por neutralizar” porque ningún acto educativo es neutral o, en otras palabras, carente de ideología. La educación conlleva un compromiso político, es decir, un ideal sobre cómo podríamos organizarnos y relacionarnos en esta casa compartida que llamamos mundo. Pensar que al no abordar las cuestiones que consideramos “controvertidas” estamos contribuyendo a crear espacios educativos neutrales es ─cuanto menos─ un mito, una ilusión. Más bien, nuestra tarea educativa ─tanto en el ámbito escolar como desde otros escenarios cotidianos─ debería consistir en ─siguiendo a Paulo Freire─ hacer legible e interpretable las cosas que suceden en el mundo, y eso pasa por hablar, dialogar, argumentar…, lo que nunca será sinónimo ─como quieren hacernos creer─ de “adoctrinar”. En este sentido, Marcia Tiburi nos lanza la siguiente pregunta en su provocador libro titulado ¿Cómo conversar con un fascista?: “podríamos preguntarnos qué nos sucede cuando dialogamos y qué sucede cuando esto no es posible. El diálogo es una práctica de no violencia. La violencia surge cuando el diálogo no entra en escena”.

Dicho diálogo pasará entonces por desechar varios mitos sobre la neutralidad del acto educativo, así como ciertos estereotipos que probablemente desde la rabia lanzamos sobre muchas de las personas que podrían ser nuestras interlocutoras si consiguiéramos crear las condiciones para charlar. En este sentido, el presente artículo es una invitación a reflexionar desde otros marcos de pensamiento no impuestos por los populismos xenófobos, ello pasará por atender también a nuestras prácticas discursivas e intentar generarlas a partir de lógicas no jerárquicas y decoloniales. Aquí un par de ejemplos concretos, entre tantos otros posibles y quizá más relevantes:

>> Cuando afirmamos que el pensamiento reaccionario, autoritario y excluyente típico de la extremaderecha es “algo de otro tiempo”, característico de “gente que se ha quedado anclada en épocas pasadas” o, sin más, cosas de “neanderthales”, estamos funcionando con razones que también estereotipan esa “otredad”, además de sostener una idea errada apoyada en las propias lógicas coloniales que queremos señalar. Me explico. El pensamiento colonial que impregna al populismo xenófobo (¡aunque no solo a este, ojalá…!) suele imaginar a los “pueblos originarios”, por ejemplo, como gentes de otras épocas, negando su contemporaneidad y la viabilidad de que existan colectividades que se organicen actualmente desde otros parámetros más o menos ajenos al orden neoliberal mundializado. Es una manera de construir al otro/a utilizando la noción de tiempo, así como una vía para negar la evidencia: la diversidad de planteamientos vitales es algo que ha existido en todas las épocas. De esta manera, tachar el pensamiento autoritario y fascista como algo de otro tiempo podría dificultar el diálogo pedagógico en los escenarios educativos. Toca asumir que el fascismo se da también en el presente y que, por si fuera poco, cuenta con herramientas actualizadas. Reconocer esto será necesario para mirar con atención cómo se fabrica hoy el odio y de qué maneras se podría interrumpir y debilitar esa maquinaria, siguiendo la invitación que hace Carolin Emcke en su obra Contra el odio.

>> Tachar de “ignorantes” o de “gente poco leída”, al grito de “¡cómprate un libro!”, a quienes se hacen eco de los mensajes de odio que lanza la ultraderecha también podría ser una forma de poner zancadillas al diálogo educativo. En este caso incluimos otro estereotipo colonial, de clase y academicista. Hay gente muy leída y muy fascista, así como todo lo contrario: personas que no leen y no tienen títulos académicos avanzados, pero identifican la intencionalidad del discurso del odio. No podemos reducir el debate a eso ni culpar a la “gente de barrios obreros” por dejarse llevar por la poética de un populismo xenófobo que tiene toda una mercadotécnica a su disposición para (con)vencer. Más útil sería, creemos, desarrollar propuestas educativas que faciliten un análisis político de los discursos para que, como decíamos antes, aunque hayamos leído más o menos libros y tengamos más o menos títulos académicos, contemos con ciertas orientaciones para “leer” (interpretar) lo que sucede en el mundo y cómo esto se nos narra interesadamente.

Por eso decíamos que es preciso educar(nos) frente al populismo xenófobo. Tenemos que revisar las lógicas que impregnan nuestros propios discursos y apostar por un diálogo pedagógico en los espacios educativos donde nadie se siente ridiculizado ni caricaturizado al expresar lo que piensa, ya que, de otra manera, no volverá a manifestarlo ─lo que no quiere decir que haya analizado críticamente y/o dejado de lado sus ideas─. Y, sobre todo, hay que hablarlo. “Quien calla otorga” y no estamos en momentos de otorgar lo que nos quieren hacer tragar. Debemos reivindicar el papel político de la educación. No educamos en la nada y para nada, no se trata de un acto aséptico ─si es que eso existe─. Basta de asumir la ilusión de la neutralidad, así como la creencia de que el antifascismo es el otro extremo del fascismo y que “los extremos se tocan”; no, el antifascismo es un compromiso con la profundización de las diversas formas democráticas.

Otro mito relacionado, el del “consenso al centro”, también en palabras de Mouffe, que en nuestro caso se traduce ─entre otras─ en mostrar la transición de finales de los años setenta como un proceso ejemplar (¿para qué entonces la Brigada Político Social, para qué la introducción de la heroína en los barrios…?) ha generado una sensación generalizada de que la democracia es un proyecto dado y acabado. Y nada es menos motivante que algo cerrado que se siente como ajeno y estático. El populismo xenófobo se presenta en este contexto como una alternativa al establishment del que quieren que creamos que no forman parte (podemos recordar la negación de Vox de entrevistarse con los medios de comunicación, así como su contradictoria actitud de rebeldía libertadora frente a las medidas adoptadas en el marco de la Covid-19…), manejando un discurso que apela a lo pasional y hace de la política algo emocionante. En este sentido resulta urgente no dejar la pugna por lo emocional en manos del discurso de la extremaderecha ─como señalaba Martha Nussbaum en Las emociones políticas─, y para ello habrá que mostrar, desde los diversos espacios educativos, que las democracias son procesos inacabados en los que es preciso profundizar para hacerlas colectivamente más participativas, más feministas, más antirracistas, más ecologistas, más anticapitalistas…, pensando y practicando conjuntamente qué implican esos términos. Y, en definitiva, más democráticas y ─por ende─ antifascistas, lo que, sin duda, es una emocionante ─y nada sencilla─ “aventura” en la que cada aportación cuenta.

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