Fascismo
La píldora del día antes

El pensamiento que borra a los individuos —pensamiento autoritario o antipensamiento— comienza en el interior de cada uno y lo hace en el lenguaje; en la normalización de expresiones que uniformizan y aplanan la singularidad de cada uno, de cada una.

Acción performance Estatado en la plaza de Colón, Madrid
Acción performance 'Estatado', de Byron Maher y el colectivo Tout Nu, en la plaza de Colón, Madrid. Byron Maher

Escribo “Clausnitz” en el buscador y automáticamente lo completa con “Clausnitz bus”. Busco el vídeo que analiza Carolin Emcke en su libro Contra el odio (Taurus, 2017). En 2016, la localidad alemana se hizo célebre cuando un montón de “ciudadanos preocupados” recibió con amenazas a un grupo de refugiados sirios que llegaban en autobús para ser alojados en una vieja fábrica. La autora se pregunta, a partir de estos hechos, “¿cómo funciona? ¿cómo es posible ver a ese niño llorando, a las dos jóvenes aterrorizadas […] y hacerlas desaparecer a base de gritos? Están viendo a unas personas asustadas, pero no perciben el miedo ni a las personas”.

¿Cómo funciona el odio?, me pregunto con ella. ¿Cómo se consigue anular las situaciones, circunstancias y luchas hasta sepultar a las personas bajo etiquetas, descriptivas primero, peyorativas después? El proceso comienza mucho antes de que tengamos que lamentar una “turbamulta” como la de Clausnitz o la de un grupo antiabortista frente a una clínica. El pensamiento que borra a los individuos —pensamiento autoritario o antipensamiento— comienza en el interior de cada uno y lo hace en el lenguaje; en la normalización de expresiones que uniformizan y aplanan la singularidad de cada uno, de cada una. Comienza con una derrota anticipada.

El primer mecanismo parte de una etiqueta —pongamos “extranjero”— que se estampa sobre los otros. Consiste en situar encima del rostro una máscara, invalidar al individuo debajo de un sustantivo al que se adhieren características que lo hacen un “otro” absoluto. Ocultos por la etiqueta, el “otro” se hace indistinguible y descartable. En el segundo, uno de esos pensamientos perezosos hace posibles muchos más. Con la misma facilidad con la que brota, infesta. Al “ciudadano preocupado” que se multiplica se le hace fácil fabricar al enemigo.

Uno de esos mensajes me asaltó hace unas semanas en el timeline de Twitter: “Vengo de mi centro de salud. Atestado de extranjeros. Magrebíes, sudamericanos, rumanos, etc.”, comenzaba. Todos esos “otros” eran culpables de algo, pero me interesa por la enumeración de sustantivos en los que los individuos desaparecen debajo del estigma fabricado. Como explica la brasileña Marcia Tiburi en ¿Cómo conversar con un fascista? (Akal, 2018), “el conocimiento es el gesto cognitivo en dirección al otro que es destruido por el autoritarismo. El autoritarismo inventa al otro para poder destruirlo. [...] el conocimiento es una máscara sin rostro”.

El pensamiento autoritario, en su germen, está dentro de nosotros. Antes de ser turbamulta que se graba, difunde y genera vergüenza a todo un país, es un tic persistente en las interacciones, algo que brota del hábito de desperfilar lo que nos hace singulares y sustrae humanidad.

Solo en las historias con rostro podemos empezar a armar algo distinto. Echar abajo las máscaras es una estratagema posible. Requiere de imaginación, humildad y empatía, pero no es más difícil que arrostrar máscaras. Si hay una píldora del día antes del fascismo, esta ha de ser mirar a la cara a todas y cada una de las personas con las que nos cruzamos. Deshacernos de los lugares comunes que los sepultan. En las caras desnudas, en arrugas, gestos cansados, grasura del pelo, maquillajes corridos y cutis descuidados quizá sepamos leer historias, entenderlos y entendernos. Mirar horizontalmente a los demás, echar abajo las máscaras, nos puede impedir llegar al primer mecanismo, llegar al segundo, llegar a Clausnitz.

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