Precariedad laboral
Crisis del trabajo: precariedad presente, futuro incierto

Últimamente, no paro de pensar en el futuro del trabajo. Durante décadas, se nos ha dicho que la automatización reduciría el empleo disponible y, sin embargo, una y otra vez, ha acabado generando nuevas tareas. Hoy, más del 75 % del empleo en España se concentra en el sector servicios, muy lejos de aquel mundo industrial y agrícola de nuestros abuelos.
Pero la llegada de la inteligencia artificial (IA) supone algo distinto. Esta vez no se trata solo de automatizar procesos físicos o mecánicos, sino también tareas cognitivas. Y, cuando uno se detiene a pensarlo —no en un horizonte de cinco años, sino de décadas—, cuesta imaginar un trabajo que, al menos en parte, no pueda hacer mejor una máquina.
¿Quién será taxista o camionero cuando los vehículos autónomos sean más seguros y baratos? ¿Qué ocurrirá con miles de empleos administrativos, de atención al cliente, limpieza, de logística, gestión de proyectos o incluso de diagnóstico médico? Un estudio del Foro Económico Mundial (2025) estima que, actualmente, el 47 % de los trabajos los realizan humanos, el 22 % la tecnología (máquinas y algoritmos) y el 30 % una combinación de ambos. En tan solo cinco años, se espera que el porcentaje humano baje al 33 %, y que el principal ejecutor de tareas sea la tecnología (34 %). Si ampliamos la perspectiva temporal, la pregunta no es si habrá empleos que puedan hacer las máquinas, sino si quedará alguno que no.
Y si solo una parte pequeña de la población conserva un empleo remunerado, ¿de dónde obtendrán ingresos los demás? Es cierto que podríamos reorientarnos hacia actividades más creativas o a experiencias físicas. Quizás aumenten los profesores de cerámica, los entrenadores personales o los terapeutas. Pero cuesta imaginar que ese crecimiento compense la magnitud de los empleos perdidos, o que una clase media pueda seguir sosteniendo las cargas financieras del hogar. La sustitución masiva del trabajo por IA reducirá costes para las empresas, pero como el propio Sam Altman, CEO de OpenAI, menciona, puede expulsar a millones de personas del sistema.
Ingresos sin empleo
Conviene recordar una definición muy aceptada, pero poco recordada de economía, la de Lionel Robbins: “la ciencia que estudia el comportamiento humano como relación entre fines dados y medios escasos con usos alternativos”. Si el objetivo es maximizar el bienestar de las personas que componen una sociedad, entonces quizá deberíamos medir el desarrollo económico por la eficiencia en el uso de recursos para garantizar vidas dignas, y no por indicadores como el pleno empleo. ¿Tiene sentido seguir forzando la creación de empleo si las máquinas pueden cubrir nuestras necesidades materiales?
Por lo tanto, la pregunta ya no es solo cómo crear más empleo, sino cómo garantizar el bienestar sin depender exclusivamente de él.
Una de las respuestas más repetidas es la provisión universal de servicios básicos: vivienda, sanidad, transporte, energía, agua, conectividad o educación. Hacerlos gratuitos o muy asequibles reduciría el coste vital mínimo y es una de las medidas que ha demostrado ser más efectiva para erradicar la pobreza, incluso en hogares sin empleo.
Pero si queremos preservar también cierta libertad de consumo, hay que ir más allá. De ahí el interés creciente por la renta básica universal: un ingreso incondicional y regular que permita vivir con dignidad, independientemente de si se trabaja o no. Autores como Philippe Van Parijs, Guy Standing o incluso Milton Friedman, desde visiones muy distintas, han defendido versiones de este modelo. El propio Sam Altman calcula que, en tan solo 10 años, la IA podría dar a cada estadounidense un dividendo de 13.500 dólares anuales.
Lo más probable es que no tengamos que elegir entre renta básica o provisión de servicios, sino que necesitemos una combinación de ambas.
¿Y si nadie hace nada útil en un mundo post-empleo?
La objeción es inevitable: si se garantiza un ingreso básico, ¿y si la gente decide no hacer nada? ¿Y si pasamos los días en el sofá viendo tiktoks, viviendo del sistema? Es una preocupación legítima. Pero la respuesta no puede ser renunciar a garantizar condiciones de vida dignas.
La respuesta puede pasar por cómo diseñamos el sistema. Más que controlar lo que hace cada persona, podríamos diseñar incentivos para estilos de vida saludables y socialmente útiles: hacer deporte, formarse, cuidar a otras personas, implicarse en la comunidad. Estas actividades no solo dan sentido vital, sino que generan beneficios colectivos: reducen costes sanitarios, fortalecen el capital social y cohesionan nuestras sociedades.
Una posibilidad es que parte de los ingresos de los hogares se vinculen a comportamientos positivos. Una especie de salario social variable otorgado a quien se forme, tenga un estilo de vida activo o colabore en proyectos comunitarios. No se trata de imponer un estilo de vida único, sino de reconocer el valor social de ciertos compromisos voluntarios.
Eso sí, hay que tener cuidado. ¿Quién define qué es “bueno” y cuál debe ser el propósito de la vida? ¿Cómo se evita penalizar modos de vida legítimos, aunque no normativos? ¿Y cómo se evita que esto se convierta en otro laberinto punitivo y controlador?
Repartir el trabajo
Otra opción es repartir el trabajo existente. Si las máquinas aumentan la productividad, podríamos trabajar menos horas entre todos y mantener niveles de ingresos por hogar similares. Keynes estimó en 1930 que, en 2030, la jornada laboral sería de 15 horas. No lo hemos cumplido, pero su lógica no era descabellada.
De hecho, si se analiza el conjunto de nuestras vidas, el aumento del tiempo dedicado al ocio supera a sus estimaciones (58% más que en 1930, superior a su estimación del 53% de crecimiento). Pero ese ocio se concentra en una jubilación que se alarga con el aumento de la esperanza de vida —mientras mantenemos jornadas laborales de 40 horas durante el periodo activo— y en más vacaciones durante el año.
Reducir la jornada laboral a un tercio plantea dilemas éticos: ¿tendría derecho la gente a trabajar más de dos días por semana? ¿Estarían quitando oportunidades a otros? ¿Habría que establecer un tope muy restrictivo de trabajo semanal máximo? Aquí chocan dos principios: el reparto justo y la libertad individual. Incluso si todos los trabajos fueran automatizados por máquinas más eficientes que nosotros, podría haber personas con voluntad de seguir trabajando por motivaciones personales. Algunos autores apuntan que, en ese contexto, dichos trabajos serían más bien “hobbies inofensivos”, actividades artesanales, plásticas o de cuidados que proporcionan satisfacción, pero que no estarían en el centro del sistema económico.
Un nuevo contrato social
Quizá, en un futuro no tan lejano, el pleno empleo ya no sea un objetivo realista. En este escenario, la pregunta no será solo cómo sobreviviremos sin empleo, sino cuál debe ser nuestro propósito y cómo garantizar vidas dignas cuando trabajar ya no sea necesario, ni posible, para todos.
Todo esto obliga a repensar a fondo el sistema económico y fiscal. ¿Cómo se financiarían la renta básica o los servicios universales? ¿A través de impuestos sobre los beneficios de actividades económicas producidas por máquinas? ¿Con tributos al capital? ¿Con nuevos sistemas económicos aún por diseñar? No hay una única vía, pero sí un interés creciente en abrir este debate. No tengo todas las respuestas. Pero si estos modelos futuros plantean incógnitas, el actual plantea aún más.
Porque, últimamente, tampoco paro de pensar en el presente del trabajo. No hace falta mirar muchas décadas adelante para ver un mercado laboral frágil y un sistema fiscal fracturado. Tener empleo ya no garantiza bienestar. La percepción de desigualdad va en aumento. El acceso a la vivienda está marcado por una verdadera crisis por exceso de demanda y falta de oferta. La percepción de desigualdad va en aumento. La combinación de esperanza de vida al alza y baja natalidad cuestiona la sostenibilidad del sistema de pensiones. Mientras tanto, los costes de vida —alimentación, vivienda, crianza— no dejan de subir, mientras los salarios permanecen estancados.
Redefinir el sistema económico para volver a poner en el centro la prosperidad compartida, y no otros fines, no es solo una necesidad futura. Es una urgencia presente.
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Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión del autor y ésta no compromete a ninguna de las organizaciones con las que colabora.
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