Los últimos templos de la Barcelona canalla

La transformación urbanística y comercial de Barcelona en los últimos años, agravada por la masificación turística y la gentrificación, pone en peligro la idiosincrasia de la ciudad. Los bares tampoco han sido inmunes a la capitulación del dinero y a los cambios en los gustos y hábitos de los ciudadanos.

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Álvaro Minguito El bar Marsella cumplirá 200 años en 2020.
22 jul 2018 06:23

El próximo 31 de agosto cierra sus puertas el Bracafé de la calle Casp. Tras 87 años de servicio ininterrumpido a transeúntes de la zona del Eixample, trabajadores de Radio Barcelona y asistentes al Teatro Tívoli, este espacio se verá obligado a bajar la persiana por la reforma del edificio, sede de Catalana Occidente. El plan de la compañía de seguros pasa por convertir el local en la entrada de un aparcamiento de cinco plantas. La demolición de este histórico café erosiona un poco más un mapa urbano desvalijado de clásicos de la restauración, convirtiendo así la fisonomía de la ciudad, especialmente en sus centros comerciales, en cornucopias de otras grandes urbes europeas y españolas.

Un goteo de cierres que amenaza el tejido urbanístico, cultural y social de las zonas más céntricas. Con la desaparición de estos locales símbolo no solo se barre la memoria paisajística de la ciudad, sino el clima social asociado a la actividad comercial que desempeñan. Aunque la problemática viene de lejos. En 2014, el mismo The New York Times sacaba en su portada online un artículo sobre cómo pequeños negocios de Barcelona de largo recorrido eran expulsados de los centros históricos ante la invasión de marcas comerciales, las únicas que podían hacer frente a la escalada del precio del alquiler.

Una sangría despiadada que tiene su epicentro en los barrios del Raval y el Gótico, especialmente desde el fin de la moratoria de la Ley de Arrendamiento Urbano (conocido coloquialmente como el decreto Boyer) en 2014. Desde entonces, muchos de los alquileres de los comercios han quedado al amparo del mercado, en alza especulativa hasta los máximos alcanzados en el presente. Una extinción de las rentas antiguas que ha repercutido directamente en la descomposición del tejido comercial y nocturno, aunque no es el único motivo: “Cuesta bastante que las nuevas generaciones quieran ser comerciantes. También se da que algunas actividades y productos han quedado obsoletos”, comenta Maria Favà, periodista y autora de Guapos per sempre, una guía de comercios emblemáticos de la ciudad.

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El Kentucky es un negocio familiar. Álvaro Minguito

El 26 de febrero de 2016, el Ayuntamiento de Barcelona intentó poner freno a la deforestación de este paisaje comercial con la aprobación del Plan Especial de Protección y Potenciación de la Calidad Urbana. Una iniciativa municipal para la que se creó un catálogo que agrupase esos comercios emblemáticos de la ciudad que generan un valor cultural e impulsan una identidad vertebradora en los barrios donde se ubican. El plan recoge 211 establecimiento para proteger, agrupados en tres categorías distintas: E1, de alto interés (32 establecimientos); E2, de interés (152), y E3, interés paisajístico (42). Esta acción municipal también contempla el asesoramiento empresarial, medidas de promoción y fomento para el mantenimiento y la rehabilitación, y subvenciones y descargas en el Impuesto de Bienes Inmuebles (IBI) para los negocios seleccionados.

Con la desaparición de estos locales símbolo no solo se barre la memoria paisajística de la ciudad, sino el clima social asociado a la actividad comercial que desempeñan. Aunque la problemática viene de lejos

Aunque la impresión generalizada es que son medidas insuficientes para revertir la situación. Favà lo define como “algo más teórico, más un gesto que una realidad”. Por su parte, Josep Maria Roig, propietario de la pastelería centenaria La Colmena y secretario de la Asociación de Establecimientos Emblemáticos de Barcelona, se muestra mucho más crítico al respecto: “Se hizo basándose en una catalogación imprecisa e incompleta. Es un plan que empezó a hacer el Gobierno de Trias con desgana y que el actual (Ada Colau) lo ha seguido sin apenas variar y poniendo poco empeño y poca efectividad”. Roig esgrime que “se tiene que hacer un estudio del patrimonio de los comercios antiguos de la ciudad con pies y cabeza y dar un soporte real a las actividades que se desempeñan, en el supuesto de que estas sean rentables. La ayuda del IBI que contempla el plan es insignificante”.

Los esfuerzos del Ayuntamiento por regular la situación y evitar el goteo de pérdida de patrimonio urbanístico también contemplan la adquisición del inmueble que albergue el comercio declarado de interés. Fue el caso del Bar Marsella ante la amenaza de desaparición del decano de la ruta nocturna de los últimos dos siglos (en 2020 se cumplirán 200 años de historia) y la movilización ciudadana, que recogió más de 10.000 firmas para evitar su cierre. Una repercusión acorde con la huella histórica de un lugar cuyas paredes destartaladas, motas de polvo amontonadas y bebidas descatalogadas en sus vitrinas han sido testigos de conversaciones de ilustres como Picasso, Genet, Dalí, Gaudí o Hemingway, todos ellos atraídos por la bebida insignia de la casa, la absenta. Con el peso de esta historia y la movilización ciudadana, el Ayuntamiento barcelonés, haciendo uso de su derecho de tanteo y retracto sobre la finca, compró en 2013 todo el edificio por 1,1 millones de euros, lo que le permitió ofrecer un contrato de alquiler a precio de mercado al actual propietario del bar, Josep Lamiel. El local está inscrito en el catálogo de protección urbanística en la categoría 2, lo que impide modificar los elementos patrimoniales (del exterior o del interior) declarados de interés.

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Desde 1909, el London es testigo del crapuleo. Álvaro Minguito

Aunque no todos los casos terminan con un final feliz para todas las partes implicadas. La Granja de Gavà, un bar emblemático situado en Ciutat Vella (en la calle Joaquín Costa, a pocos metros del bar Casa Almirall, otro de los templos que resisten), lugar donde nació el escritor Terenci Moix, fue traspasado por la familia que lo había regentado durante los últimos 25 años a un nuevo propietario que ha mantenido el aspecto original del local pero reorientándolo hacia un público mayoritariamente guiri, lo cual ha implantado una atmósfera moderna similar a la que impera en todo este paraje de marcha nocturna. Un caso similar, pero con un criterio más continuista por parte de los nuevos inquilinos, es el de La Confiteria (E1). Este comercio ubicado en la calle Sant Pau, al borde del Paral.lel, pasó de ser una pastelería de principios del siglo XX a un bar de copas que ha mantenido todo el patrimonio modernista heredado pero adaptado a la nueva actividad y bajo un enfoque que respeta y reaviva el espíritu clásico que encierran sus paredes.

Ante la orientación del negocio de los nuevos propietarios, o incluso la actividad que se desarrolla en los locales protegidos, el Ayuntamiento y su plan de protección no tienen campo de maniobra

Ante la orientación del negocio de los nuevos propietarios, o incluso la actividad que se desarrolla en los locales protegidos, el Ayuntamiento y su plan de protección no tienen campo de maniobra. Unas carencias que también se manifiestan en los parámetros usados por el comité técnico encargado de la catalogación de los “emblemáticos”. Esas fisuras han dado lugar a ausencias tan sangrantes como la coctelería Boadas (nacida en 1933 y la más antigua de la ciudad), el Café del Teatre o el Kentucky, bajo el pretexto que no presentan “elementos tangibles de especial interés”.

El último mentado es uno de los últimos bastiones de los bares de la Barcelona de posguerra que, con el pacto de Franco con Washington en 1950 para el uso de siete puertos marítimos por parte de la sexta flota naval estadounidense, reorientaron sus negocios para prestar servicio a los marines que desembarcaron en masa con la intención de saciar su sed hedonista. Este local, que mantiene prácticamente inalterable su decoración original y que te transporta a la esencia iconográfica del bar yanqui por antonomasia, sobrevive en el número 11 de la calle Arc del Teatre desde 1954.

“A mí me sabe mal que el Ayuntamiento no nos haya prestado ninguna atención. Yo creo que locales de la antigüedad del nuestro tendrían que ser declarados como patrimonio de la ciudad, por los años que llevamos en esto”. Quien habla es Manolo Pellicer, la persona que regenta el Kentucky desde 1965 y al que es fácil ver en la puerta velando por el silencio en la calle y regulando el tráfico de entrada y salida de este estrecho rincón de la noche barcelonesa. Este negocio familiar y espacio nocturno mítico de la zona antes conocida como Barrio Chino persiste gracias a un contrato de alquiler permanente (con subidas mínimas ligadas al IPC), también conocidos como alquileres de renta antigua, y por la adaptación a los nuevos tiempos. “Hemos pasado de una clientela de marineros norteamericanos, a camioneros, a la actual formada por gente joven y variopinta”, explica Pellicer. El Kentucky resiste como uno de los últimos vestigios de esa restauración de Barcelona que se orientó comercialmente, y hasta asumió nomenclatura estadounidense, para dar servicio a los marines que circulaban por la ciudad antes de que el movimiento antiestadounidense surgido a raíz de la guerra del Vietnam borrara su presencia.

El propio Manolo recuerda la existencia del California, el Tequila, el New York, Los Álamos, el Missouri y El Paso, todos ellos bares y clubes edificados en Escudellers —solo el Jamboree, el Sidecar (antes bar Texas), el Macarena y el bar Glaciar sobreviven en Plaza Reial y alrededores— que han sucumbido al paso del tiempo y que ya solo existen en la memoria de una parte de los barceloneses. 

A muy pocos metros del Kentucky, en la dirección opuesta al Moog, se levanta El Cangrejo, otro de esos locales que intentan preservar el espíritu mermado de la incorrección y la transgresión que caracterizó la ciudad años atrás y que tuvo en La Criolla, un popular cabaret que sin salirse del Barrio Chino citaba a las clases altas y al lumpen, su centro neurálgico de diversión transgresora. Con más de cien años de historia, El Cangrejo sigue operando los fines de semana. En la calle perpendicular, en un espacio minúsculo apenas visible desde la vía (Santa Mónica) pervive otra de las reliquias de la noche barcelonesa. El Bar Pastís, con su sabor afrancesado, aire bohemio y Edith Piaf instalada en el hilo musical, persiste desde 1947. A poca distancia, de clase bohemia y decoración modernista, se erige el Bar London, una institución de la noche barcelonesa desde 1909 y testigo de la lujuria y la perdición que se acumulaba en esa antigua zona de prostitución y otros vicios. Tras fallecer la propietaria del local, Eli Bertran, el local pasó por un periodo de cierre hasta que, el pasado mayo, el nuevo propietario, Carlos Raluy, del Circo Histórico Raluy, lo reabrió con algunos cambios en la carta y en el enfoque del negocio, pero sin variar ni un ápice el esqueleto arquitectónico externo e interno como corresponde a locales asignados con el E1, protección integral. Una anomalía, la reapertura —el Muy Buenas del carrer del Carme también reabrió el pasado año respetando la estética y el patrimonio del local—, que se contrapone a la dinámica de decesos de una parte relevante de la historia de la ciudad. Las operativas inmobiliarias, los traspasos o el fallecimiento sin relevo de los propietarios minan la identidad de la ciudad y desenfocan la mirada histórica sobre esta.

Solo hace falta darse una vuelta por Las Ramblas o la Plaza Reial para medir el tapiz uniforme y homogéneo al que se precipita una Barcelona encadenada a la etiqueta moderna (en su acepción más restringida) y al turismo en masa. Más allá de los esfuerzos de las partes implicadas por mantener viva esa llama pretérita de autenticidad y arraigo cultural y social, son los consumidores quienes tienen la última palabra para mantener vivo tan preciado ecosistema urbano. 

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