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“Volvió el dedo acusador del kirchnerismo”. Así aprovechó Mauricio Macri el minuto final en el primer debate presidencial, ante un Alberto Fernández que empleó un lenguaje duro contra el presidente saliente. El kirchnerismo no cambió, por más que se oculte. Algo así pareció deslizar Macri, delatando su desesperación ante el inminente desalojo de la Casa Rosada. Decía el mismo Perón que “los peronistas somos como los gatos: cuando gritamos creen que nos estamos peleando, pero en realidad nos estamos reproduciendo”. Cabría preguntare qué sucede a la inversa, cuando los peronistas caminan al son de la misma sintonía, bajo una unidad aparente. En todo caso, este texto postula que sí, que el kirchnerismo sí cambió. Es más, poco queda de él en la coalición vencedora.
El flamante nuevo presidente de Argentina no solo deja atrás, como es evidente, el periodo del macrismo, sino que desborda el propio legado kirchnerista
La victoria de Alberto Fernández implica muchos cambios y permanencias, reminiscencias e innovaciones. En todo caso, el peronismo que viene tiene poco que ver con el legado de Néstor y Cristina, por más que la fórmula ganadora, el Frente de Todxs, haya incluido a la vicepresidenta electa en la boleta. Si algo se puede sacar en claro a estas alturas, es que la elección de Fernández para liderar el proyecto peronista trasciende lo meramente electoral. Se trata de una reconfiguración del espacio justicialista, con dos ejes evidentes en términos conceptuales: la atenuación del antagonismo (la archiconocida “grieta”) y el rol y peso del líder peronista.
La hipótesis de estas líneas es la siguiente: el flamante nuevo presidente de Argentina no solo deja atrás, como es evidente, el periodo del macrismo, sino que desborda el propio legado kirchnerista. El liderazgo del experimentado político bonaerense supone, de alguna manera, un intento de imitar al frenteamplismo uruguayo: una suerte de centro-izquierda posibilista y pragmático, en ciertos aspectos descafeinado respecto a experimentos precedentes. Es más, esta reformulación transversal del peronismo parece poseer los tintes de un neoduhaldismo que, a diferencia del propio Duhalde, tendrá la posibilidad de desarrollar una acción de gobierno en una coyuntura (un poco) menos inestable, con el espectro peronista alejado de la enorme división que albergó a comienzos de siglo. Desarrollismo, productivismo y redistribución. Moderación, en definitiva.
Son varias las advertencias de este cambio de rumbo que se deslizaron en plena campaña. En primer lugar, el escaso peso de Cristina Fernández de Kirchner en la misma, más centrada en las presentaciones de su libro, Sinceramente, que en el debate de ideas y propuestas. Además, el peso que ha tomado La Cámpora, la agrupación K y cobijo del primogénito Máximo Kirchner, se muestra menguante respecto a otros años. A esto se añaden las propias declaraciones de Alberto Fernández: “Basta ya de personalismos”, le espetó a Beatriz Sarlo, la intelectual orgánica por excelencia del espacio “anti-grieta”, históricamente enfrentada al matrimonio Kirchner.
En varias crónicas sobre el candidato traslucía un denominador común: Alberto ha desfilado por muchos colores políticos, pero jamás ha rozado la izquierda
El propio conglomerado mediático antiperonista, que tiene en Clarín y La Nación a sus aparatos más influyentes, suscribe esta idea, en ocasiones de forma soslayada. Así, en varias crónicas sobre el candidato traslucía un denominador común: Alberto ha desfilado por muchos colores políticos, pero jamás ha rozado la izquierda. Se ha llegado incluso a asumir que el próximo presidente de la Argentina no le habla a una “minoría intensa” (el término peyorativa que el antiperonismo emplea para designar a los cristinistas más fieles), sino al conjunto de la ciudadanía. Por decirlo de alguna manera, el trasvase de Cristina a Alberto es el canje de Ernesto Laclau por Chantal Mouffe.
El antagonismo de la diferencia amigo/enemigo, recordando el elemento schmittiano que tuvo su auge en el conflicto con el campo del año 2008, parece dejar paso a una especie de agonismo civilizado de la pluralidad de luchas políticas, apostando así por un modelo más conciliador. El menguante peso del peronismo camporista constituye una vuelta a la retórica de las “demandas democráticas”, al considerar agotado, quizá erróneamente, el discurso de las “demandas populares”. La apuesta del nuevo peronismo por las tesis de Mouffe constituye un intento de encontrar una forma de ciudadanía que desborde las tradiciones del republicanismo cívico y del liberalismo y que, al mismo tiempo, elabore una construcción de la res publica como algo más amplio, más allá de la constante existencia de un exterior constitutivo. Una superación de la “grieta”.
La polarización de la política argentina semeja ser, con las mismas palabras que Jorge Luis Borges dedicaba a los peronistas, “incorregible”
La presencia de los postulados schmittianos es una constante en el país austral, como atestigua el monumental ensayo de Jorge Eugenio Dotti, Carl Schmitt en Argentina. La polarización de la política argentina semeja ser, con las mismas palabras que Jorge Luis Borges dedicaba a los peronistas, “incorregible”. Incluso se podría decir que el feroz antagonismo es producto del antiperonismo, cuya primera expresión de fragmentación irresoluble fue el golpe de estado de 1955 que derrocó a Juan Domingo Perón.
A pesar de esto, el perfil de consenso tomado por Alberto Fernández, más allá de su implacable oposición al macrismo, parece poner coto a la división rampante y atenuar el sesgo binario que caracterizó a la etapa Kirchner. Sin ir más lejos, Cristina decidió no entregarle en persona la banda presidencial a Mauricio Macri, mientras que Alberto ha optado por desayunar con su predecesor al día siguiente de la contienda electoral.
No hay en Alberto Fernández dejes de grandiosidad ni excesos metafóricos. Se trata de un operador político, un personaje acostumbrado al segundo plano. A las bambalinas
Respecto a la importancia que ocupa la dimensión del líder en la construcción del kirchnerismo y del menemismo, el rol previsto para Alberto Fernández también plantea un punto de inflexión. Su perfil se aleja de los grandes baños de masas, las aliteraciones sobre su persona o la edificación de un liderazgo magnánimo. Fernández, por decirlo así, carece de un carisma iconográfico. Más bien proyectaría la imagen de un alto funcionario con carácter y eficiencia, conciliador pero directo, sin excesiva autoestima pero con suficiente asertividad. Un conductor, pero de tono más apaciguador y formas más sutiles. No hay en él dejes de grandiosidad ni excesos metafóricos. Se trata de un operador político, un personaje acostumbrado al segundo plano. A las bambalinas.
Como bien señala Villacañas, la necesidad del populismo de un “denominador común concreto” que represente la cadena equivalencial, el conjunto de las demandas del pueblo, aleja al proyecto de Fernández del ejercicio personalista del periodo K. Siguiendo la línea de John Beasly Murray, solo el líder favorece la unificación simbólica. En este caso, la construcción metafórica en torno a Fernández dista de erigirlo como esa figura, optando por una conciliación más terrenal: la habilidad, nada desdeñable, de haber unido en el Frente de Todxs al kirchnerismo, al massismo, a ciertos reductos de la izquierda peronista como Pino Solanas y a algunos sectores (pocos, eso sí) del peronismo federal.
Esta capacidad de reunir a aquellos que estaban enfrentados encuentra su sentido en diversas consideraciones estratégicas, una contingencia política muy concreta y, en todo caso, al déficit de magnanimidad que evoca la figura de Alberto Fernández. Aquello que Laclau llamaba la “productividad social del nombre”, el punto nodal de cualquier proyecto populista, parece no entrar en consideración en esta nueva etapa de lucha contra el envite neoliberal en la Argentina.
El proyecto del albertismo no emplea una retórica fulminante contra las multinacionales o la inversión extranjera; apuesta por el desarrollismo nacional, dibujando un esquema productivista; habla de una reestructuración amigable con el FMI
Junto al aspecto más personal, es necesario destacar que el peso y la relevancia de la figura del presidente en el país responde principalmente a cuestiones de arquitectura institucional. El hiperpresidencialismo que caracteriza a su sistema político, sustentando en una Constitución inspirada en el modelo estadounidense, favorece la preminencia de liderazgos populistas, independientemente de su pertenencia o no al Partido Justicialista.
Pareciera que Alberto Fernández aprovechará su Presidencia para rearmar el justicialismo con un elemento populista subordinado y una veta de institucionalismo redimensionada. No quiero decir que vaya a resultar un personaje dócil o un malabarista continuador de los años del neoliberalismo macrista, pero sí que ya ha dejado entrever que se aleja del voluntarismo conflictivo de Néstor o de la estrategia polarizante de Cristina. Y ahí es donde se pueden extraer lecciones del periodo 2002-2003 y del papel jugado por Duhalde como presidente.
El proyecto del albertismo no emplea una retórica fulminante contra las multinacionales o la inversión extranjera; apuesta por el desarrollismo nacional, dibujando un esquema productivista; habla de una reestructuración amigable con el FMI, “a la uruguaya”, con acreedores privados (esto es, con estiramiento de plazos pero sin quita); se escuda en la no intervención en Venezuela para evitar un apoyo explícito a Nicolás Maduro; o mantiene una relación más fluida con la prensa oficialista, entre muchas otras cosas. Los equilibrismos que se dan en el seno de la coalición tienen como objetivo evitar una guerra frontal con La Cámpora y el núcleo duro del kirchnerismo. Al menos hasta ahora han podido neutralizar el enfrentamiento abierto.
La victoria del Frente de Todxs pone un punto y final en el proceso de balcanización del peronismo. Las crisis económicas galvanizan, al contrario de lo que se suele pensar. Se espera entonces un cierre de filas en torno al liderazgo de Alberto Fernández. De hecho, en un contexto latinoamericano azotado por el conflicto y la movilización en las calles, todo parece indicar que la vuelta al poder del peronismo constituirá un elemento de orden. De alguna manera, el peronismo puede consolidar a la Argentina como un oasis de institucionalidad en la región, una vuelta a la estabilidad.
“El que gana, gobierna; el que pierde, acompaña”, se puede leer en Conducción Política, el manual insignia del general Perón. Se trata de un momento excelente para recordar que el peronismo no se piensa. El peronismo se gobierna.
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Estoy hasta los mismísimos de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, puede haber pufo más sobrevalorado en la izquierda?