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Derecho a la vivienda
Decorar las paredes
Cuando viví sola, cambié de casa cinco veces. Primero fui a dar a una habitación pequeña y de paredes blancas en una calle llamada Edward Street. No sabía cuánto tiempo viviría allí, pero no me importó. De inmediato hice mías esas paredes blancas, busqué algunos de mis dibujos y los adherí a ellas con celofán: un celofán de quita y pon, que apenas dejara huella al ser arrancado, como mi estancia allí. Cuando me cambié a la segunda casa, también precaria y pequeña, moví a sus paredes los dibujos, añadí otros. Luego vino el hostal temporal, y luego la siguiente casa. A la cuarta mudanza, ya no tenía ganas de decorar mi cuarto. Cuanto más te mueves, más cosas vas dejando por el camino, aprendí aquellos años. Pero aun coloqué una postal, algún libro cuya portada me recordara a una lectura querida, una foto apoyada en un quicio: algo, por mínimo que fuera, que me recordara que ese sitio en la calle Norfolk era mío, y solo mío, durante ese espacio de tiempo indeterminado que durara mi alquiler.
Decorar nuestras paredes, habitaciones o espacios es un ritual peculiar. Según la psicóloga Pepa Horno, en los centros de protección de niños y niñas que ella ha observado, si los chavales recién llegados no quieren estar allí tienden a no querer decorar sus cuartos. Poco a poco van aceptando el centro y va apareciendo la personalización hasta que son capaces de poner las fotos de su familia en la mesilla: “Ese es el mayor indicador en un centro de protección de que un crío o cría se siente seguro y a gusto”, dice.
Para Horno, hablamos a través de las paredes y de los espacios. Dotar de la calidez emocional al entorno físico es una parte clave para crear un entorno seguro. Y la decoración es un elemento más: el que vuelve unas paredes construidas por manos ajenas un elemento nuestro, y de nadie más.
En nuestros objetos, los adornos con los que convivimos a diario, podemos ver si nuestro espacio nos da seguridad, si nuestras paredes son estables, si aspiramos a permanecer. Mirad las casas de quienes llevan décadas habitándolas. Nuestras abuelas y su acumulación asfixiante, su reiteración de adornos y fotos, su guerra al espacio vacío. Hay quien tiende a renovar la decoración; otros, a mantenerla. Algunos decoran los lugares de trabajo para haceros más amigables (otros, sin embargo, jamás hemos llegado a tener un espacio laboral tan propio o durante tanto tiempo). Hay diferentes formas de decorar pero todas nos narran. Nos contamos a través de nuestros objetos: de los adornos de tal o cual década, las marcas del crecer de los niños en las paredes, u otros detalles que hacen que esas casas sean únicas. Muy a menudo, con el tiempo, acumulamos objetos ajenos, regalos de viajes de otros, pongos, cosas de otras épocas de nuestra vida que ya no adquiriríamos ni consideraríamos decorativas porque nuestros corazones son, a la larga, más cambiantes y maleables que los rígidos objetos. Acumulamos, abarrotamos las estanterías y, si no soltamos lastre, corremos peligro de dejar de reconocernos en nuestras cosas.
Mi generación, sin embargo, está acostumbrada a habitar espacios inciertos, prestados, temporales. Pisos compartidos, de llaves copiadas, de salones y pasillos y neveras compartidas. Hogares paternos, donde convivimos con la decoración de nuestros yoes pasados. Vivimos de la mano de la inestabilidad de los alquileres crecientes, de la lógica del mercado de vivienda que deja fuera a la gente y que nos amenaza con expulsarnos de nuestros propios barrios y ciudades. Vivimos, en fin, donde podemos. Y, aun así, en este escenario líquido seguimos decorando nuestras paredes. Luchamos por convertirlas en hogares. Las adornamos a la desesperada, como quien pinta en lienzos movedizos, tratando de crear una ilusión de que poseemos esos lugares que nos permitan vivir con seguridad e imaginar el futuro.
Yo ya vivo más estable. Decoro con cierta desgana, intentando ser minimalista, los muebles de este piso temporal que es ahora mismo mi casa. Al fin he recuperado varios de mis dibujos y los he enmarcado y enclavado a la pared: un marco estable, una solución que ya ni recuerda aquel precario celofán de quita y pon. Y cuando los miro recuerdo aquellas paredes, blancas y efímeras, de mis casas de paso.