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La vida y ya
Ruido
Yo viví muchos años en una casa con un patio diminuto por el que solo entraba la luz un rato a la mañana. Era una casa antigua del centro, de esas que se fueron dividiendo con el tiempo y en las que casi ninguna esquina está a 90º, lo que hace más difícil encajar los muebles en unos cuartos ya de por sí pequeños.
El inquilino anterior solo nos contó una cosa mala del edificio: “La vecina de abajo es bastante cotilla”.
La vecina en cuestión era una mujer bastante mayor que vivía sola. Aquella idea se asentó en mi cabeza con la misma naturalidad con la que las margaritas siguen al sol durante el día. Mujer mayor. Mujer sola. Mujer cotilla. Parecía que esas palabras se entrelazaban con una naturalidad inocente.
Pasé los primeros meses tratando de esquivarla, contestando brevemente a sus preguntas, sin querer contarle nada más allá de lo que me parecía imprescindible para una convivencia distante.
La única conversación iniciada por mí que tuve con ella en ese primer tiempo, fue para comentarle que queríamos hacer una fiesta de inauguración de la casa. Quería consultarle si no le importaba que hiciéramos un poco de ruido, que sería solo ese día. Ella respondió con una sonrisa: “No hay ningún problema, a mí no me molestan los ruidos”. Le contesté que gracias. Después de eso poco más.
Y así hasta que un día que me la encontré en la entrada y me ofrecí a ayudarle a subir la compra (me parecía increíble que hubiera conseguido llegar hasta el portal cargando todo aquello ella sola). Según agarré la tercera bolsa, que estaba llena de fruta, me preguntó: “No pasáis mucho tiempo en casa, ¿verdad?”. “Bueno, en realidad sí”, le dije en tono de marcar distancias, “¿le hemos molestado con algo?”.
“No”, me dijo ella, “a mí nunca me molestan los ruidos, al revés, me gusta cuando hacéis música o cuando movéis las sillas. Me gusta saber que estáis ahí arriba, por mí podéis hacer todo el ruido que queráis”.
Así que la vecina cotilla no era más que una mujer mayor que vivía sola y que, a menudo, sentía que su soledad se abultaba menos cuando sabía que su vecina de arriba estaba en casa.
A veces las cosas se aprenden así. Que mujer puede ir con “mayor” y con “sola”. Que mujer no va con cotilla.
Ella fue quien me hizo entender que lo que nos protege no son las cerraduras ni las llaves en las puertas ni las rejas en las ventanas. Que lo que te hace sentirte segura es tener una vecina dispuesta a hablar contigo.
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Cierto. Es fundamental tener amigas y amigos, vecinas y vecinos en quienes confiar las llaves de tu casa para dar de comer al gato, regar las plantas o quedarte unos días con algún animal al que cuidar y pasear. Es la vida. Gracias.
Me encanta leerte todas las semanas, María. Emoción y reflexión. Tus artículos hacen que este mundo sea un poco mejor. ¡Por favor, no dejes de escribir ni de impartir clases!