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Tribuna
Invertir más o menos en infancia no tiene coste político
Los Presupuestos dedican un 1%, una cantidad casi tan insuficiente como la que dedicó en 2017.
El pasado 25 de abril, la Plataforma de Infancia (POI) organizaba una jornada sobre “Presupuestos, políticas y derechos de infancia” a la vez que en el mundo real se dirimían los grandes temas, entre otros, la posibilidad de que al día siguiente terminásemos la jornada teniendo por fin Presupuestos para 2018, en vez de los hasta ahora Proyecto de Presupuestos.
Aludo al mundo real porque a uno le da la impresión de que este tema, la infancia, importa solo cuando aparecen noticias relacionadas con la violencia y los abusos, y los PGE pueden ser muchas cosas, pero morbosos no son. En la sala éramos un poco los de siempre, representantes de organizaciones de infancia de España y de Europa, en su mayoría mujeres; algunas representantes políticas, también mujeres; e invitados expertos de dos países de la UE, Bélgica y Finlandia, que empataron en cuanto a sexos. No hubo, hay que decirlo, ningún menor; ni el formato ni el horario eran los adecuados, pero sí estuvieron presentes algunos esfuerzos, la mayoría de ayuntamientos que sí están haciendo los deberes e intentan dar voz a la infancia a la hora de pensar sus presupuestos.
Y es que nadie duda de la relevancia de la infancia, de su protección y de su entidad presente como sujetos de derechos y de su rol como entidad futura. Si se me permite la frivolidad interesada, representa al grupo de personas que serán los que acaben pagando nuestras pensiones. Eso sí, a la hora de unir presupuestos e infancia toda esta relevancia e importancia decae un poco y, mirando a los Presupuestos Generales de 2018, da incluso la impresión de que invertir más o menos en infancia no tiene ningún coste político, a diferencia de las pensiones y del buen ejemplo que ha dado y está dando el colectivo pensionista reclamando la mejora de las mismas. Uno piensa a veces que, si la edad de votación se bajase hasta los 16 años, quizás la cosa mejorase algo más rápidamente. No lo sé.
Estos presupuestos se hicieron públicos semanas después de que el Comité de los Derechos del Niño de Naciones Unidas hiciera el examen a España sobre el cumplimiento de la Convención de Derechos del Niño. Un examen del que nuestro Estado salió con una lista de mejoras no pequeña, entre las que señalaba mayores partidas para atender a la infancia vulnerable, preocupado este Comité por el incremento de la pobreza infantil en nuestro país. Una preocupación que seguramente cualquier lector comparta y que quizá haya plasmado firmando alguna de las distintas peticiones que las ONG hemos hecho públicas, como la que impulsamos en Ayuda en Acción, organización a la que pertenezco.
Otra de las recomendaciones era que se adoptasen, a la hora de presupuestar (cualquier presupuesto, ley, normativa….), los criterios basados en los derechos del niño a los que se comprometen los estados firmantes de la Convención, como lo es España. Estos criterios son obligaciones para el Estado español, y por lo tanto, incluso para los técnicos que elaboran el presupuesto. Para ello y por si había dudas, el Comité reflejó en su Observación General 19, una serie de pautas en relación con la inversión y el gasto público en derechos de la infancia.
Lo primero que se pide es que el presupuesto sea suficiente, algo obvio pero que casi nunca se cumple (uno de cada tres niños en España está —sigue estando— en riesgo de exclusión y pobreza), pero también se pide que se emprendan evaluaciones del impacto de las medidas jurídicas y normativas, y el Presupuesto no deja de ser una Ley, así que debería de haber habido una evaluación del impacto sobre la infancia y sus derechos que finalmente no ha existido. También solicita que se definan claramente aquellos montos presupuestarios que están enfocados a la infancia desfavorecida y excluida, y esto, si bien se hace, se hace poco, porque aunque existe un incremento de 4,5 millones de euros en esta partida respecto a 2017, pasando de unos insuficientes 342 millones de euros a 346,5 millones del presupuesto de 2018, estos resultan todavía escasos.
Además, es complicado determinar qué cantidades van exactamente orientadas a la infancia, rasgo que resultaría necesario si seguimos las recomendaciones del Comité de Derechos del Niño. La realidad es que requiere de un trabajo de investigación; de hecho, la Plataforma encargó un estudio preliminar del que salen la mayoría de los datos que menciono —junto con el trabajo de años de los compañeros de UNICEF que nos ayudan con su metodología— en el que se revisan partidas grandes e importantes como pueden ser las de salud, bienestar social, educación (esta sí, una gran parte orientada a infancia) o prestaciones, y en el que hay que estimar qué parte de ellas se dirigen a niños y niñas. Además, hay que tener en cuenta que muchas de estas competencias no le son propias a la Administración general del Estado y están transferidas a las comunidades autónomas y municipios, así que más complicado aún.
En líneas generales, lo que este presupuesto dedica específicamente a infancia respecto al de 2017 es prácticamente igual, alrededor de un 1%, o lo que es lo mismo, el Gobierno está igual de preocupado por la infancia que lo estaba el año pasado (insuficientemente, según las organizaciones de infancia).
Hay mejoras respecto a 2017 como la medida de aumento del permiso de paternidad con su correspondiente reflejo presupuestario, o aquellas, el paquete más amplio, que se traducen en desgravaciones, exenciones y deducciones, como las deducciones a guarderías o a las monoparentales. Son importantes, pero no alcanzan en su mayoría a las familias más vulnerables en donde están esos niños y niñas más necesitados de atención y protección, fruto de que gran parte de estas familias no están obligadas a hacer la declaración de la renta por no alcanzar el mínimo de ingresos que te obliga a presentarla. Por ejemplo, en el caso de las familias monoparentales, el 85% de ellas son monomarentales, de las cuales el 53% están en riesgo de pobreza y exclusión, así que difícilmente alcanzarán estas medidas.
Estas medidas son buenas y beneficiosas para las clases medias y medias altas, pero no necesariamente favorables para las franjas de población más carentes. Hay que recordar aquí el lema —no dejar a nadie atrás— de los Objetivos de Desarrollo Sostenible que todos los Estados deben cumplir para 2030 y que nos fuerzan también a orientar los presupuestos para cumplirlos. Estas medidas fiscales se convierten también en menos ingreso para el Estado —y, por lo tanto, menos capacidad de inversión en mejorar las dotaciones de servicios básicos que sí pueden favorecer a toda la población— y en un argumento más al ya escuchado de “no hay recursos”. Independientemente de los PGE 2018, Bruselas ya señaló el año pasado que España es el cuarto país de la UE con menor poder recaudatorio y parece complicado dotar de servicios públicos suficientes si el Estado no se dota de mecanismos para financiarlos. Sabemos que estas son siempre políticas impopulares, pero más impopulares fueron los recortes y se hicieron porque se consideraron necesarios.
En la Jornada con la que empiezo este texto acabamos confirmando el atraso de nuestro país en protección a la infancia al conocer las buenas políticas que aportaron nuestros colegas de Bélgica y Finlandia. Por ejemplo, cuando hablamos de prestaciones por hijo a cargo, que en España se sitúan en unos 25 euros mensuales y que desde las organizaciones de infancia aspiramos a que, al final de esta legislatura, alcancen los 100 euros mensuales (media europea) y a que (todavía más irreverente, como lo es en muchos países de la UE) se convierta en universal (es decir para todos los niños sin distingo del ingreso de sus familias). En Finlandia tienen prestaciones universales para el primer hijo de casi 95 euros, para el segundo 104 euros y 133 euros para el tercero; mientras que en Bélgica, primero, segundo y tercer hijo disfrutan de 92, 170 y 254 euros respectivamente, reconociendo con esto que, primero, tener hijos no es barato y, segundo, que sigue siendo necesario para eso del reemplazo generacional.
Acabo con un deseo y es que la infancia, si queremos un mejor presente y un mejor futuro, alcance finalmente algún día una relevancia política que se traduzca en inversiones justas. Quizá la única forma para alcanzarlo es que salgan de la mano de sus abuelos y abuelas a reclamar al Gobierno que no invertir en infancia tiene también un coste político, por lo menos y hasta que no voten, porque sus abuelos se puedan enfadar.