Precariedad laboral
Pásate ese hongo, Paul

¿Qué más nos podrán instalar? Que se acabaron las pensiones, que adiós a la escuela pública, que nos despidamos de derechos básicos, que veamos a nuestros vecinos como invasores. Que nos desentendamos de la historia, a lo mejor, y dejemos las cosas importantes a los que saben.

Economía colaborativa

“¿Necesitamos comernos otra vez un hongo alucinógeno para ver la historia?”. Recojo la pregunta que nos hace Paul B. Preciado al cierre de uno de sus artículos. Pero ¿no está la historia fuera de nuestro alcance? ¿No hemos sido despeñados ya de la ‘historia’ a estas alturas? ¿No nos han dejado los acontecimientos suficientemente anodadados no solo para verla, incluso para habitarla?

Erigen muros, excluyen a millones, borran derechos, levantan y subdividen naciones, aplastan memorias, sepultan injusticias, niegan identidades, se eliminan recursos, se esquilman especies, se destruyen hábitats. A nada de esto parece que esté en nuestra mano ponerle freno. Nada de lo anterior parece que seamos capaces de detenerlo. Aquel “fin de la historia” pregonado hace treinta años, visto desde aquí no fue más que un intento de hacernos saltar de ella, convencernos de abandonar toda esperanza, para que la destrucción programada no encontrase obstáculos. Y lo han seguido haciendo golpe a golpe, guerra a guerra, atentado a atentado, crisis a crisis, como dejó dicho Naomi Klein.

Hace pocas semanas leí algo en Twitter, casual y anecdótico como tantas cosas: la usuaria explicaba que nunca había pasado de ganar 400 euros al mes y que aquellos que nos llamábamos “precarios” cobrando mil resultábamos un tanto insultantes. 400, 1.000, 2.500. Las cifras importan. Aquello que tiene cada una bajo los pies importa. Más importante me pareció el velocísimo cambio de subjetividad que implicaba. Velocísimo quiere decir diez años. La historia era esto: son tan rápidas y profundas las desposesiones que no hacemos más que adaptarnos.

Pero un cambio como ese no viene de serie, es algo que nos instalan como un software. El software del shock puede funcionar a pequeña o a gran escala, lo que cuenta es que funciona. Y entonces, ¿qué más nos podrán instalar? Que se acabaron las pensiones, que adiós a la escuela pública, que nos despidamos de derechos básicos, que veamos a nuestros vecinos como invasores, que no tendremos casa en nuestra puta vida, que busquemos refugio en quienes hablan de seguridad y orden. Que nos desentendamos de la historia, a lo mejor, y dejemos las cosas importantes a los que saben.

Sigue Preciado: “Pero la historia no para, es nuestra percepción la que no deja de apretar el freno”. “Nuestra percepción” sería entonces un pantano donde se mezclan miedos del pasado en forma de conservadurismo con miedos renovados en forma de reacción.

Sí, Paul, necesitamos ese hongo. Pero llámese hongo a cualquier organización o asamblea. Llámese redes, entramados de cuerpos que se cuidan y se otorgan atenciones materiales y afectivas. Llámese micropolíticas. Llámese atender las urgencias que nos sumen en ansiedad. Llámese despertar la imaginación, la escucha de aquel que no se nos parece, la capacidad de aliarnos para proyectar mundos y salir de la historia. Llámese hongo a cualquier cosa que ayudara a dejar de sentir miedo para organizar la rabia colectiva. Y llámese hongo a los gestos, las palabras, las metáforas que borrasen los microshocks instalados, esos que nos permiten admitir lo inadmisible. Necesitamos desesperadamente ese “algo” que nos desconecte y nos vuelva a conectar con la radical diversidad. Necesitamos desesperadamente comernos ese hongo alucinógeno no solo para ver la historia: para desactivar significantes dañinos y reinstalar la empatía. O tan solo para penetrar la cotidianidad.

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