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Hace quince años —mes arriba, mes abajo, pero vamos, tercero de la ESO—, mi madre me acompañó a la hora de cenar, cosa que no solía suceder, pues en mi casa las cenas no han sido nunca importantes. Ese día yo corté el pescado que había en cachitos diminutos y tardé mucho más de lo necesario en medio acabar el plato. Y me acuerdo de la lentitud, de mi madre desesperada para que acabase, de que era pescado y no carne porque ese fue el día en el que había decidido dejar de comer a conciencia y con determinación.
Para ese entonces ya llevaba un tiempo leyendo blogs sobre lo que se conoce como “Ana” y “Mía” —los nombres de las enfermedades de anorexia y bulimia en la red—. No sé cómo llegué ahí, solo sé que leía entradas a diario y que todo lucía entre rosa y gótico. Yo gótica no era y el rosa nunca había sido de mi agrado, pero encontraba ahí objetivos muy claros, sencillos y directos en un momento en el que todo era duda y desorientación.
No solo leía las “motivaciones”, también leía multitud de artículos que alertaban sobre los peligros de los Trastornos de Conducta Alimentaria (TCA) porque me estaba metiendo en algo que intuía dañino, pero que iba a ser mío, por lo que necesitaba tener claros los límites para que nadie se tuviera que ocupar de mí y así todo bajo control, ¿no?
Sería muy sencillo decir que ese fue el inicio: una adolescente infeliz de familia desestructurada que encuentra refugio en otras adolescentes infelices con sus respectivos problemas y cuyo objetivo, al final, es morirse
Sería muy sencillo decir que ese fue el inicio: una adolescente infeliz de familia desestructurada que encuentra refugio en otras adolescentes infelices con sus respectivos problemas y cuyo objetivo, al final, es morirse. Si bien la semilla del TCA se sembró mucho antes de decidir no comerme ese pescado.
La comida es un ritual que une. En los encuentros familiares, con amigos, en los cumpleaños y en las grandes celebraciones, siempre hay comida. Pero en lo simple también, pues comer con tu familia a diario es un ritual para contarse qué ha pasado y compartir un tiempo que, fuera de la mesa, quizás no se tiene. En el momento en el que ese ritual diario tiene una estructura distinta, tu relación con la comida inevitablemente cambia. En mi caso, mi madre, como toda migrante, trabajaba horas indecentes para que no nos faltara de nada —y nunca nada nos faltó—, por lo que el momento de comer era a solas o con la tele; algo que había que hacer, pero que no era importante. Luego, todos los sabores y texturas de los alimentos, menos el chocolate, me causaban un rechazo terrible siendo niña. Podía comer ensalada, pero solo de lechuga; huevos revueltos con patatas, pero no en forma de tortilla; pollo, si estaba sazonado al estilo de mi madre, no de otros; y así un sinfín de detalles que me hacían ver que, al menos para mí, comer no era más que un trámite que había que hacer como ser humano, pero cuyo disfrute no entendía.
A esta base, que es muy interna y personal, hay que sumarle lo externo: los estándares de belleza de la sociedad occidental y la presión social que existe sobre el cuerpo de la mujer para que lo cambie y moldee eternamente. Y durante los años 2000 lo que se llevaba era la delgadez extrema: pantalones de tiro bajísimo, huesos marcados, caras cadavéricas... Y luego estás tú, que eres una persona racializada, con unas características físicas muy distintas a Kate Moss y, aunque Beyoncé también era un referente por esa época, tu actitud está a años luz de acoger con fortaleza ese tipo de cuerpo. Entonces viene la gran capa que une el combo: la falta de autoestima, la autopercepción y la gestión de las emociones.
El cuerpo se transforma en el principal objeto de control, pudiendo centrar cualquier conflicto a través de este. Cumplir objetivos te da paz y placer, generando en el cerebro alteraciones en la liberación de dopamina, manteniéndote enganchada a la enfermedad durante años
Cuando caes en un TCA no es que simplemente quieras adelgazar. Existe un rechazo profundo hacia tu cuerpo, pues este es la ventana al mundo exterior y lo último que quieres es que alguien abra esa ventana. El cuerpo se transforma en el principal objeto de control, pudiendo centrar cualquier conflicto a través de este. Cumplir objetivos te da paz y placer, generando en el cerebro alteraciones en la liberación de dopamina, manteniéndote enganchada a la enfermedad durante años.
Porque es una enfermedad. Parece obvia esta mención, pero comentarios del tipo “pues come”, “déjate de tonterías”, “qué pesada, siempre con lo mismo” se han repetido de manera incesante por parte de personas que, sobre todo, se sienten incómodas ante alguien que se pone a hablar sobre una enfermedad tan silenciosa. Pero hasta que no se habla de ella no existe, y hacerla real es clave para la recuperación.
Recuerdo que, hace un par de años, escuché a una compañera de trabajo hablar de que había tenido un TCA sin ningún pudor. Me sorprendió muchísimo, porque nunca había escuchado a alguien hablar de ello con esa naturalidad, sin que fuese algo privado, algo de lo que te avergüenzas de algún modo. Le abrí conversación por Teams para saber más, yo que tan acostumbrada al pudor y al miedo estaba, y ella siguió siendo tan natural que me inspiró, pues vi que había otra manera de llevarlo. Ese momento abrió una veda porque, conforme fui cogiendo confianza para hablar de la enfermedad, fui descubriendo que había gran cantidad de personas a mi alrededor que habían lidiado con un TCA o con algún conflicto alimentario. Y de alguna manera dejé de estar sola.
Evidentemente, cada TCA es un mundo. No hay dos experiencias iguales, pero sí existen patrones de conducta comunes. Cuando empiezas a hablar con otras personas que se han recuperado o se encuentran en proceso, eres capaz de ampliar tu perspectiva, de conocer cómo otras han superado conflictos que te atraviesan, te animas a probar otras técnicas de cuidado y, cuando tienes una crisis, se abre la posibilidad de recurrir a alguien que no te va a juzgar porque es capaz de comprender por lo que has pasado.
El papel del psicólogo es clave, pero no siempre es una opción cuando la precariedad domina. En mi caso, cuando me sentí capaz de buscar ayuda profesional, una psiquiatra —paso inevitable antes de que te deriven al psicólogo— se vio en el poder de decirme que, con el tiempo que llevaba enferma, no me iba a curar, y me apuntó el número de una clínica carísima para que me ayudasen. El dinero acelera muchos procesos. Seguramente, de haberlo tenido, no estaría escribiendo esto quince años más tarde, pero gracias, señora psiquiatra, por su comentario de mierda. Tanto estudiar para acabar siendo más insensible que una piedra pómez. En fin, volvamos.
La fase de recuperación ha sido, en mi caso, la más dura porque, sí, estás mejor, pero no bien; te empiezas a reconocer y a querer mostrarte al mundo, pero no demasiado; puedes comer sin recurrir a ninguna trampa, pero los pensamientos intrusivos son a veces más fuertes que antes y los momentos en los que piensas “para qué tanto esfuerzo, con lo agotador que es y lo fácil que sería quedarse en la enfermedad”, se multiplican.
A lo largo del último año entendí que estaba atravesando un duelo. Tras haber pasado la mitad de mi vida con TCA, escuchando esa voz instalada dentro de mí cada día, la ventana al fin se estaba abriendo
A lo largo del último año entendí que estaba atravesando un duelo. Tras haber pasado la mitad de mi vida con TCA, escuchando esa voz instalada dentro de mí cada día, la ventana al fin se estaba abriendo. Después de tanto tiempo con las persianas bajadas no sabes si la luz te gusta o si estás mejor refugiada dentro, que es lo que conoces, lo que has sido. Salir de ese refugio es despedirse de esa persona que no supo hacerlo mejor y que, a su vez, lo hizo lo mejor que pudo; es pedirse perdón por hacerse tanto daño; es aceptar que no se puede huir y que todos estos años forman también parte de ti, de tu historia.
Algo ha muerto, y toda muerte genera una reacción, pero también da cabida a un nuevo espacio, una nueva voz. En ese espacio la luz entra regia por un ventanal enorme que se puede abrir, desde el que se puede ver y hasta en el que se puede entrar. A veces se baja un poco la persiana, pues los expertos recomiendan no exponerse de manera prolongada al sol —aunque no hay que hacer demasiado caso a los expertos, pues en realidad no tienen mucha idea de la vida—, pero siempre acaba llegando el ánimo para volverla a subir, abrir sus puertas de par en par y dejar entrar a otras personas para compartir, por qué no, un sancochito con su ají y todo.
Esta es una carta de despedida a una parte de mí que, tras mucho trabajo, acompañamiento y paciencia abrazo, acepto y perdono.
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Cualquier enfermedad sólo puede tratarse desde la óptica de la Ciencia, y nunca desde la óptica de la moral judeocristiana. La anorexia o la bulimia, la depresión, el alcoholismo, la ludopatía, el sida, la obesidad, etc., solemos enfocarlas de forma moralista, como si fuese culpa del paciente, y con un poco de “fuerza de voluntad” (un concepto inexistente para la medicina), se pudiesen curar. Cuando alguien te dice que tiene una gripe, le aconsejas un fármaco, no le culpas de haberla cogido. Con lo demás pasa lo mismo.