We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Estirado sobre tres bombonas de aire y hierros grasientos del interior del chasis, Said Khatabi oía los gritos de los dos chavales que se resistían a entrar en el coche patrulla. Todavía eran las cinco de la mañana. Tenía espacio de sobra para cambiar de postura y tumbarse boca arriba. Con cada movimiento se ensuciaba un poco más la ropa, que ya casi se había ennegrecido del todo. Siempre llevaba una muda vieja encima, pero esta vez la fuga había sido improvisada. El motor se puso en marcha tras varios estertores y, sobre su cabeza, el anverso de los escalones comenzó a sacudirse con los golpes sordos de los pies de los guiris.
Said conocía todos los recovecos por los que podía colarse. Había que reptar para meterse dentro, pero una vez salvados los bajos el espacio era amplio y era posible acuclillarse. Desde el eje trasero, una especie de túnel que se abría paso entre vigas de metal permitía atravesar el autocar con la mirada. Por esa especie de pasillo podía escurrirse un cuerpo maleable hasta alcanzar las ruedas delanteras, sobre las que había dos compartimentos huecos alejados del calor del motor en los que cabía de sobra una persona. El autocar se detuvo. Ahora era cuando le pillaban, levantaban la tapa de la carrocería que resguardaba su cubículo, le hacían bajar y le enviaban a casa.
El autocar prosiguió su marcha con Said todavía escondido dentro y atravesó —clo-clonk— la rampa del ferri. El lugar más cómodo en los bajos de un autocar se encontraba detrás del parachoques delantero, encima de la rueda de recambio. Solo en uno de sus treinta intentos había conseguido llegar tan lejos. En aquella ocasión, cuando salió de su escondite en busca del mejor sitio posible los perros de los vigilantes comenzaron a ladrar. Acabó encerrado en un camarote de vuelta a Tánger, donde pasaría la noche en el calabozo. Esta vez decidió quedarse muy quieto.
El autocar prosiguió su marcha con Said todavía escondido dentro y atravesó la rampa del ferri. El lugar más cómodo en los bajos de un autocar se encontraba detrás del parachoques, encima de la rueda de recambio.
Los fines de semana, Mercabarna es un erial. En la longitudinal nueve solo hay dos operarios que lijan el suelo del almacén. En el muelle, donde está aparcado el coche de Said, un Touareg del 2004, huele a fruta fermentada, a madera astillada y a diésel. Los tubos de escape cromados que relucen en el culo de su Volkswagen son en realidad de un Cayenne; consiguió que se los enviaran de un desguace de Alicante y le costaron, ambos, ciento cincuenta euros. Ha pintado el parachoques de plástico del mismo color para que parezca de aluminio, ahora solo le falta un poco de suciedad para que acabe de dar el pego. El motor R5, el más pequeño de este modelo, se agita bajo el capó, que se cierra de golpe cuando Said se despista. Cada portazo sordo le recuerda que tiene que cambiar los muelles que lo sujetan, las piezas le costarán tres euros en el desguace, pero se le vuelve a olvidar en seguida. Se sienta tras el volante, detrás de él queda la sillita Hello Kitty de su hija, y presiona el pedal del gas hasta el fondo. El motor da tirones. Gira la llave de contacto y las vibraciones se detienen; el ruido cesa.
Un avión despega en silencio desde el Prat. Said se quita la camiseta y se inclina para echar un vistazo al motor. Echa el humo del Marlboro sobre el filtro del gasoil, que parece ser el causante de la avería. Tal vez los restos de porquería del fondo del depósito lo hayan obstruido por conducir en reserva demasiado a menudo. Al erguirse oscilan los destellos de su cadena de plata, que se adapta a su clavícula como la alfombra de una escalinata; en el hombro izquierdo, brilla una cicatriz con forma de oruga.
Cuando eran jóvenes, Said y sus amigos subían en bicicleta hasta lo alto de una colina para hacer barbacoas. De la rama de un alcornoque colgaban dos arandelas olímpicas. Se entretenían colgándose de ellas, rodeados de laderas frondosas salpicadas de casitas blancas. A medida que el sol descendía, los haces de luz peinaban la hierba alta arrancándole brillos cobrizos. Said saltó para agarrarse a las arandelas. Dejó caer las sandalias y comenzó a hacer piruetas. Contrajo los músculos y elevó su cuerpo hasta quedar en vertical, cabeza abajo, a dos metros del suelo. Los brazos le temblaban debido al esfuerzo mientras los codos se ayudaban de la tensión de la cuerda para estabilizarse.
Igual que todos los chavales de Tánger, Said había perfeccionado la técnica a base de pasar horas ahí colgado —ahora sabe, se lo explicó un compañero de trabajo que es de Horta, que en la misma época las arandelas también estaban de moda en Barcelona. Su puño se aferraba con tanta fuerza que obstruía la circulación de la sangre, pero el sudor de la palma de la mano le hizo resbalar.
Marruecos
Inversión pasajera del imaginario migratorio en Marruecos en tiempos de covid-19
Las políticas de confinamiento geográfico que pesan habitualmente sobre los africanos se han desplegado de forma inédita sobre los occidentales en los países del sur. Para los migrantes “irregulares” en Marruecos las políticas del covid-19 suponen la suspensión de la movilidad forzada hacia el sur, y la imposibilidad de retomar la movilidad deseada hacia el norte.
Cuando despertó en el suelo de tierra sobre el que había caído, tuvo la sensación de que le faltaba algo. El brazo izquierdo estaba atrapado debajo de su cuerpo, tan entumecido que pensaba que se lo habían arrancado. El hueso le había desgarrado la carne del hombro. Pasó dos meses en el hospital esperando a que llegara de Francia la placa que los médicos necesitaban para curarle.
Said se quita el cinturón para no rayar la carrocería con la hebilla y mete los brazos hasta el codo en el motor, como si estuviera operando a corazón abierto. Todo lo que sabe lo aprendió en Tánger, en un taller en el que empezó a trabajar a los once años. Uno de los clientes, el dueño de un Patrol de gasolina que siempre le dejaba propina, tenía una lancha de cuatro motores con la que pasaba hachís a España y, de vez en cuando, también llevaba personas. Una de ellas podía ser Said. Ni siquiera se lo planteó, porque la gente del norte no cruza en patera. Solo los que vienen del sur, los subsaharianos que han atravesado el desierto hasta llegar al último país que les separa de Europa, se atreven a hacerlo. Los marroquíes podían conseguir, por tres mil o cuatro mil euros, un pasaporte francés falso para cruzar con seguridad. De todos modos, si Said no se subió a la lancha fue porque su padre le habría matado.
Retira el filtro del gasoil, un cilindro con cuatro pivotes cortos en un extremo, y lo limpia con papel de cocina. Ha olvidado traer combustible para llenar el filtro nuevo, así que se lleva los dos al borde del muelle, se acuclilla delante de la destructora de cartón y empieza a verter los restos de gasoil dentro del filtro nuevo hasta que emerge la suciedad del fondo. Said se sienta tras el volante con el torso desnudo y los antebrazos cubiertos de grasa. Durante mucho tiempo quiso ser conductor de autocar para tener una jornada fija e ir siempre elegante, pero tras haber conducido durante varios años la Rena, un camión tan viejo que cuenta los kilómetros en números romanos y que es lo suficientemente pequeño como para que él lo pueda llevar con su carné de coche, se ha acabado haciendo cargo de lo extenuante que es trabajar en la carretera.
De vez en cuando, en medio de una jornada de reparto por las fruterías y supermercados de Barcelona, la policía le da el alto y le hace llevar el camión hasta una báscula para comprobar que no lleva más peso del autorizado. En una de estas, multaron a la empresa por exceso de carga y a él por conducir sin carné. Se lo habían quitado al dar positivo en un control de alcoholemia. Al parecer, diez años después de haberlo recuperado todavía tenía pendiente un curso de reeducación y sensibilización vial que Said ignoraba que se había saltado.
No había probado el alcohol hasta que llegó a Barcelona. La primera mezcla que probó fue el Ballantine’s con Coca-Cola en la terraza del Maremagnum a la que se mantuvo fiel desde entonces. Comenzó a salir de noche, a una discoteca de Terrassa donde iban sus amigos marroquíes. Bebía hasta perforar un agujero en su memoria y llegaba a casa en su Golf GTI milagrosamente indemne. Los vecinos se lo encontraban aparcado en la puerta de casa y le despertaban golpeando la ventanilla con los nudillos.
—¡Sube a dormir, cabrón!
Said vivía en Poblenou, en el piso de Juan, un septuagenario al que le sobraban dos habitaciones. La única familia que se le conocía era una hermana que vivía en Olot. Uno de los cuartos estaba ocupado por otro marroquí que pasaba semanas enteras en Ibiza excavando agujeros en la obra con una grúa perforadora. Cada mañana, antes de salir a trabajar, Said echaba un vistazo a la habitación de su casero para ver si necesitaba algo.
Said conducía una furgoneta Mercedes TN de color rojo Coca-Cola con la que hacía mudanzas y cargaba piezas para hacer chapuzas para los clientes que captaba en la puerta del desguace de Santa Coloma. Juan era incontinente y, cada vez que Said veía un colchón en buen estado en los alrededores de Glòries, lo cargaba en la furgoneta y lo subía a casa para sustituir el antiguo. Cuando ya trabajaba en Mercabarna, en una tarde de reparto con la Rena recibió una llamada de los Mossos d’Esquadra. Juan llevaba veinticuatro horas muerto. Su compañero de piso estaba en Ibiza y Said no recordaba haber entrado a comprobar cómo estaba el hombre aquella mañana, aunque si lo hizo probablemente pensara que estaba durmiendo, porque lo encontraron tumbado de lado, de cara a la pared. Le dio un infarto en pleno sueño; cuando Said lo vio, al regresar a casa tras la llamada de la policía, una gota de sangre le escapaba de la nariz.
Said y su compañero de piso llegaron a un acuerdo con la hermana de Olot para seguir viviendo ahí. Said se instaló en la habitación más grande, que había quedado libre. Pintó las paredes, le dio la vuelta al colchón y pasó la primera noche. Al despertar, se fue a trabajar sin echar un ojo a la habitación contigua. La segunda noche tuvo una pesadilla. Juan, el hombre que había sido dueño de aquella casa, de aquella habitación y de aquella misma cama se arrastraba por el suelo y le agarraba del tobillo tratando de arrancar a Said de su colchón a tirones, apretando los dientes por el esfuerzo y la rabia.
Supo que estaba en España cuando oyó el crujido metálico de la rampa del ferri cediendo bajo el peso del autocar. Cambió de postura y se quedó dormido, arrullado por el viento y la vibración del motor. No volvería a cruzar la frontera hasta dos años después, cuando regresara a Marruecos para visitar a su familia al volante de su Golf 2. Se despertó cuando el autocar se detuvo en Sevilla. Al salir de su escondite tocó sin querer la válvula de una de las bombonas de aire, de la que salió disparado un chorro de oxígeno a presión. El ruido alertó al conductor. Said volvió a meterse en los bajos del autocar, reptó hasta las ruedas posteriores y salió por la parte de atrás. El conductor comenzó a gritar. Said le hacía señas para que pensara que había estado oculto en las ruedas traseras, no quería fastidiarle el escondite a los que vinieran después de él. No se estaban entendiendo. Cuando Said vio que el hombre comenzaba a calmarse, se escabulló.
Tenía que llegar hasta Córdoba, pero ninguno de los coches que pasaban por la autovía se detenía al ver el pulgar levantado de Said. Ahí tenía dos amigos que vivían en un centro de menores. Anduvo por el arcén mientras los conductores seguían ignorándole hasta que, de madrugada, tras haber caminado desde el mediodía, llegó a un pueblo a las afueras de Córdoba. Tenía el nombre de un santo que no sería tan memorable como las casitas de piedra y un puente, muy bonito, bajo el que se echó a dormir.
A las nueve de la mañana le despertó una mujer.
—¿De dónde vienes?
—Yo hambre.
Said entendía el castellano, pero a penas lo hablaba. La mujer le hizo un bocadillo de queso y le dio una bolsa con cuatro manzanas y dos yogures. Un camionero se detuvo y le llevó hasta la entrada de Mercacórdoba. Se le hizo tarde, el sol comenzaba a ponerse, y estuvo buscando un lugar en el que pasar la noche hasta que dio con el parque de la estación. Al amanecer, Said se acercó a un marroquí que le pagó un bocadillo y le metió en un autobús en dirección al centro. No le admitieron en la institución donde vivían sus amigos porque él era mayor de edad; tenía diecinueve años. Sin embargo, la educadora le permitió pasar ahí las noches con la condición de que no se dejara ver durante el día, así que los tres pasaban todo el tiempo dando vueltas por Córdoba esperando a que se hiciera de noche. Llamó desde un locutorio a sus padres, que llevaban días sin noticias de él. Sabían que había intentado cruzar a España porque el amigo que lo acompañaba cuando Said se metió en los bajos del autocar se había quedado en tierra.
El día de la fuga habían salido a pasear a la feria cuando vieron un autocar de Trafalgar, una compañía portuguesa que traía turistas desde la Península que venían a hacer la ruta por Marruecos. Tánger era la primera parada, pero también la última, donde pasaban la noche antes de tomar el ferri de vuelta a Algeciras. El autocar estaba aparcado a la puerta del hotel y un vigilante se encargaba de controlar que nadie se colara. Said se alejó para orinar y al volver oyó los gritos del vigilante que intentaba alejar a dos chavales que trataban de meterse en el autocar. La discusión venía de la parte frontal, pero el propio vehículo le tapaba al vigilante, del que solo le llegaban los gritos. Said se echó al suelo y reptó por debajo del autocar desde el culo hasta el morro, donde estaba el agujero por el que podía acceder al cubículo sobre la rueda. Mientras tanto, su amigo se había quedado con la espalda apoyada contra la valla de las vías del tren, esperándole.
Said no se hubiera ido a Barcelona si la mayoría de sus amigos no se hubieran marchado antes que él. A los que se quedaron tampoco les va tan mal. Todos trabajan y alguno tiene negocio propio
Said no se hubiera ido a Barcelona si la mayoría de sus amigos no se hubieran marchado antes que él. A los que se quedaron tampoco les va tan mal. Todos trabajan y alguno tiene negocio propio: un taller de planchistería, un local especializado en inyectores de automóviles y una tienda de comestibles. El que abrió la tienda lo hizo con la esperanza de que le concedieran el visado, tener un comercio sumaba puntos, pero se lo denegaron de todos modos. Si se hubiera quedado, Said habría seguido trabajando como mecánico.
En Barcelona también estaba su hermano mayor, Moha, que estudiaba un doctorado en Ciencias del Mar. Fue él quien vino a buscarle a Córdoba en autobús y con él vio Barcelona por primera vez. Era de noche y, desde el interior iluminado con luz fluorescente, Said trataba de vislumbrar el Arco del Triunfo a través de su propio reflejo. Al día siguiente, estaba en el antiguo mercado de los Encantes con su tío, uno de los marroquíes más antiguos de Barcelona, montando el puesto de una mujer llamada Julia y ayudándola a cargar cajas llenas de ropa interior.
Said echa de menos a su hermano Anwar, al que no ha podido visitar desde marzo por culpa del coronavirus. Anwar es el menor de los siete —Said es el quinto—; al llegar a Barcelona estuvo viviendo en un centro de menores cerca del Tibidabo y poco tiempo después de tener que abandonarlo porque había cumplido los dieciocho años entró en la cárcel tras una pelea en Plaça Catalunya. Ingresó por primera vez en prisión a los diecinueve años y ya lleva diecinueve años preso. En Can Brians, la prensa le otorgó el sobrenombre de “manos-tijeras”.
Anwar se presentó en la oficina del módulo del que era interno para pedir un cambio de celda. Los funcionarios le dijeron que debía solicitar el trámite en otro lugar, así que dio media vuelta y volvió a su habitación. Regresó a la oficina, abrió la puerta de una patada y atacó al único funcionario que había en ese momento. Anwar se había colocado hojas de afeitar entre los dedos con las que hizo varios cortes en la cara del funcionario. Los gritos alertaron a un compañero que también resultó herido. Entre ambos trataron de reducir a Anwar y encerrarlo en la oficina, pero él se resistió y persiguió a los funcionarios, que huían por el pasillo. Uno de ellos se refugió en la lavandería; el otro, en el taller. Hicieron falta refuerzos para detener a Anwar, que terminó hiriendo a nueve funcionarios.
Eso era lo que Said había leído en la prensa; su hermano le había contado una historia distinta. En la cárcel de Lleida se había peleado con un celador, y los funcionarios de Can Brians lo sabían. Entraban en su celda para registrarla a cualquier hora del día y le dejaban la habitación patas arriba. Hasta que, en una de estas incursiones, uno de ellos encontró el Corán. Lo tiró al suelo y lo pisoteó ante los ojos de Anwar, que echó mano de una cuchilla y se abalanzó sobre él.
Said va a visitar a Anwar a Lledoners, donde está recluido ahora, una o dos veces al mes. Él cree a su hermano, aunque no conoce todos los detalles porque Anwar no suelta prenda. Le pide que le llame cada día, cuando le apetezca hablar, así Anwar se entretiene un poco. Pero él prefiere gastar los cuatro duros que tiene en café y tabaco, y no le llama nunca. Él quiere cumplir íntegra su condena y dice que no aceptará ninguna rebaja de los años que le tocan porque no se fía de los funcionarios; uno de ellos le dijo a Said que nunca había visto a un preso que pasara tanto tiempo en aislamiento. Anwar ha estado diez años apartado del resto de internos y eso, con el tiempo, le dijo a Said la psicóloga, afecta a la cabeza. La directora le ha dicho a Said ya dos veces que si Anwar hiciera todos los programas podría salir en un año, y Said trata de convencerlo para que los haga cada vez que lo ve. Anwar dice que Said no puede comprender lo que él ha vivido, que no se fía de ellos, a lo que Said responde con un lacónico “tú mismo”.
En el margen
Ismail El Majdoubi: “Lo que resumen esas cuatro letras, mena, es que eres el mal que viene del sur”
Ahora lo que querría es conseguirle un abogado para trasladarlo a Marruecos, porque lo mejor que puede hacer por Anwar es sacarlo de España. Cuando va a visitar a su hermano, por recomendación de la psicóloga intenta no hacerle enfadar; lleva con él a su mujer y a sus hijos, que hacen lo que pueden por hacerle reír. Los padres de Said y de Anwar llevaban más de diez años sin ver a su hijo pequeño; ellos se habían quedado en Tánger y él era el único que no podía bajar a visitarlos en verano. Con la ayuda del director de la penitenciaría que había entonces, Said los trajo a Barcelona y estuvieron viviendo con él en su piso de la Salut, en Badalona. De forma excepcional, les concedieron cuatro vis a vis. Said temía que el viaje matara a su madre, que tenía el corazón débil y el colesterol alto. Cuando entraron por primera vez a ver a Anwar, un funcionario les daba conversación mientras esperaban; la madre de Said no entendía nada.
—¿Qué dice?
—Intenta hacerte reír.
Said se sube al morro del Touareg para colocar el filtro nuevo y apoya una rodilla sobre el motor. Una vez puesto, pasa una toallita por todas las superficies bajo el capó. Le gustaría alquilar un garaje en el que cupieran dos o tres coches, volver a comprar un Golf 2 destartalado y restaurarlo él mismo. Sueña con comprarse un pedazo de terreno en Sant Vicenç dels Horts y construirse una casa, o adquirir una que esté hecha polvo y reformarla. Ha ido ganando experiencia con las chapuzas que ha hecho en casa de amigos y compañeros de trabajo. Ha aprendido a hacer regatas y a montar toda la instalación eléctrica desde cero; a lijar y a cortar madera; a enyesar y pintar paredes.
Hace unos años se presentó en su casa el dueño del piso de al lado, que llevaba tantos años abandonado que en el balcón había una bombona de butano cubierta por una cáscara de excrementos de paloma. Era un argentino barbudo, escritor y profesor de yoga. Había venido a España por la muerte de su madre, pero tenía que volver en una semana y quería deshacerse del piso. Tenía tanta prisa que se lo vendió a Said por cuatro duros. En el barrio no lo cuenta porque nadie se lo creería.
Los últimos tres años se los ha pasado reformando el piso él solo. Los fines de semana se ha dedicado a pintar, a montar enchufes e interruptores, a cambiar las ventanas, a cortar y a colocar baldosas. Sin ayuda, ha dejado el apartamento como si fuera de obra nueva, por eso se ve capaz y no le importaría pasarse unos años más arreglando una casita con tal de tener más espacio e incluso un jardín.
Vuelve a sentarse tras el volante con el capó levantado, el motor hace un sonido neumático al pisar el acelerador, como si se escapara el aire —fssssss fssssss—, un hilo de humo se eleva desde la parte delantera del motor por culpa de una fuga en el tubo de escape, pero ha dejado de dar tirones y ahora vibra de forma continua. Said recoge las herramientas y sacude la caja para poderla cerrar. Se le ha pasado la hora de comer; su mujer y sus hijos le estarán esperando. Da marcha atrás para descender la rampa que conecta el muelle con el asfalto y se marcha a toda prisa, tomando las curvas en ángulo recto entre las naves a una velocidad que hace que la carrocería del Touareg se escore con cada bandazo.
Relacionadas
Cádiz
Derechos Humanos Algeciras se moviliza contra la apertura inminente de un nuevo CIE
Fronteras
Túnez Túnez endurece la represión contra las ONG de ayuda a las personas migrantes
Migración
Fronteras El futuro no cuenta con las personas africanas o, ¿por qué migran?
La gente del norte o del sur por su situación de pobreza extrema, haran lo posible por llegar con cualquier medio, en Europa tratan de remediar este gran problema con leyes, no lo conseguirán, seguirá igual o peor.