I
Con cuatro años Paula ha oído nombrar más países de los que su tía o su abuela escucharon en media vida, pero si le pides que los repita probablemente se salte alguna consonante o vocal. Apenas recuerda quién es de dónde, quién nació aquí o quién allá. Si los rasgos son andinos, afro, o asiáticos, recién empieza a distinguirlo. No es una información importante cuando el mundo aún no es más que una pelota coloreada como con poco criterio. Juegan, saltan, se pelean y acaban en el suelo en exquisita igualdad. No parece que nadie vaya a inventarse aún concertinas para las vallas de colores de las zonas infantiles, ni papeles que repartan asimétricamente la dignidad en el patio del colegio.II
Le ha vuelto a parar la policía. El camino de Rodrigo ha sido el mismo que el de los demás, su ropa encaja en esa similitud de clan que gastan los adolescentes intentando ser distintos, su caminar, que él sepa, no tiene nada de diferente al de los colegas que le miran, entre empáticos e impacientes desde la esquina, esperando que pase el rito de que, no llevo nada en los bolsillos, no vengo de hacer nada malo, mira qué cara de ser reglamentariamente bueno tengo, déjame ir con mis amigos.Los demás están contentos de dejar de parecer niños, de esa barba incipiente, y una voz que pareciera escapar de entre las rocas. Él no, siente que crecer es una trampa, crecer es como volver a migrar sin haberse movido porque su yo joven, no es el de uno más, su yo joven es objeto de desconfianza y ansiedad, el perfil de alteridad que difunden en los telediarios. Vuelve con sus amigos esquivando fronteras que amenazan con romper las aceras del barrio, y dejarle en otro sitio que no está en ningún lugar.
III
Tras varios intentos la de admisión le ha dicho que vale, que sí, que no sea pesada, que ella no se hace cargo si después le llega un facturón, o vaya usted a saber si la detienen, o la deportan, o le sacan al hijo porque a quién se le ocurre ir de aquí para allá con una criatura en el vientre.
Entiende poco de lo que le dicen —no es el idioma, es otra cosa— y cierra los ojos fuerte mientras vienen las contracciones, no hay mano a la que agarrarse, compañía que se bata por ella contra la burocracia. Alrededor otras mujeres reposan su cabeza sobre el hombro de una pareja, sonríen a una amiga, protestan ante una madre, descansan sobre la seguridad de que vendrá alguien a cuidarlas. Y ella no ha entendido nada. El miedo la empuja a huir y al mismo tiempo la retiene ahí quieta. Sumisa a lo que tenga que pasar.
IV
Ya no se puede cuidar a más gente, se dice como si con esa fórmula alguna puerta se cerrase. Pero ella solo sabe abrirlas y por esas puertas se descoyunta y pierde, la de cuidar a los niños en la distancia (y acuárdese que a Mario le está faltando una bici) y a los niños de los otros, —qué buena eres, ¿de verdad que no te importa quedarte un par de horas más?, dice la jefa sin esperar una respuesta— y al novio aquel que se ha echado, que tú sabes, está pasando un mal momento.
O a la madre que ya estaba mayor para quedarse sola, y hay que fijarse que si se enferma quebramos, se sonríe. Ya no se puede cuidar a más gente, repite mientras entran los sobrinos en casa y piden merienda. Su hermana no pasará por casa hasta la tarde del domingo.
V
Lleva en la mochila rosa, esa con orejas enormes, una cartulina. Alguna profe con poco tiempo ha garabateado un mapamundi. Encima dos muñegotes se abrazan. Abajo pone... “¿Qué pone Rodri?”. “Día internacional de las personas migrantes”, lee su hermano, aún molesto por las fronteras que a veces se erizan sin avisar. Llaman a la puerta, corre la niña mientras la abuela examina la imprecisión de los mapas, lo a broma que suena en ese dibujo dejar atrás una vida. La vecina entra frotándose el vientre. ¿Lo conseguiste? Pregunta la tía. Todo perfecto, suspira la joven. La abuela sirve leche en cinco vasos, su hija hace espacio entre los imanes de la nevera. “Ponlo aquí Paula el dibujo. Qué bonito”.
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