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Masculinidades
Manuel Jabois: “Ser adulto es levantar la casa y encargarte de un hijo, de una persona mayor o de un colega que está mal”
Manuel Jabois lo tiene todo para ser un columnista arrogante, una estrella del firmamento de las grandes cabeceras. Aun así, ha recorrido una parte del camino hacia la deconstrucción de sus privilegios: reconocer que los tiene. Hablamos con él a raíz de la publicación de su última novela, Malaherba.
Un joven cronista de periódico de provincias salta al estrellato de los medios de comunicación estatales. Durante los primeros meses en Madrid, es una atracción para el poder. Manuel Jabois (Sanxenxo, Pontevedra, 1978) lo tiene todo para ser un columnista arrogante, una estrella del firmamento de las grandes cabeceras. Está llamado a ser la cabeza de una generación de escritores que dominan el género canalla y destacan en el ecosistema mediático como pavos reales. Aun así, Jabois ha recorrido una parte del camino hacia la deconstrucción de sus privilegios: reconocer que los tiene. Sigue siendo un cronista celebrado, sus opiniones siguen contando, quizá porque se preocupa, porque se esfuerza en mirar un poco más allá del éxito y sus ventajas. Por seguir buscando la humanidad en las historias que cuenta y explorarse en ellas.
El pretexto de entrevistarle es el libro que Jabois acaba de publicar con Alfaguara, Malaherba, una novela sobre el violento fin de la infancia de un chico de campo en un colegio de ciudad pequeña en los 90.
Somos de la misma generación y, al leer el libro, me da la sensación de que compartimos la idea de que la nuestra fue una educación sentimental bastante jodida. ¿Es lo que querías transmitir con esta novela?
Entiendo que cambiará dependiendo del entorno. En un entorno progresista de una gran capital, imagino que habría otro tipo de educación sentimental. En mi entorno, que era rural o de ciudad pequeña —porque mi vida pasa entre dos ciudades—, está muy marcado por la represión religiosa. Los niños del pueblo íbamos a catequesis, teníamos un concepto elevadísimo del pecado. Las relaciones sexoafectivas, el descubrimiento sexual, era pura represión. Yo era un niño al que, hasta que dejó de creer radicalmente en Dios —con un resentimiento enorme que se prolonga hasta hoy—, le preocupaban estas cosas, porque yo pensaba que él me veía. Hay un placer culpable que plasmo en el libro con la frase “es como si algo muy bueno me estuviera matando”. Nos habían inoculado una moral muy estricta según la cual tenías que expurgar cualquier cosa que te diera placer. Eso es muy complicado porque, de repente, descubres que el embrión de uno de los ejes de tu vida, el descubrimiento sexual, es un coto vedado que no puedes comunicar con nadie, ni preguntárselo a tus padres, porque te mueres de vergüenza, y que lo que tienes que hacer es hablarlo con un sacerdote para que te castigue en la medida, que has disfrutado o no. En el descubrimiento de la traición, de la mentira... y, sobre todo, de la enfermedad y la muerte, el niño se cubre de eufemismos. Lo cubren de eufemismos.
La educación a secas tampoco fue muy esplendorosa.
En las aulas, ya desde hace años, hay una concienciación mucho más palpable, pero recuerdo que cuando las niñas se empezaban a desarrollar había siempre cuatro o cinco salvajes que estaban detrás para tocarles debajo de la falda. Era como una jauría. Luego, entre los niños, las capadas, las collejas. El bullying, el abuso, etc., sigue a la orden del día, por desgracia. Hay una crueldad muy sofisticada en los niños que creo que tiene que ver con la forma de expresarse o de comunicarse, o de no tener conciencia del poder que tienes con las palabras —con las que empiezas a entrenarte— y el poder que tienes con tus actos. Al niño se le traslada la idea cierta de que es irresponsable. Y entonces empieza a probar: hasta dónde puede llegar con el bien —que está ahí un poco por defecto, el niño quiere, tiene afectos— y hasta dónde puede llegar con el mal.
Aun así, la gente de nuestra generación, que hemos crecido en esta improvisación, en ese cambio de paradigma, de la educación exclusivamente religiosa al modelo mixto, seguimos disfrutando de privilegios, y somos una generación omnipresente. Por ejemplo, en los debates electorales de las elecciones de abril, todos los candidatos eran hombres y nacieron en esos años. ¿Cómo gestionamos y podemos gestionar, desde ese punto de partida, esos privilegios que se nos confieren?
Todos tenemos un instinto biológico muy acusado, que es el de supervivencia. Nacemos en una estructura marcadamente machista, con unos privilegios adquiridos, de los que, no sé tú, pero yo desde hace tres, cuatro años —no mucho más— soy consciente. De los más evidentes puedes despojarte, deconstruirlos, puedes ir abandonándolos.
Detecto algunos privilegios, hay otros que sé que los tengo, hay cosas de las que me doy cuenta: de cómo la gente se dirige a mí, cómo se dirige a mi pareja cuando nos ve, también de las actitudes propias, de las miradas. Son cosas que entiendo gracias a ella, gracias a amigas. Las he acabado entendiendo porque yo, hace diez años, no entendía un carajo: cuando escribía un cuento podía decir de un abogado que era un hombre inteligente y, de una abogada, que era una mujer bien peinada con unas piernas espectaculares. Ahora lo leo y me tiro por la ventana. Esto es fácil de corregir, lo difícil es despojarte de los privilegios que todavía no sabes que tienes. Primero tienes que darte cuenta de cuáles son, porque están incrustados y no eres consciente porque has nacido con ellos. Es muy difícil decir “esto no es así” cuando siempre “ha sido así”. La superficie hay que cambiarla, pero, para llegar a lo profundo, esto va a costar verdadero trabajo, porque estamos hablando de una educación de siglos que no se va a corregir ni en 20 ni en 40 años.
Una de las reacciones ante esta idea de transformación social está siendo esa vuelta de los abusones al primer plano de la política. ¿Cómo se reproducen los abusones?
¿Sobre qué se construye ese abusón que está volviendo a su época dorada en España? ¿Sobre qué se construye, tanto en un aula como en la política? Sobre el ejercicio de la fuerza. Por supuesto, políticamente, apuntan a las identidades minoritarias. Primero les trasladan, artificialmente, un poder que en absoluto tienen: “El lobby LGTBI controla no sé qué... El lobby feminista está acabando con todo... No se puede decir nada, vamos por la calle asustados por si nos detienen... Los migrantes van a acabar invadiendo nuestros países”. Una vez dado ese poder que tienen y que es casi conspiranoico, hay una reacción, y el abusón dice: “Esta es la mía: puedo abusar sin tener remordimientos de conciencia”. Dicen que llega el gran varón, el gran macho, a poner un poco de orden en el mundo, porque nos están comiendo. Pero ¿quién se está comiendo a quién? Vete al Congreso de los Diputados, vete al Tribunal Supremo, vete a cualquier instancia de poder en España, a ver qué coño te encuentras allí: el varón prototípico español, sin ningún tipo de fisuras.
Encabezan un ejército de damnificados por gente que reclama los derechos básicos de la ciudadanía.
De repente, pueden hacer un ejercicio de fuerza, pueden endurecer su discurso, pueden atacar, pueden insultar, pueden tratar de desmontar cualquier tipo de avance bajo el supuesto mandato de que tenemos que restablecer un orden que ha sido transformado. Es un discurso, quién lo iba a decir, victimista. Hay una guerra cultural que estamos perdiendo, dice Vox. ¿Qué guerra cultural puede estar perdiendo Vox? ¿Qué poder financiero está arrinconando o está masacrando a Vox?
Vas a criticar a la gente que está peleando por derechos que le corresponden, que necesita y exige una igualdad real, tanto en oportunidades laborales como de integración social, o para pasearse por la calle sin ningún problema y que nadie te mire o te meta una hostia, para que en ningún pub te prohíban entrar... Según ese discurso autoritario, se trata de alejarlos de las familias: que hagan lo que quieran en la intimidad —en las tinieblas—. Eso es otra forma de decir: “En la calle no respetamos una puta mierda, ten cuidado”.
Este discurso no es exclusivo de la derecha, hay una cierta izquierda que ante lo LGTBI dice: “A los niños no los metamos en medio”. Los niños tienen que ver, tienen que tener referencias para saber. No pueden ir por la calle y encontrarse con 200 millones de parejas heterosexuales besándose y no encontrar ninguna homosexual porque van a pensar que eso no existe o que, si existe, no está bien hacerlo en la calle. Por tanto, el niño que está descubriendo su sexualidad y resulta que le gustan los niños empieza el gran infierno que va a tener que vivir el resto de los días, o hasta que tenga la edad homologable para poder ser gay en una familia supuestamente tolerante que diga eso de “primero termina los estudios y luego sé maricón”. El niño tiene que verlo absolutamente todo, tiene que tener referencias. En relación al amor, en relación a la maldad, a la crueldad, a todas esas cosas, el niño tiene que ver, que descubrir y tiene que saber para comprenderlo mucho mejor.
La novela propone el amor como refugio. También, o especialmente, contra el ejercicio del poder dentro de las relaciones humanas.
Cuando aparece el poder en un tipo de relación, aparecen también los intereses. Todos necesitamos algo de alguien, pero cuando se activa esa relación de poder, se destruye la posible relación afectiva. Hay una relación de poder, hegemónicamente masculina, a la que sigue una dependencia emocional. Es un círculo vicioso que generalmente acaba con maltrato, o psicológico o físico. Estas relaciones se producen porque una de las partes ha concedido un territorio, y el otro se ha apropiado de ese territorio pero no ha concedido absolutamente nada del suyo. Hay una identidad que él se reserva para sí, pero la otra identidad está devastada.
Hace poco reflexionaba con mi pareja sobre la soledad, de la necesidad que tenemos en nuestras parejas, en nuestras relaciones, de tener una parte para nosotros solos, un refugio en el que nos sintamos solos. En las relaciones sentimentales tóxicas, en las relaciones previas al maltrato o las puramente de maltrato, la mujer no puede estar sola nunca: no tiene derecho a esa parcela de soledad, a un teléfono móvil con su pin, a tomar un café sin explicar con quién y en dónde. Hay una relación de poder en la cual no hay iguales. Pregúntale al hombre de dónde carallo viene a las tres de la mañana. Esto ha ocurrido, sobre todo, en la generación de nuestros padres, muchísimo. No hablo de palizas. Hablo de una relación de poder absoluto en la que ninguna de las partes es igual a la otra.
¿Qué define ser adulto? ¿Son esos abusones que ostentan el poder los únicos ‘adultos’ por cómo ejercen la autoridad?
No, esos abusones precisamente no son nada adultos, se han quedado en los doce años, amenazando con la fuerza, pendientes de que nadie chiste y de que nadie se comporte de manera distinta a como ellos creen.
¿Cómo crecemos entonces?
Creo que es cuando te haces cargo de alguien, cuando de ti depende alguien. Por eso hay adultos de 12 años. Lo que marca a la persona adulta es la capacidad de hacerse cargo de la vida de otras personas. Alguien que cuida de los demás. Hay muchos padres que no son adultos, que siguen llevando la vida que llevaban con 20 años o que a lo mejor tienen un maravilloso nivel de vida y contratan a una asistenta 24 horas y ven a los niños como quien coge un coche: “Hoy nos toca niños”. Ser adulto es levantar la casa y encargarte de un niño, de una persona enferma, de una anciana o de un colega que está muy mal y cuidarlo.
Escribí hace poco un reportaje sobre el hijo de una mujer asesinada por su expareja, un hombre que había estallado la casa con una bombona con ella dentro. El chaval tenía 20 o 21 años y se tuvo que hacer cargo del hermano menor, de la casa y de las deudas. Eso es convertirte en adulto a golpes. La lucha que tiene el protagonista de Malaherba es por no convertirse en adulto a una edad a la que no le corresponde serlo. Él quiere ser niño unas páginas más. Dejar de ser niño es un puto drama. No vuelves a ser niño en tu vida.
¿A veces convertirse en adulto a golpes puede implicar entrar en la delincuencia juvenil?
Hay críos de 12 años que parece que tienen 29 porque han tenido que buscarse la vida, porque han tenido que ratear, que engañar. Todo lo que hace un señor en su despacho con 45 años, llevándose el dinero a Suiza, ellos lo han aprendido en la calle. Traficar, vender, para su propio sustento.
Generalmente la historia siempre acaba mal, pero el primer instinto es ese, el de supervivencia. Y nos volvemos a topar con los abusones que quieren endurecer el Código Penal, que quieren que cada pecado que hayamos cometido nos persiga toda la vida y no haya nunca posibilidad de arrepentimiento. Creo que, si cometes un delito, tienes que pagarlo, pero también tienes que tener la capacidad de reinsertarte después, de darte cuenta de lo que has hecho y poder volver. A la persona que te ha sentenciado a esa pena —o al político que te ha puesto ese Código Penal— hay que verlo en tus circunstancias, con doce o quince años, descalcito por ahí, buscándose la vida. Hay que meterse también de vez en cuando en la piel de los demás. El progresismo no es otra cosa que la capacidad de empatía, de saber que hay circunstancias que te llevan a un lado y circunstancias que te llevan a otro. Y eso no te exime de culpa, pero es importante saber de dónde viene cada uno.
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Me ha encantado ese libro, es divertido y emotivo. La protección de la infancia debería ser sagrada para la sociedad. Ojalá más gente tuviera la sensibilidad de este autor.