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Filosofía
Devenir-artista. Por un nuevo lugar para la filosofía
Que sea la Razón la que debe guiar la acción política es una cantinela platónica que se repite hasta nuestros días. A partir de este axioma, la filosofía ha derivado en una suerte de teología sin Dios, una concepción sacerdotal del saber de la que aquí tratamos de deshacernos.
Durante un encuentro de Antonio Negri con los movimientos sociales de València en el barrio del Cabanyal, un par de preguntas se repetían una y otra vez: «¿Qué pasará?»; «¿Qué debemos hacer?», a lo que el filósofo italiano respondía que no era él quien podía dar respuesta a esta pregunta.
Me viene a la mente porque me parece que hay una hipótesis presente desde el inicio de la filosofía que ha sido aceptada ciegamente por gran parte de la tradición y que se prolonga hasta cada uno de nosotros. Se trata de la creencia en que la acción política debe nacer de la razón y que es éste y no cualquier otro medio el único legítimo para orientarla, ya que sólo la obra que por ella se rige está en camino hacia el Bien. Esta vieja cantinela platónica resuena en el pensamiento occidental como su sentido común, por lo que automáticamente, cuando lo irracional se entromete en la política, todo aquello que no cabe bajo la Razón universal y absoluta que aspira a la Verdad es o bien rechazado, tachado por ejemplo de populismo, o bien se lo encarcela como a los humoristas y músicos en este país.
Esta idea presente en gran parte de nuestra filosofía está igualmente arraigada en la sociedad que, perpleja, se pregunta para qué sirve la filosofía al mismo tiempo que le exige que proporcione soluciones y respuestas a nuestros problemas, si es que sirve para algo. Este problema no sería tan grave si, como en tantas ocasiones ocurre, el filósofo no llegara a pensar que realmente posee tales respuestas y que son un gran bien que llevar a su pueblo, y así les manda cuáles son los mejores modos de vivir, y cuáles los valores que más vale la pena mantener, aunque sólo raramente algún lector despistado les preste atención.
El filósofo se distingue del sacerdote por el tipo de poder que ejerce. El filósofo no busca obediencia —pese a que pida atención de vez en cuando—, ni busca fundar leyes, sólo se encarga de crear conceptos y de desenmascarar falsos ídolos, ya sea Dios, ya sea el Sujeto, ya sea el Estado.
Me pregunto si no sería necesario que nos replanteásemos el lugar que ocupa la filosofía dentro de esta ecuación para pensar la política, dado que me parece que lo que se le exige es algo que queda totalmente fuera de su alcance y, del mismo modo, que son igualmente inapropiadas las pretensiones de formular imperativos por parte de la filosofía, como fue el intento del criticismo, que situaba entre sus principales preguntas a responder el famoso ¿Qué debo hacer? kantiano.
Muchas veces nos encontramos ante textos apasionantes que nos dan herramientas teóricas muy potentes. Textos como los de Foucault, Haraway o Preciado nos sirven para comprender las ficciones políticas que gobiernan nuestras vidas, pero llegados a un punto nos sentimos incapaces de hacer nada con ellos y nuestra capacidad para transformar nuestra vida es más bien limitada, lo que nos lleva frecuentemente a pensar que se trata de ideas estériles sin más recorrido que su dimensión teórica. Sin embargo, me parece que esto no es algo que debiéramos echar en cara al autor, o al menos no en mayor medida que a nosotros mismos, ya que quizás la filosofía nos exija tomar una parte activa en eso que está ahí ocurriendo cuando leemos y que nos obliga a pensar.
El filósofo se distingue del sacerdote por el tipo de poder que ejerce. El filósofo no busca obediencia —pese a que pida atención de vez en cuando—, ni busca fundar leyes, sólo se encarga de crear conceptos y de desenmascarar falsos ídolos, ya sea Dios, ya sea el Sujeto, ya sea el Estado. No está entre sus funciones el decir al resto de los comunes cómo deben leer el mundo, ni cómo llevar a cabo sus vidas, ni siquiera cómo deben usar los problemas y las ideas que ellos mismos sugieran, y a no ser que lo que andemos buscando sea un pastor y no un filósofo, no podemos esperar que se nos hable como se le habla al ganado.
Así, igual que Nietzsche nos dice que «no es sensato ni hábil privar al lector de sus refutaciones más fáciles; [y que] es muy sensato y muy hábil, por el contrario, dejarle el cuidado de formular él mismo la última palabra de nuestra sabiduría», no es sensato que el filósofo mande u ordene cómo tiene que leerse su obra o cómo tienen que usarse tales herramientas. Más bien al contrario, en su trabajo como creador de conceptos arremete constantemente contra estos dispositivos de poder que se presentan como auténticos valederos del Bien que hay que tomar como ley y que no son más que mentiras que se ha olvidado que son mentiras.
No es suficiente el conocimiento de la muerte de Dios o del Hombre mismo, tal como promulgaron primero Nietzsche y después Foucault, esto ni siquiera es necesario, nos urge más la imaginación para pensar modos de vivir sin Dios, sin Hombre, etc.Con sus conceptos la filosofía puede proporcionar herramientas, pero no es a priori función de esos conceptos que cambie el mundo, del mismo modo que no es función de unas herramientas que funcione un taller —pese a que ni el taller ni el mundo puedan seguir siendo el mismo desde entonces—, pues sin los afectos que los pongan a circular el mundo está todavía por inventar. Es en este punto donde entra en juego una manera de pensar la política que no es ni la del sacerdote, ni la del juez, ni la del legislador, sino la del artista, que renuncia a cualquier saber, institución o valor que ocupe el lugar de este Bien desde el que orientar la acción, que ya no está constreñida por los límites que impone el Ser y la Razón sino por los de la imaginación misma.
Este es el mayor reto al que nos enfrentamos hoy de manera colectiva. No basta con que las ideas estén en la mente de los filósofos, ni siquiera en las de cada uno de nosotros. No es suficiente el conocimiento de la muerte de Dios o del Hombre mismo, tal como promulgaron primero Nietzsche y después Foucault, esto ni siquiera es necesario, nos urge más la imaginación para pensar modos de vivir sin Dios, sin Hombre, etc., y para darnos esos nuevos afectos, quizás todavía desconocidos, que encarnen este otro pueblo que está por-venir.
Hacerlo llegar. He aquí la tarea a la que se ve abocado el artista. Como decía Guattari, todo lo que necesitamos para llevar a cabo una revolución está sobre la mesa, lo único que nos falta es un pueblo que la encarne. Para ello la filosofía puede tratar de preparar las herramientas necesarias, pero ya en ese momento en el que el filósofo trata de poner a funcionar su caja de herramientas lo hace a tientas y sin rumbo, con manos de artista. Es por ello que darnos otros modos de vida no es una tarea encomendada a la filosofía y de nada sirve contar con los servicios de los mejores sacerdotes para el pueblo. Pertenece, sin embargo, al común inventar —darse aquí— los afectos que encarnen este pueblo por-venir y darse sus modos de vivir.