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Opinión
Oasis en directo y la melancolía
Molly Nilsson dio un concierto en la sala Cats en Madrid en diciembre de 2015. Fue uno de los mejores conciertos de mi vida, a pesar de que apenas si se reconoció un amago de baile durante “The Lonely”. Me pareció una revolución, un alegato contra lo que veíamos cada fin de semana en cualquier sala de conciertos, con sus guitarras, sus pogos y sus lololós en los estribillos. Era música y puesta en escena del futuro frente al revival rockero que escuchábamos con gusto en el infausto año de 2015. En ese momento, Oasis nos parecía una cosa de carcamales y mods.
Música
Música Cuando el rock dejó de cambiarnos la vida
Oasis surgió en un momento de transición. Dieron sus primeros pasos cuando Napster no había hecho volar por los aires el mercado de la música. De forma casi instantánea, gracias a una máquina de territorialización bien engrasada, vendieron millones de copias y se encontraron con una legión de fans que acudían a sus conciertos con veneración religiosa. El anuncio de su vuelta tiende a ser interpretado como la resurrección de un pasado heroico de la industria musical, menos algorítmico, más puro, donde los músicos tocaban de verdad y los conciertos eran de verdad. Esta forma de entender la industria musical como una especie de espacio neutral, libre de intenciones e intereses, es condición necesaria para atribuirle un valor autónomo a los masivos proyectos empresariales que hoy se recuerdan como el resultado del talento imparable de los músicos del pasado. Solo así se justifica el lugar de atención preferente que la crítica musical le ha prestado al segundo advenimiento.
Si algo tienen en común los fans nostálgicos y los criptobros es una fe ciega en el talento como una pulsión capaz de doblegar al mercado
Es la misma mentalidad que explica que premisas como “el que es pobre lo es porque quiere” estén encontrando un terreno fértil en los hombres jóvenes. Si algo tienen en común los fans nostálgicos y los criptobros es una fe ciega en el talento como una pulsión capaz de doblegar al mercado. Ni una centésima parte de las personas que han recibido con ilusión el retorno de Oasis responde a esta descripción, sin embargo, el encaje de su vuelta en un momento de enorme disputa política debe ponernos alerta. Existe una minoría convencida de que cualquier espacio de colectivización que no responde a su criterio es inoperante e indeseable. Y el resto, al acudir al concierto deslumbrado por la sensación de estar asistiendo a la magia creativa de los genios, decide ignorar su entusiasmo instrumental, su condición de sujeto pasivo inmerso en un océano de nostalgia.
El reciente ensayo de Clara Ramas en Arpa, El tiempo perdido, expone por qué vivimos en un momento profundamente melancólico, donde las llamadas a volver a un pasado idealizado han demostrado ser políticamente muy fructíferas. Los discursos de los proyectos políticos conservadores, bien de forma explícita (MAGA), bien de forma más sutil (la especie de refrito de la movida a lo que huele la política cultural del ayusismo), animan a sus votantes no a imaginar un futuro idéntico al presente, sino a tratar de situarse felices en el pasado. Invitan a sus oyentes a retrotraerse a ciertos momentos con la fe de que, si el entorno cambia, ellos ya no tendrán que cambiar. Esta melancolía es la que explica las decenas de testimonios de hombres absolutamente enfurecidos por no poder conseguir su entrada para ver a Oasis. Con esa entrada adquieren un pase para transformarse en quienes eran en 1998, recién salidos de la secundaria, con la sensación de que el mundo estaba ahí para ellos. Explica también las cifras que estas entradas están alcanzando en la reventa. Es el precio del paraíso perdido.
Cuando Oasis cancelen todos sus shows a pocos días de comenzar la gira, será momento de reflexionar sobre cómo la promesa de revivir los años 90 durante unas horas fue capaz de mover millones de libras y almas
Esa participación performativa alcanza su culmen durante la excitación propia del macroconcierto: un espacio de cancelación de la autoconsciencia, lleno de bonitos recuerdos y de diversión genuina, pero siempre mediado por un mercado que tiene la certeza de que el pasado vende más que el futuro. Cuando Oasis cancelen todos sus shows a pocos días de comenzar la gira, será momento de reflexionar sobre cómo la promesa de revivir los años 90 durante unas horas fue capaz de mover millones de libras y almas.
Poco después del concierto de Molly Nilsson leí la tesis doctoral de un tal Michael Waugh, donde analizaba concienzudamente el estilo compositivo de Holly Herndon. Sostenía que, frente al revival, Herndon nos invitaba a imaginar un futuro que no tenía por qué corresponderse con lo deseable en el pasado. Valoraba particularmente a esta artista por su apuesta por la exploración del espacio performativo. En sus conciertos había multipantallas, multimedios, varias voces interrelacionadas, una exploración de la performatividad propia (del grupo, del escuchante) y ajena (hacia el grupo, hacia el escuchante).
Una música que mire al futuro debe ser consciente del espacio donde se dan y se comparten las músicas
Molly Nilsson, Holly Herndon y tantos otros artistas desafiaban en esos años la regla sagrada que dictaba que había que hacer muchos conciertos y muy divertidos. Demostraba su intención de generar en sus conciertos experiencias que nunca hubiéramos visto, un alegato contra el guitarrero revival que nos ofrecían las majors. Una música que mire al futuro debe ser consciente del espacio donde se dan y se comparten las músicas. Esa música, igual que una política que mire al futuro, debe desembarazarse de los tropos que definieron los espacios constituyentes de los mensajes que apuntalaron la música y la política del pasado, máxime cuando es cada vez más raro encontrarse físicamente en medio de una colectividad coherente, sea política o de cualquier tipo. Cabe preguntarse si realmente llegaremos a conocer esa música y esos espacios, atendiendo a que la noticia musical que más ruido e ilusión ha generado en los últimos meses es la resurrección de un grupo extinto.
Si vuelven los Gallagher, que llevan dos décadas a la gresca, los nostálgicos tienen derecho a ilusionarse con la vuelta de los “tiempos mejores”, los paraísos perdidos
Si vuelven los Gallagher, que llevan dos décadas a la gresca, los nostálgicos tienen derecho a ilusionarse con la vuelta de los “tiempos mejores”, los paraísos perdidos. Parece que la vuelta del pasado es más factible que la llegada del futuro, vaya paradoja. Recuerdo con cariño cantar “Don't Look Back in Anger” a grito pelado y bajarme Definitely Maybe del Ares. También recuerdo a menudo ese 2015 idealizado, porque el recuerdo de la esperanza en un futuro mejor es lo que me hace creer en el potencial infinito de mañana. Hay una nostalgia que nos conecta con los hitos que nos transformaron en quienes somos. Pero si queremos darle al pasado su propio espacio, debemos saber que esa nostalgia puede o no ser reaccionaria, pero jamás es constructiva.