Jornaleros del siglo XXI: camino hacia California

Nos íbamos a California enfermos de la fiebre verde, pero la noche anterior nos liamos y esto es lo que pasó.

18 ene 2018 18:13

Estamos andando por Gran Via dirección Plaça Espanya… y en cada papelera que me encuentro poto. Lo que debía ser una mañana plácida en la que cogeríamos un avión a Oakland se ha convertido en una espiral de absurdidades de la que no estoy muy seguro que podamos escapar, pero recapitulemos. Que como toda situación, solo se puede entender yendo a la raíz, que en este caso está en el día anterior.

En teoría ayer queríamos dedicar la jornada a preparar hasta el último detalle nuestro viaje a EE.UU. Porque ir al país de Trump escondiendo lo que vas a hacer no es tan fácil como ir a Andorra a llenar el maletero de tabaco. Allí necesitas direcciones de llegada, billete de vuelta, dinero en efectivo, un buen aspecto y, sobre todo, una buena coartada –una que no delate tus intenciones de muerto de hambre-. Nuestro deseo es ir allí a trabajar en el norte de California, esa zona donde hace un siglo y medio se desató la fiebre dorada y ahora se están dando los últimos coletazos de la llamada fiebre verde. Ese sitio preparado para aquellos que odiamos la rutina del trabajo casi tanto como a la policía y que por lo tanto queremos concentrarla en el mínimo tiempo posible para después vivir al máximo sin obedecer a ningún jefe cabrón. Así que la excusa para llegar allí tiene que ser lo suficientemente creíble para no ser deportados después de que nos hayan hecho escupir sangre y palabras en un sórdido cuarto del aeropuerto.

Estamos aquí después de una noche de cerveza de paki, farlopa dominicana y reggaeton del antiguo

La tarde se prometía ajetreada, recoger las cosas, contratar un seguro de viaje –ya que allí te mueres en la puerta del hospital si no tienes seguro–, contactar con la abogada para dejar todo el proceso de desahucio de nuestra casa en orden, etc. Pero sucedió lo que ninguno de nosotros se atrevía a reconocer que deseaba, y que era algo tan sencillo como mandarlo todo a la mierda y celebrar con nuestros colegas de la forma más irresponsable posible la despedida. Eso se inauguró con aquel sonido celestial y metálico que implica abrir la primera lata de cerveza DIA con la mentirosa sonrisa entre los dientes de que sólo va a ser una. Dicho esto, ya podemos volver a Gran Via.Estamos aquí después de una noche de cerveza de paki, farlopa dominicana y reggaeton del antiguo, ese baile en el que hay más contacto que en un marcaje de Ramos y Pepe al hombre y que siempre termina con una pelvis dislocada. En nuestro recorrido se ha unido a nosotros Porno, un colega que después de la bacanal disparatada de esta noche ha decidido acompañarnos hasta el bus. Nos despedimos de él con un fuerte abrazo y subimos al vehículo, nos intentamos colar pero no hay formas de pasar desapercibidos. Yo voy como una cuba, pero me he propuesto que tenemos que terminarnos la Xibeca antes de subir al avión.

Los espacios no están para percibir qué sucede en ellos, sino únicamente para dejar circular por sus arterias flujos continuos, impersonales

En el aeropuerto todo se desarrolla con normalidad, las personas parecen pequeñas abejas que se mueven por galerías de una gran colmena y con la única voluntad de coger su avión. Nosotros, debido al estado de borrachera, percibimos muchas cosas en las que habitualmente no te fijas en un aeropuerto: aquí no se puede estar por estar, sólo puedes circular, moverte. Estar parado es una condena, el tiempo no pasa, es gris, te consume la espera. Y esto no deja de ser una metáfora del funcionamiento del mundo: los espacios no están para percibir qué sucede en ellos, sino únicamente para dejar circular por sus arterias flujos continuos, impersonales. Nos encontramos en el gran templo de la sociedad actual, ese lugar monótono y frío, con más importancia estratégica que el Palau de la Generalitat. No es broma, en Catalunya tenemos la Generalitat intervenida y la ciudad, pese a todo, “funciona”. En cambio, una semana con el Aeropuerto del Prat bloqueado y todo se hunde. Pero bueno, dejémonos de tanto reflexionar, que todavía tenemos que cruzar todos los controles y apenas me mantengo en pie.

Vamos a facturar, nos dan los billetes y muy amablemente una azafata me dice que tengo que pasar un control especial. Supongo que me tendría que asustar pero me río. Les digo a mis colegas: “Empieza el juego”. Voy bien vestido, pero mi cara parece la de un ravero italiano del Raval, eso sí, sin tatuajes, y mi aliento huele peor que el interior de una tienda de campaña del Viña Rock. Decido ir al baño a asearme, me lavo la cara con jabón de manos y los dientes con jabón de manos, no por placer, sino porque tengo que ocultar tanta perversión.

Llego al control hecho un dandy decadente y lo supero sin ninguna dificultad, he conseguido comportarme como un ser humano. Ahora que ya lo tenemos todo subimos al avión, evidentemente hemos pillado el billete más mierda, ese por el que no te dan ni comida, ni alcohol, ni buenos días, pero que te lleva a California por 150 €. El trance del avión es agradable gracias a los bocadillos de chistorra que ha preparado Porno en esta noche tan larga. Duermo como a intervalos y cuando me doy cuenta ya hemos llegado.Ahora sí que sí, ya se terminan las risas, tenemos que pasar el control de aduanas. Es el momento decisivo, donde se determinará si nuestro despreocupado viajecillo sigue su macabro curso o si empieza una trágica película de miedo. Aquí la policía es diferente, lleva rastas de colores, son asiáticos y mexicanos, el sueño de cualquier demócrata, una policía que ha sido capaz de asimilar todas las minorías y que puede reprimir sin ser tildada de racista. A nosotros nos dan asco independientemente de dónde vengan –al fin y al cabo son maderos. Nos tragamos el odio, digerimos la tensión y esbozamos una sonrisa demócrata. Les entregamos los pasaportes, los miran ligeramente y nos responden con una sonrisa cómplice. ¿Para qué tanto miedo, tantas advertencias, si al final ha sido todo tan fácil? Da igual, olvidémonos de eso, oficialmente ya estamos en el país de las oportunidades.

Estamos ilusionados, estamos entrando en la ciudad donde Bobby Seale y Huey P. Newton formaron el Black Panther Party

Vamos a pillar el metro para ir a Oakland, nos prometimos antes que subir al avión que no nos colaríamos en el transporte y no robaríamos en los supermercados, por eso de que aquí los maderos son tan chungos. A la mierda la promesa, nosotros no estamos hechos para pagar el billete.

Estamos ilusionados, estamos entrando en la ciudad donde Bobby Seale y Huey P. Newton formaron el Black Panther Party, la única ciudad de todo el país donde se ha conseguido convocar una huelga general desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Pero nuestros sueños se convierten en desolación cuando ponemos los pies en ella, es un antiguo palacio en ruinas, se percibe el resplandecer de los gloriosos tiempos pasados, pero ahora sólo se ve basura, adictos al crystal meth y muchas tiendas de campaña en las calles. Esperamos resistirnos a la tentación y no terminar como ellos. El viaje, ahora mismo, acaba de empezar…

PD: A ver, no termina aquí, hay más, pero mejor escribo una segunda parte que cuando los textos son un poco largos no los lee ni el tato.

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