Opinión
Atención, Alemania
A pesar de lo desagradables y deprimentes que han sido los acontecimientos de Chemnitz, no se perfila en el horizonte la toma del poder por los fascistas en Alemania.

Director emérito del Max Planck Institute for the Study of Societies de Colonia.
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Durante las últimas semanas dos acontecimientos han colocado a Alemania en el centro de interés de la atención europea: las manifestaciones antiinmigrantes acaecidas en la parte oriental del país, especialmente en Chemnitz, y el esfuerzo —Aufstehen, entendido en el sentido de ¡levántate!— de romper y reconstruir el sistema de partidos políticos de la izquierda alemana en respuesta al surgimiento de un nuevo partido, Alternative für Deutschland (AfD), en las filas de la derecha. Por un momento, Chemnitz robó la atención al Aufstehen, cuando las imágenes espectaculares de lo allí sucedía se propagaron por la prensa europea, que informó sobre las manifestaciones, los disturbios callejeros, los neonazis gritando ¡Heil Hitler! y los conciertos de grupos de rock, que actuaban gratuitamente como forma de protesta. Cosas similares han sucedido en otras partes, últimamente en Italia, pero también en Francia y en el Reino Unido, con las consabidas modificaciones en los símbolos utilizados en cada caso. Pero Alemania es especial.
Entre las condiciones prevalecientes en Alemania del Este que explican esta radicalización derechista destaca el hecho de que se trata de una sociedad regional, que no se ha recuperado prácticamente de la disrupción causada por 1989, cuya integración es baja y sus niveles de organización escasos, ya que apenas cuenta con sindicatos y cuyos partidos políticos carecen de miembros que los conecten con lo que sucede a pie de calle. Por otro lado, Alemania del Este depende todavía económicamente de lo que era la antigua Alemania Occidental, registrando un PIB per cápita que crece en torno al 70 por 100 de lo que lo hace el del conjunto del país, lo cual la amenaza con un mayor declive económico. Sus elites políticas, económicas y culturales fueron íntegramente importadas de la antigua Alemania Occidental, a lo que se añade que ha sido abandonada por el grueso de su tradicional partido regional, Die Linke, que ideológicamente se ha movido hacia el oeste.
A pesar de lo desagradables y deprimentes que han sido los acontecimientos de Chemnitz, no se perfila en el horizonte la toma del poder por los fascistas en Alemania. La derecha radical se halla social y culturalmente aislada y los protagonistas de los disturbios son considerados la escoria de la tierra por casi todo el mundo, excepto, quizá, por un número desconocido de activistas de AfD. Las conexiones con la clase capitalista no existen, ni tampoco se registra un apoyo activo desde el seno de la burocracia estatal o del ejército. AfD explota el miedo suscitado por una inmigración ilimitada producto de fronteras abiertas, que Merkel declaró inevitable en 2015 y que los internacionalistas liberales consideran moralmente obligatoria.
El miedo es independiente de cuántos migrantes la gente encuentra en sus comunidades locales: es fuerte en el este del país, donde hay pocos migrantes, y en las regiones de la parte occidental, especialmente en el próspero sudoeste, que han absorbido más de la parte que le correspondería del reciente flujo de población migrante. La inmigración es una cuestión divisiva tanto en sociedades débilmente integradas, como en sociedades locales prosperas en las que la gente ama su tradicional modo de vida y teme por él.
En cuanto al Aufstehen decir que este no responde únicamente al surgimiento de AfD, sino también al declive del SPD, el Partido Socialdemócrata Alemán, que, como era de esperar, se muestra incapaz de renovarse mientras ocupa posiciones de gobierno y parece destinado al mismo ocaso que los otrora orgullosos partidos de centro-izquierda de Suecia, Austria, Holanda e Italia. Se trata de un intento de reunir a aquellos miembros del SPD, los Verdes y Die Linke hartos del estancamiento de la política alemana, que es la marca de la era de Merkel, y de recuperar a los antiguos votantes socialdemócratas que han optado por AfD o, simplemente, han dejado de votar.
Su hipótesis de trabajo es que existen problemas más importantes que la migración y el asilo, los cuales pueden en principio clarificarse y resolverse si se alcanza el acuerdo de que una inmigración ilimitada, producto de la apertura total de las fronteras, no es ni económica ni políticamente viable.
Entre los problemas que el gobierno escamotea de la atención pública al centrar su interés en las guerras morales y culturales con la derecha destacan el “freno al endeudamiento” —la enmienda constitucional que sancionó el presupuesto equilibrado— y las desastrosas consecuencias que la austeridad ha traído consigo en la eurozona; el pésimo estado de las infraestructuras físicas; la creciente desigualdad entre las clases y las regiones (también registrada en el oeste de Alemania); el incremento de la pobreza, que golpea especialmente a las familias monoparentales; la promesa hecha a Trump de incrementar los gastos de defensa más del 50 por 100; la agresiva postura tomada contra Rusia; el previsible fracaso a la hora de cumplir los objetivos climáticos y la completa ruina del viejo modelo tecno-burocrático centralista de integración europea, que se manifiesta en los conflictos cada vez mayores con los Estados miembros del este de Europa, en las profundas divisiones existentes entre los países del norte y los países mediterráneos y en la inminente consumación del Brexit. Si Alemania, la mayor potencia europea, fracasa a la hora de abordar estos y otros problemas de larga data, ¿quién lo hará?
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