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No es a estas alturas un tema novedoso ni desconocido; el (no) arte de la rotonda ha sido analizado y documentado desde la pionera web Nación Rotonda a Carrousel (Espacio Reflex), el libro sobre rotondas vascas de Patxi Berreteaga, Endika Basaguren e Ibon Salaberria. Miradas críticas o irónicas sobre un tipo de escultura pública ubicada en las glorietas, arcenes y carreteras que se nutre de la burbuja inmobiliaria, el kitsch y la (in)seguridad vial.
En Euskal Herria la escultura de rotonda quizá tenga unas connotaciones singulares, ya que a la época del pelotazo urbanístico se aúna la reconversión industrial. Cada villa o barrio importante de Euskal Herria ha querido levantar su rotonda singular, que homenajee su idiosincrasia para orgullo de sus habitantes y asombro del visitante —ya sea el ancla marinera de Gomistegi o el perfil de una fábrica con layas en Basauri— en la que reina ese recio perfil posindustrial basado en el cemento y el acero corten.
Los grandes de la escultura vasca tampoco han sido ajenos a esta tendencia, a partir del eje donostiarra, entre la carretera costera y el horizonte marino, que dibujan el colosal kitsch de qualité del Peine de los vientos de Chillida, la Construcción vacía de Oteiza y la (reubicada) Paloma de la paz de Basterretxea. La gigantomaquia de la que hablaba Oteiza se ha apoderado de la poderosa marca ‘escultura vasca’, hasta su caricatura turística.
La melancolía invade estos abandonados monumentos de oportunidad. Antes se alzaban efigies figurativas a poetas, descubridores o próceres políticos en los que se posaban las palomas y hoy dejamos que simples caprichos formales se llenen de maleza, desde las simpáticas cabras metálicas de Sakana al Lobo con niño de Nagel en Donostia o al sovietizante lirismo de El vuelo a las afueras de Burlada.
Esta imaginería bizarra, además de arrasar o complejizar el paisaje tradicional y cualquier coherencia urbanística, tiene también su punto divertido, capaz de alimentar la polémica y sugerir apelativos populares, como la patata de Amorebieta o el conguito de Iruñea (foto principal). La solemnidad de la escultura moderna se abre a la opinología popular en la era del manierismo pop.
Pero el asunto es que las esculturas de rotonda, una vez descubiertas y revisadas con posmoderno resabio, siguen produciéndose gracias a un circuito de competentes escultores de segunda fila o esforzados artistas locales. Así, cuando volvemos de nuestra ruta por la rotondidad vasca, advertimos que en la entrada de Berriozar, pueblo aguerrido a las afueras de Iruñea, se está levantando una montañita de la que descienden metálicas siluetas con txapela, evocando la fuga del Fuerte de San Cristóbal… ¿Quién puede resistirse al impulso popular por significar nuestra memoria colectiva?
Quizá el verdadero arte de la rotonda sea, resignadamente, esta sencilla constatación y no tanto dar vueltas y más vueltas en torno a estos divertidos engendros, preguntándonos si un simple árbol o roca no hubiera sido suficiente para no estrellarnos…
Belleza (im)probable la de estos no lugares de paso, poblados de esculturas gigantes o diminutas, de todas las tendencias contemporáneas habidas y por haber, levantadas con los materiales más insólitos, en los lugares más recónditos de nuestra geografía cada vez más fantástica, que la selección de este fotoensayo en blanco y negro ennoblece estéticamente, dotándolos de un cierto aire de misterio alienígena.
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