Derecho a la vivienda
Un balcón con vistas a ninguna parte

Desde que salí de casa de mis padres, a los 17 años, he vivido en media docena de ciudades y he cambiado de vivienda bastantes más, aproximadamente las mismas que de empleo. A mis 36 años, son muchas más de las que lo hicieran la generación de mis padres, mis abuelos y mis bisabuelos juntas. Una de esas últimas mudanzas, implicó un desplazamiento de más de 3.500 Km. “¡Es el mercado amigos!” o “¡Es el espíritu aventurero!” proclaman los entendidos sobre aquello que no experimentan. Cualquier cosa menos llamar a las cosas por su nombre, no vaya a ser que al nombrarlas existan y al existir interpelen a algunas personas y conciencien a otras.
Hace unos meses, siguiendo la estela de los empleos fugaces, nos mudamos a un pequeño municipio en un lugar de La Mancha. Tras muchas dificultades debido a los abusivos y poco realistas requisitos para acceder a una vivienda, conseguimos alquilar un pequeño piso de dos habitaciones. Aún recuerdo las palabras de nuestro casero apelando a la tranquilidad de una comunidad ejemplar, al tiempo que con entusiasmo señalaba la cámara de seguridad que nos vigilaba. El bloque de viviendas donde vivimos es lo que llamaría un lugar común: tres plantas, fachada de ladrillo visto, construido con materiales de baja calidad (sello del periodo de esplendor de la burbuja inmobiliaria), ocupa dos calles haciendo esquina, la más larga de unos 250 metros de longitud. Aunque parezca increíble, en estas dos calles céntricas y angostas, se cuentan media docena de edificios abandonados, con sus cristales rotos, sus escombros asomando por los huecos de las puertas entreabiertas, deteriorados, sin vida, normalizados bajo las cansadas miradas viandantes. Algunos visten magníficos balcones que recuerdan tiempos mejores, hoy tapiados, con vistas a ninguna parte. No recuerdo quién dijo aquello de “no hay nada más parecido a una ruina que una construcción”. No se equivocaba.
No recuerdo quién dijo aquello de “no hay nada más parecido a una ruina que una construcción”, no se equivocaba
A medida que íbamos conociendo el resto de las calles y espacios del pueblo, observamos que el fenómeno de los edificios vacíos, tapiados y abandonados no era exclusivo de nuestra calle. Están por todos lados, la gente los mira pero nadie los ve, ven lo que podría ser y eso es suficiente. Esto lleva años de práctica, se empieza tolerando pequeñas injusticias y desigualdades frente a nuestros ojos, luego ves a aquellas personas sin hogar, empobrecidas, en el mismo sitio, a la misma hora y lo vas incorporando de tal forma que, cuando lo ves, ya nada se estremece en ti. He llegado escuchar a una persona increpar a otra persona sin hogar que portaba un cartel en el que pedía para comer, reprochando que para comprar un rotulador sí tiene pero para comer no. Este es el nivel.
Con las viviendas vacías, las nuevas ruinas, ocurre lo mismo. Nos hemos acostumbrado, nos indignamos sí, pero si alguien pretende devolverle la vida para salvar la suya nos indignamos aún más. Y es que el umbral de la tolerancia hacia la miseria y lo miserable se ha ampliado significativamente en los últimos 10 años. No puedo quitarme de la cabeza aquel día, cuando en uno de nuestros paseos, distribuidas por el mobiliario urbano, observamos un montón de pegatinas advirtiendo de un peligro: ¡El peligro de la ocupación!. “Fuera okupas, NO a la ocupación ilegal de viviendas. Fdo: los vecinos de un pueblo de La Mancha”, rezaban. ¡En mis ruinas mando yo! y ¡en tu hambre mandas tú!, faltó decir.
El umbral de la tolerancia hacia la miseria y lo miserable se ha ampliado significativamente en los últimos 10 años
Decía Eduardo Galeano que “el derrumbamiento de un edificio o la caída de un avión son más bien inconvenientes desde el punto de vista de quienes estaban adentro, pero son convenientes para el crecimiento de PNB, Producto Nacional Bruto, que a veces podría llamarse Producto Criminal Bruto”. Tampoco se equivocaba. Podríamos añadir que hoy, conviene dejarlos vacíos, porque el miedo también cotiza en el mercado, lo emocional se ha convertido en un mecanismo eficaz de la dominación. Ya sabéis, “cuanto más vacíos, “mejor para mi el suyo beneficio”. ¡Qué situación! crece incesantemente el número de viviendas vacías, mientras cada vez es más difícil acceder a una vivienda y simultáneamente no cesan las construcciones de nuevas viviendas. Aún con todo, la propaganda mediática, se las apaña para dar la vuelta a esta ya retorcida realidad, alimentando el fantasma de la ocupación, generando un clima aún mayor de desconfianza, inseguridad, conflictividad, hostilidad y polarización social. ¿Qué podría salir mal?.
El modelo de especulación inmobiliaria, la gentrificación, la aglomeración y la segregación han hecho de nuestros territorios lugares cada vez más hostiles hacia la vida en general y la vida social en particular: el resquebrajamiento de las relaciones sociales, de los lazos comunitarios, la criminalización de las redes vecinales, de apoyo mutuo, la socialización de los cuidados de la vida, la falta de comunicación, etc. En definitiva, una notable perdida de dignidad y empeoramiento de la convivencia.
No hace mucho, el presidente de la comunidad de vecinos, me hizo llegar vía Whatsapp una foto de mi ventana con ropa tendida que, a su vez, le había enviado otro vecino junto con una queja. Según refería, mi ropa colgada en la ventana daba mala imagen a la comunidad. Al parecer, debido a la presión de una minoría, hace tiempo llegaron al acuerdo de no colocar nada en unas magnificas y enormes zonas comunes con el fin de evitar conflictos y garantizar la convivencia. ¡Qué desprecio por lo común!. Restringir, prohibir o eliminar, por capricho de una minoría frente a una mayoría condescendiente, que calla, que cede, que evita, ¿De qué me suena eso?. Desde luego, si para garantizar la convivencia el objetivo es evitar conflictos, es que no han entendido nada, ni sobre convivencia ni sobre conflictos.
La socióloga especializada en desastres, Kathleen Tierney, lo expresa con mucho acierto cuando dice que “las élites temen la perturbación del orden social los desafíos a su legitimidad, tienen miedo al desorden social”
Lo cierto es que esta experiencia me hizo reflexionar. Paradójicamente, tendiendo mi ropa limpia a secar al sol, terminaron saliendo los trapos sucios de parte de una comunidad de vecinos. Sin dialogo, sin posibilidad de acuerdo, sin mirarnos, sin posibilidad de comprendernos. Alguien de mi comunidad se queja de mi, pero no sé quién es, solo sé que hace fotos a mi ventana y que con cierto apuro me traslada una tercera persona. Donde no existe comunicación anida la intolerancia. La sensación de miedo e inseguridad construida y vertida sobre los espacios urbanos y lo común, se traslada a los marcos mentales de las personas que los habitan. ¿Será que vinculan la ropa tendida a una imagen de barrio conflictivo?, ¿Qué será lo próximo?, se preguntarán, ¿zapatos colgando de los cables?, ¡Quita, quita!. Creen que evitan conflictos, pero en realidad los crean y en ellos se recrean. Pero no es su culpa, sabemos que la mano invisible es ávida creando fantasmas, eso sí, sin cadenas, que las cadenas son para el resto de los mortales con sus mortales formas de vida. Resulta inexplicable que allí donde existe una necesidad apremiante y unos recursos abundantes para satisfacerla, se prive el acceso por mero capricho de quién sin necesitarla, tampoco quiere que otras personas accedan a ella. A todo le ponen un precio, la vida les sale cara porque viven sin dignidad. Pero cuando el miedo manda, la dignidad no tiene lugar.
La socióloga especializada en desastres, Kathleen Tierney, lo expresa con mucho acierto cuando dice que “las élites temen la perturbación del orden social los desafíos a su legitimidad, tienen miedo al desorden social; miedo a los pobres, a las minorías sociales y a los inmigrantes; obsesión con los saqueos y los delitos contra la propiedad, disposición a recurrir a la fuerza letal, y toma de decisiones a partir de meros rumores. Los medios de comunicación hacen hincapié en el desorden y en la necesidad de un control social más estricto”. Gracias al trabajo de muchas, sabemos que la ocupación en nuestro país es absolutamente anecdótica y que el fin de la propaganda alarmista fue esconder el verdadero problema sobre la cuestión de la vivienda. Se creó una alarma para venderte literalmente otra. Hoy, las ruinas lucen placas de alarmas de una conocida compañía, vistiendo balcones tapiados, con vistas a ninguna parte.
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