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La vida y ya
Mirar desde las esquinas
No sé de quién fue la propuesta. Pero, después de años sin vernos, estábamos alrededor de una mesa un viernes por la noche. Yo llegué tarde e hice la ronda completa de besos a quienes fueron mis compañeras y compañeros de clase desde que comencé el colegio, a los cuatro años, hasta los catorce.
Imposible no volver a las anécdotas. A cuando a los cinco años uno me mordió un carrillo. A cuando una de nuestras profesoras creyó que éramos poetas, y por eso lo fuimos. A los libros con los que aprendimos a leer. Al olivo del patio. A ese único árbol rodeado de cemento. Ese árbol que bajamos a dibujar, hoja a hoja, un día de sol que se nos quedó impregnado.
En los recovecos de la memoria también están las excursiones. Y, entre todas, una. Cuando nos llevaron a conocer los alrededores del barrio donde estaba nuestro colegio. La consigna era sencilla: mirar. Mirar cómo eran las calles. Mirar cuántas papeleras había. Cuántos árboles. Mirar qué tipo de tiendas. Mirar si las aceras eran anchas o estrechas. Si había más colegios además del nuestro. Si existía un centro de salud.
Y así, mirando, llegamos a una zona del barrio que parecía una frontera. A un lado, chalets. Al otro chabolas. Ya no tenía sentido contar papeleras ni árboles ni medir el tamaño de las aceras. Sólo mirar. Un lado. El otro lado. Y un grupo de niñas y niños de nueve o diez años en medio.
En ese otro lado había varias personas, algunas de la misma edad que teníamos en ese momento. Jugaban. ¿Por qué no estarán en el colegio como vosotros y vosotras?, nos preguntó nuestra maestra.
Nos enseñaron a preguntarnos sobre las cosas que veíamos. A preguntarnos por qué eso era así. Si tenía que seguir siendo así
Coincidimos. Se nos quedó grabado ese día. Uno de tantos días colocados en medio de los años que compartimos. Coincidimos en que nos enseñaron a mirar. Nos enseñaron a preguntarnos sobre las cosas que veíamos. A preguntarnos por qué eso era así. Si tenía que seguir siendo así.
Durante los años que pasaron después he tratado de dar respuesta a muchas de las preguntas que nos lanzaron en ese tiempo. Para algunas tengo respuesta. Para otras no. Pero, de lo que estoy segura, es que las hubiera contestado de forma diferente si no me hubieran enseñado a mirar lo que ocurría fuera de los lugares por los que transcurría mi cotidianidad. Esas preguntas me enseñaron a pensar, a cuestionar, a sentir. Me abrieron la posibilidad de mirar el mundo desde las esquinas.
Mirar. Abrir los ojos. Preguntarnos. Indignarnos a veces. Comprender las causas de la indignación. Actuar. Ese es el camino por el que nos invitaron a aprender. Sin libros de texto. Sin exámenes. Sin centrarse en dar todo el temario sino en que aprendiéramos a aprender. Tratando de que disfrutáramos la llegada del lunes. Mi colegio era un colegio público.
La cena se alargó. Estuvimos hablando horas y horas. De lo que compartimos. También de lo que somos ahora. De feminismo. Del cambio climático. De cómo está el mundo. No estábamos de acuerdo en muchas cosas. Está claro que la educación no es sólo el colegio. Pero, sin ninguna duda, también es el colegio.