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La vida y ya
Mala suerte
Tiene las manos sucias y algunas heridas en los brazos, pero guarda la belleza de las personas a las que les gusta cantar. Es joven.
El tren está lo suficientemente lleno como para que haya bastantes personas de pie. Aunque el ruido de fondo de las vías contra las ruedas es alto, todo el vagón escucha lo que dice. Pide disculpas si molesta a alguien con su voz. Dice que es todo lo que tiene para ofrecer. Habla de su mala suerte. Y llora. Pero, a pesar de eso, o quizás por eso, comienza a cantar.
Tiene la voz rasgada. Una voz que suena a final de noche después de haber atravesado muchas puertas de muchos bares. Una voz que te escuece por dentro al escucharla. Que deja al vagón mudo.
Cuando termina se desliza entre las personas sin rozarlas (aunque el vagón va lleno, ya lo he comentado) pidiendo dinero o comida. Una chica le da una moneda antes de llegar a la siguiente estación y le dice: tienes una voz preciosa. Ella agacha la cabeza. Llora de nuevo.
Se baja del vagón con sus manos sucias, su voz rota y algunas monedas. Entonces, una niña que consiguió un asiento, le pregunta a su padre: ¿Por qué hay gente pobre? El padre, consciente de que la gente apelotonada no tiene más opción que escuchar su respuesta, contesta: Hay personas que tienen mala suerte, hija.
Siempre que escucho usar la mala suerte como explicación para las desigualdades sociales me acuerdo de Lucía, que ya siendo adolescente sabía encontrar las palabras precisas para explicar que las desigualdades y las injusticias no tienen que ver con la mala suerte sino, más bien, con la acumulación de unos pocos y la desposesión de muchas.
Lucía estudió periodismo pero no tenía dinero para pagarse el máster (o los másteres) y acabó trabajando de lo que pudo. “Si has nacido en una familia como la mía, la vida es como una oca en la que hay muchas casillas dibujadas con laberintos”, decía, “avanzas una, dos, tres casillas y, después, vuelta a casi el principio, ya sabes, si caes en el laberinto vuelves a la casilla número 30. Y coges de nuevo el dado. Tiras. Cuentas. Uno. Dos. Tres. Y vuelves a caer en el laberinto. Regresa. Toma impulso, otra vez, comienza. Y llega un momento que comprendes que el juego está hecho así, que algunos ya nacen por delante de todas las casillas en las que hay dibujado un laberinto y que tú tienes que sortearlos todos. El laberinto, la posada, la cárcel, la calavera. Y que eso no depende de tu suerte. Que vuelves una y otra vez a la casilla número 30 porque todo está montado para que haya gente que tenga muy difícil llegar al final del juego. Porque todo depende de las reglas. De quién las decide. De unas reglas amañadas, sucias, pensadas para que creas que lo que te pasa es que tienes mala suerte con los dados. Pensadas para que no caigas en que el problema es que tu casilla de salida es diferente según el extracto social del que provienes.
La mala suerte se tiene o no se tiene, no se puede cambiar. Pero si sabes que el juego es una forma de organización social que no depende del azar, entonces te das cuenta que se pueden hacer cosas para cambiar las reglas”.
Seguro que si Lucía hubiera estado en ese vagón se habría acercado a la chica de la voz rasgada. No sé si para hablarle de lo que piensa sobre la mala suerte o para ponerse a cantar con ella.
Porque cantar, a menudo, es una forma de tejer prendas contra el frío.
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