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La vida y ya
Contar lo necesario
Aunque se murió cuando yo ya había conseguido mi primer trabajo, los recuerdos a los que recurro con más frecuencia cuando pienso en ella son los de la infancia. La playa en la que veraneábamos y que, para llegar al mar, había que pasar por un pinar del que cosechábamos piñones que nos llenaban las manos de un polvo negro que luego se quedaba en el agua. Los paseos hasta las rocas mirando la arena en busca de fósiles y conchas y sentirme agradecida a la naturaleza por estos regalos que ponía a nuestra disposición. Saltar las olas y bucearlas, hacerme la muerta para flotar sobre ellas. Mi abuela doblando la chaqueta de manera perfecta cuando se la quitaba en los paseos de final de la tarde. Una caminata que acababa con un helado en una heladería que, según mi abuelo, había comenzado con un puesto diminuto cuando todavía no existía el paseo marítimo.
Ninguna entrábamos a su habitación porque para jugar había otros espacios, pero yo, que era la mayor de las nietas que nos juntábamos en ese tiempo de verano, a veces me sentaba en su cama para hablar mientras ella abría el armario, un universo donde la armonía nunca se quebraba.
Mi abuela nunca me preguntó si yo era feliz. Creo que lo daba por supuesto. Que la felicidad era eso que viene después de haber pasado una guerra y una posguerra. Que las que nacimos más tarde ya la traíamos pegada como las semillas de las gramíneas se adhieren a los calcetines.
En realidad no funciona así. Ella sabía que no funciona así. Pero era su manera de recordarme que hay cosas que no pueden darse por supuestas. Que la paz nunca debe darse por sentada si no hay justicia. De recordarme que yo tomaba como normales cosas que son un lujo. Cosas que ella no tuvo porque vivió una guerra y una posguerra y una dictadura. Porque vivió una época en la que sentían de cerca que no sobra nada de lo que proviene de la naturaleza. Y porque sabía lo que cuesta que las plantas comestibles crezcan en el campo, decidió seguir viviendo de manera sencilla.
Mi abuela. Mi abuela diciendo que meta las manos bajo el faldón de la mesa camilla para que se calienten en el brasero. Las manos de mi abuela y las mías calentándose. Mi abuela pintándose los labios de color rojo. El sonido del pintalabios al cerrarse. Mi abuela diciendo que su sueño hubiera sido montar un salón de belleza. La foto de sus cuatro hijas y su hijo detrás de ella mientras habla. Mi abuela tapando el vaso de agua que no se bebió entero con un pañito de tela en el que bordó una flor rosa. El sonido del pañito de tela al posarse sobre el borde del vaso de cristal. La voz de mi abuela diciendo que el agua no sobra. Mi abuela colocándose el delantal para freír las croquetas que hizo con el pollo que quedó del día anterior porque la comida siempre sirve. El sonido de una tira de tela sobre la otra al atarlo con un lazo en su espalda. Sus dedos asegurándose de que el lazo es simétrico. Mi abuela lavándose las manos en una palangana porque así se gasta menos agua. Mi abuela diciendo que nos duchamos demasiado y que si no nos damos cuenta de que el agua no sobra. Mi abuela hablando de la lluvia porque sabe que el problema del agua no depende de nuestras duchas ni de dejar el agua correr mientras nos lavamos los dientes. Mi abuela que dice que los problemas complejos nunca tienen una solución sencilla.
Las escaleras que suben al desván. Su crujido porque son de madera. Mi abuela diciendo que esa casa es tan vieja que cruje todo. Los huesos de mi abuela crujiendo. El suspiro de mi abuela por todo lo que no le dará tiempo. Por lo que no me contó. Y yo convencida de que me enseñó todo lo necesario.