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“¿Por qué gana la derecha?”. Este es el título de un vídeo de 2012 en el que Xosé Manuel Beiras explicaba a Pablo Iglesias, en La Tuerka, las razones de las victorias electorales del PP. Pero también es un excelente resumen de la teoría de la dominación que forma parte de la filosofía espontánea de la izquierda gallega. Según Beiras, la sociedad estaría dividida entre una minoría activa de ciudadanos ejercientes y desalienados y una mayoría pasiva de ciudadanos no ejercientes (excepto para votar) y sometidos a la alienación través de la mercadotecnia, a la manipulación y a los poderes mediáticos. Poniendo de ejemplo el caso del Prestige y la escasa traducción política del descontento en las elecciones, Beiras subraya cómo los “segmentos activos, lúcidos y que piensan en términos críticos” no son capaces así de operar grandes transformaciones. Como culminación de este argumento, el líder nacionalista encuentra actualmente impensables los cambios sociales importantes a través de elecciones.
Esta filosofía espontánea de la dominación es una de las herencias fosilizadas de la vulgata leninista, la de la noción de “ideología” como engaño, ilusión, estafa u ocultación que habría que desvelar (la desafortunada metáfora del “rey desnudo” que se está usando en esta campaña). Pero también tiene que ver con el inconsciente profesoral de buena parte de los cuadros y dirigentes del nacionalismo gallego. En este sentido, Bourdieu hablaba de la “vanidad” de las tomas de posición políticas “que consisten en esperar una verdadera transformación de las relaciones de dominación” como “fruto de la predicación racional y la educación o, como a veces piensan de forma ilusa los maestros, de una amplia logoterapia colectiva cuya organización correspondería a los intelectuales”.
Ninguna “revelación”, incluso aunque sea en el programa de Jordi Évole, va a ser decisiva para erosionar la hegemonía de un partido al que la gente no vota precisamente porque piense que es impermeable a la corrupción
Tal concepción de la dominación acaba produciendo consecuencias graves: la primera, una relación paternalista con los subalternos, éticamente intolerable y políticamente nefasta (cuyo corolario son los ya tradicionales insultos a las clases sociales que se pretende defender —los dinosauros que amaban a los meteoritos, las ciudades en descomposición, el pueblo suicida, etc...—, explicitados cuando los resultados electorales son frustrantes) y que, además, nos inhabilita para dar cuenta de las verdaderas causas que hacen “razonable” que la gente común vote a un partido neoliberal como el PPdeG. Naturalmente, el poder miente y manipula en su interés todo lo que puede, pero ninguna “revelación”, incluso aunque sea en el programa de Jordi Évole, va a ser decisiva para erosionar la hegemonía de un partido al que la gente no vota precisamente porque piense que es impermeable a la corrupción.
Con esta pobre artillería conceptual la izquierda no parece tener mucho que hacer al enfrentarse con una cultura política, la del PPdeG, fundada por un hombre como Fraga que en la década de los 50 ya citaba a Gramsci para las batallas culturales del nuevo franquismo proestadounidense y que, en el proceso autonómico, inició uno de los ejemplos más impresionantes de revolución pasiva. También Feijóo está demostrando ser un discípulo más que solvente, que sabe partir del sentido común popular para direccionarlo hacia sus intereses neoliberales, que continúa practicando con éxito eso que el comunista sardo llamaba “transformismo” y que sabe, sobre todo, que las identidades políticas no vienen predefinidas por las relaciones económicas objectivas sino que se construyen y se disputan en las batallas culturales, en ese terreno ambiguo por excelencia que es lo nacional-popular.
Llamarle fascista puede ser moralmente muy reconfortable, pero el adjectivo oculta mucho más de lo que ayuda a comprender. Esta es una de las lecciones básicas de Stuart Hall, quien en su libro El largo camino de la renovación. El thatcherismo y la crisis de la izquierda analiza el proyecto hegemónico thatcherista, que cualifica de “populismo autoritario” y que tiene muchos puntos en común con el del populismo conservador gallego. Para el teórico jamaicano, “su éxito y su efectividad no residen en su capacidad para embaucar a un pueblo ignorante, sino en la forma en que se dirige a problemas y experiencias reales y vividas, a contradicciones reales y cómo, además, es capaz de representarlas dentro de una lógica discursiva que las alinea sistemáticamente con las políticas y estrategias de clase de la derecha”.
Está claro que Feijóo es el mayordomo político de las élites económicas, pero la izquierda parece conformarse con ser la aristocracia cultural de unas subalternas eternamente regañadas, que no solo son las que más padecen el estigma étnico y las desigualdades de clase sino que además tienen que ver como son continuamente (en cada gesto) suspendidas en exámenes espontáneos de conciencia nacional o de clase.
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Lo que es evidente es que la batalla cultural es una herramienta fundamental del espectro ideológico y es la que la izquierda más descuidada hemos dejado. Elementos como el cine, medios de comunicación, series, música, etc, deben de ser utilizados como armas contrahegemonicas, con la que romper esos mitos liberales del esfuerzo individual, emprendimiento y avaricia.
Sin ellos, no es posible generar un cambio efectivo en la correlación de fuerzas que posibilite tal transformación social