Opinión
El colapso del cambio en Pamplona

Las causas que hay detrás de los resultados electorales y las realidades que expresan son distintas, dado que las corrientes de fondo de las sociedades que representan permanecen en constante cambio. Saber interpretarlas es clave para el futuro.

Casa Pamplona
Ione Arzoz Fachada de una vivienda en Pamplona

@aitorbalbasruiz

30 may 2019 10:54

Apuntes escritos apresurada y visceralmente (tiempo habrá para los debates sosegados), con las heridas abiertas, pero con el ánimo futbolístico de no hacer entradas antirreglamentarias. Mejor empezar por los datos, antes de entrar al debate.

Uno: el cambio no se ha perdido por la desunión de IE, Podemos y Aranzadi, aunque lo haya perjudicado gravemente. Si estas tres fuerzas hubieran acudido conjuntamente a las urnas, y hubieran sacado los 8.637 votos que han obtenido por separado, le habrían quitado un concejal a UPN y otro a PSN, de modo que el cambio habría pasado de tener 9 de 27, a conseguir 11 de 27. Cierto que habría atraído algo de voto que se fue a otros lados castigando la falta de unidad, pero no mucho. Y todavía estaríamos a tres de la mayoría. Si, en un ejercicio de ficción todavía mayor, y forzando la ucronía, además de ir unidas no hubieran perdido ni un sólo voto de los obtenidos en 2015, o sea, si hubieran sacado las mismas 15.566 papeletas (sin quitárselas al resto, lo cual habría supuesto una improbable, por lo elevada, participación del 77%), habrían sacado un tercer concejal... que habría perdido EH Bildu. Es decir, otra vez a tres de la mayoría. Son cábalas poco rigurosas, pero orientan. Hay que decir que, además de poco seria, la segunda proyección es más tendenciosa si cabe, porque deja de lado tanto el efecto arrastre de las elecciones generales de hace un mes, como la estrategia estatal de Unidas Podemos de subordinarse al PSOE, dinámicas que, combinadas, han invertido el flujo de votos que se produjo hace cuatro años entre los vasos comunicantes de ambos espacios políticos.

Dos: la derecha se ha movilizado a la altura de las grandes ocasiones, obteniendo 43.643 votos y un 40,5%, y consiguiendo su segunda mejor marca de la historia. En los cuarenta años anteriores solo había llegado a los 13 asientos en 3 de las 10 elecciones (1991, 2003 y 2007). Su récord siguen siendo los 46.640 votos y el 43,3% que obtuvo con Yolanda Barcina en su tercera legislatura de 2007. No lo ha alcanzado pero se ha quedado muy cerca.

Tres: el campo abertzale de EH Bildu y Geroa Bai apenas se amplía. Con una participación ligeramente mayor, pasa de 33.047 votos (32%) en 2015 a 35.097 (32,6%) en 2019. La pérdida de Geroa Bai se explica prácticamente por el trasvase de votos a EH Bildu. Las correcciones que representarían la sociología crecientemente progresista de los nuevos votantes, un cierto drenaje en el área de IE, Podemos y Aranzadi, y el sector minoritario que se ha movido hacia el PSN, serían irrelevantes.

Cuatro: con 17.417 votos y un 16,1%, el PSN se sitúa en el tramo alto de su horquilla habitual durante el Régimen del 78, o sea, entre 10.000 y 20.000 votos, con la excepción de los 11 concejales con Julián Balduz en 1983 (29.015 votos y un 35,18%). Remonta la tendencia declinante en la que entró en 2011 y que le llevó a su suelo electoral durante la última década.

Cinco: la participación (71,1%) ha sido la segunda más alta de la historia en unas elecciones municipales, tras la de 2007 (72%). Esta vez solo se habrían quedado en casa en torno a 10.000 votantes. Como máximo. O lo que es lo mismo, ni siquiera se habría mantenido el cambio en el improbable escenario de que esas 10.000 personas hubieran apostado en bloque por IE, Aranzadi y Podemos, y la suma hubiera llegado a los 18.637 votos. En ese caso, la confluencia habría sacado cuatro concejales, quitando dos a la derecha, uno al PSN y otro a EH Bildu. Resultado: 15 para el Régimen del 78 y 12 para el cambio.

Y ahora, la opinión.

En las elecciones de 2015 concurrieron tres hechos singulares. Primero, que 7.491 votos de la derecha (el 7,2% del total) se fueron a la papelera porque ni PP ni Ciudadanos sobrepasaron la barrera del 5%. Segundo, que los comicios se celebraron cuando la oposición al Régimen del 78 había alcanzado la velocidad de crucero en términos de acumulación social y política. Y tercero, que un sector del electorado históricamente vinculado a la abstención o al PSN, decidió dar su apoyo a la llamada nueva política.

Sobre lo primero no hay mucho que explicar: la derecha, motivada, con aires de revancha, y alimentada con el viento de cola de la emergencia europea y mundial del populismo ultraderechista, ha sabido aprovechar su oportunidad y ha rozado máximos históricos. El cambio no tiene mayores responsabilidades de este ascenso, aunque su lectura incorrecta del contexto global le dejó sin capacidad de respuesta cuando el tiempo político se aceleró al final de la legislatura. Tras las elecciones andaluzas, cuando apareció Vox y se vio que el rearme derechista era imparable, fue ya demasiado tarde.

Respecto al segundo apartado, la acumulación política y social, y carambolas electorales aparte, el clímax electoral de 2015 fue producto de una dinámica de movilizaciones iniciada hace décadas, al máximo de sus capacidades y cuyo margen de mejora, lastrado por dos de sus rasgos principales, es una incógnita. Por un lado, la exacerbación, con pocas excepciones, de la transformación de los movimientos sociales autónomos en correas de transmisión de las direcciones políticas; un proceso que viene de muy atrás, y cuyo punto de no retorno fue la fractura que la izquierda abertzale provocó en los movimientos sociales unitarios en la segunda mitad de los años ochenta. En está legislatura, ha supuesto, al contrario de lo que sus diseñadores imaginaron, que el cambio se atara una mano a la espalda antes de saltar al ring del corto ciclo institucional que ahora termina.

Además, y en abstracto, lo ocurrido ha venido a confirmar, una vez más, que las lógicas jerárquicas que priman la eficacia y la homogeneidad constriñen la potencia política y, en fases particularmente estocásticas como esta, derivan con rapidez en parálisis política y confusión ideológica. En estos cuatro años, y en relación con la institución, la calle ha sido una caricatura de sí misma.

Por otra parte, esa compactación estratégica entre contrapoder, partido e instituciones ha estado además amalgamada por las fases embrionarias de una suerte de variante del proceso catalán. Este capítulo tiene múltiples derivadas de las que no tiene sentido hablar ahora pero, de cualquier manera, la hipótesis procés se sostiene sobre un doble y contraproducente juego político de suma cero en nuestro territorio. De una parte, la pugna por la hegemonía dentro del bloque soberanista y, de otra, el achique de espacios orientado al emparedamiento de los sectores políticos intermedios representados por la nueva política confederal. En esa lógica, letal para consolidar frágiles mayorías institucionales y para la construcción de contrahegemonías plurales, se enfrascaron los directores de orquesta del Gobierno de Navarra y del Ayuntamiento de Pamplona desde el minuto uno de la legislatura. Hay unos cuantos ejemplos de lo perjudicial de dicha estrategia, aunque algunas excepciones como el caso de Alsasua sugieran lo contrario, especialmente cuando no se analizan con detalle y en profundidad.

El tercer elemento anómalo de los resultados de 2015 fueron los nuevos y reconocibles sectores incorporados al cambio. En este punto merece la pena extenderse. Como se ha comprobado, en ellos radicaba el nudo gordiano de los futuros desenlaces electorales y no en corrimientos sociológicos profundos que se estarían produciendo. Porque, una cosa es que a lo largo de los últimos 40 años, la oposición al Régimen del 78 haya pasado del 25% al 40% del censo, y otra ser ya una mayoría clara y consolidada de más del 50%.

Sea como fuere, y a la hora de fidelizar esos segmentos sociales, entraron en colisión dos planteamientos. Por un lado, la hipótesis de las direcciones de EH Bildu y Geroa Bai, y en general del mando social y político del cambio, condicionada por un sesgo de clase (media) y generacional (biografías de largo recorrido). Según esa idea, el gobernismo moderado era virtuoso en un doble sentido: incorporando a los sectores oscilantes entre el cambio y el Régimen del 78 y desmovilizando a los sectores desafectos pero poco ideologizados. En la práctica, IE y Podemos secundaron la propuesta... al margen de las retóricas radicales integradas en el teatro de la política de la representación. De todas las premisas de esta propuesta, que en adelante llamaremos cambio tranquilo, seguramente la más errónea es la que partía de analizar la realidad pamplonesa como algo esencialmente encapsulado y regido por lógicas internas de la Zona Especial Norte, y solo muy secundariamente influenciada por los marcos estatal y europeo.

En el otro lado, Aranzadi, vinculada al municipalismo antagonista de la nueva política, en Pamplona y en otras ciudades, puso encima de la mesa la necesidad de escoger espacios de confrontación política e ideológica fuertes para sostener la precaria adhesión de ciudadanía ocasionalmente vinculada al cambio a partir de la ilusión generada por la irrupción de la nueva política. Es decir, su hipótesis fuerte fue que la atracción a la política de la representación de sectores en vías de desclasamiento, o ya empobrecidos, obedecía esencialmente a vectores de clase maridados con coyunturas políticas muy volátiles, y no a desplazamientos sociológicos identitarios de largo alcance. Creímos que era clave fijar al cambio a esa mezcla de joven proletariado urbano precarizado, población migrante y sectores populares humildes ajenos a la gobernanza social, civil y política de la ciudad orgánica e históricamente votantes del PSN o abstencionistas... y que esto sólo podía hacerse desde políticas redistributivas fuertes, y acompañado de gestos orientados a mantener las expectativas de esos sectores vulnerables puntualmente ilusionados.

Pero nada de eso se hizo. Todo fue cambio tranquilo, gobernar para todos. Evitar los conflictos. Que la ciudad siguiera funcionando, que el agua saliera del grifo. Había que sentar las bases y no precipitarse, mantener la calma. Era un proyecto para ocho años, para doce años, no para cuatro. Luces largas, deshacer los nudos. Y mucho eco de los discursos autorreferenciales producidos desde la zona de comfort habitada por gente que no padece la emergencia habitacional, cuyos hijos e hijas no van a institutos donde la mitad del alumnado es migrante, que pertenece a sólidas comunidades sociales y culturales, que no pocas veces cuenta con heredar patrimonio inmobiliario y que, a lo peor, calcula que podrá ser rescatada por sus redes familiares. Pero entre quienes habían votado al cambio por primera vez abundaban las personas que no eran ese tipo de gente. Eran sujetos, nativos o extranjeros, que seguían perteneciendo, en general, a las clases sociales más bajas de la ciudad, porque en Pamplona también hay clases sociales... y en creciente bifurcación generacional. Y, por cierto, también en esta ocasión los mayores índices de abstención han vuelto a producirse en los barrios con rentas más bajas. De hecho, el pecado capital del cambio tranquilo ha sido no entender cómo, para los menores de treinta y cinco años, la destrucción de sus expectativas individuales está mutando su pertenencia subjetiva y objetiva a la clase media, más allá de Osasuna, los Sanfermines y Salou.

En definitiva, y por resumir, la correlación de fuerzas hizo que, legítimamente, se impusiera la propuesta del cambio tranquilo. Pues bien, aunque sea de manera muy prematura, hoy es también momento de hacer valoraciones preliminares, y una de las principales sería que la debacle electoral cancela la hipótesis del cambio tranquilo institucional. Con todos los peros y excusas que se quiera, pero no ha superado la prueba.

En paralelo, también toca analizar las responsabilidades políticas del flanco izquierdo del cambio (dejando al margen el mundo del sindicalismo). Y el mejor marco es la etapa histórica que comenzó en 2011 con el 15M y que acaba de finalizar con la restauración de un bipartidismo que, en Pamplona, y en Navarra, se acerca al 60% de los votos. Momentos muy amargos para quienes, en este ciclo, soñamos con escenarios emancipadores bien distintos.

El municipalismo de Aranzadi. Siniestro total. Por enunciar sólo los errores políticos más graves de la legislatura: (1) desde el comienzo renunció a la pelea por el poder dentro de Podemos, a pesar de que formó parte de su núcleo fundador, y confundió la ética de movimiento con las lógicas de la política de la delegación y la representación, faltándole cinismo y sobrándole escrúpulos; (2) entró en el equipo de gobierno del Ayuntamiento, cosa que nunca debió hacer dada la correlación de fuerzas del cambio; (3) analizó incorrectamente sus posibilidades de conectar con los movimientos sociales sin asumir que a día de hoy, en su inmensa mayoría, orbitan, con distintas modalidades, en torno a la agenda de la izquierda abertzale; (4) se comió, sin pestañear, toda la parte de la vieja política que el cambio hizo propia desde el principio, empezando por los acuerdos en despachos cerrados y acabando con toda la autonomía de lo político que se propagó a su alrededor; (5) fue ampliamente superada por el timing de la política institucional; (6) calibró mal sus fuerzas y reflejo de ello fueron los innumerables y demasiados pulsos de todo tipo que se atrevió a echar; y (7) seguramente lo más grave, no supo conectar con esos nuevos sectores que le habían votado, ni con la retórica ni con la praxis.

Su impotencia fue abrumadora desde el inicio de la legislatura. Tras aceptar el grueso del acuerdo programático que daba carta blanca a la gobernanza del cambio tranquilo, fue incapaz de conseguir nada que le permitiera construir un relato, por acotado que fuera, de su programa de democracia real y de reparto de la riqueza. Como ejemplo paradigmático, perdió prontamente la batalla interna dentro del cuatripartito para desarrollar una tasa a la vivienda vacía en manos de bancos y fondos buitre y con ello, seguramente, la posibilidad más clara de sostener su posición política de gobierno para los de abajo, siquiera simbólicamente, y de cara a ese nuevo electorado. Su expulsión del equipo de gobierno la quebró, y pulverizó su margen de maniobra para liderar la confluencia con IE y Podemos, cosa que no logró, a pesar de sus denodados esfuerzos finales, y cuyo fracaso ha sido muy perjudicial para el cambio y catastrófico para el área que ocupa junto con las otras dos fuerzas políticas. Fue una rara mezcla de audacia, desconocimiento del funcionamiento de las instituciones y aislamiento; un pequeño experimento líquido que hizo demasiados enemigos en un corto periodo de tiempo, y cuyos votos finalmente se licuaron. Quedarán para el recuerdo algunos aciertos, que también los hubo, en particular su capacidad para producir software político y la irreversibilidad del nuevo modelo de movilidad que impulsó. Su relato no le interesa a nadie aunque lo esencial es que fue leal y responsable con el cambio cuando le tocó enfrentarse a los asuntos graves y consustanciales que supone la gestión de una institución como el Ayuntamiento de Pamplona, donde hay poder, dinero y donde, veinticinco años después, el paisaje no ha cambiado tanto. Quizás algún día se sepan varias cosas sorprendentes.

IE. La vieja izquierda del 5%, o menos. Tras tres décadas de subordinación y condición minoritaria, le llega su gran oportunidad, y no hace ni ademán de levantarse. Sus direcciones izquierdistas, políticamente envejecidas, salen amortizadas del revolcón. En el mejor de los casos, les aguarda una larga travesía por el desierto. Entre los episodios lamentables de este cuatrienio político, brilla con luz propia la operación interna que organizó la dirección de Izquierda Unida de Navarra para descabalgar a su secretario de organización en Pamplona, cuando apostó por la confluencia con Aranzadi y Podemos. Un episodio para enmarcar.

Podemos. En Pamplona lo montó una serie de gente, hizo historia en las europeas de 2014 (como en el resto de sitios), se acercó al panal de rica miel una representación variada de la condición humana, y el resto es conocido. En estos cuatro años, no han hecho ni un solo amago de participar en serio en la política local, demasiado ocupados en las interminables cuitas internas, de las que han informado prolija y puntualmente a la sociedad pamplonesa. A destacar la paletada de votos que perdió cada vez que alguno de sus cargos utilizó la prensa escrita local para airear sus disputas en público, para ajustar cuentas, o para opinar sin venir a cuento. Ahora mismo, en Pamplona, está destruido: sin dirección ni cuadros solventes, y con una militancia reducida a la mínima expresión. Su secretario general de Navarra liquidó a la fracción disidente, mayoritaria en la ciudad, para a continuación renunciar a capitanear el proyecto. Dado que la lista de errores de una dirección mayormente autoexiliada en Madrid excede este formato, valga como ejemplo una de las inefables y postreras performances orgánicas de la legislatura: el grupo que se presentó a las elecciones municipales ganó las últimas primarias internas defendiendo la confluencia con Aranzadi, para luego hacer exactamente lo contrario, y sin consultárselo a la militancia. El panorama es poco halagüeño.

EH Bildu. Han conseguido unos resultados históricos y lo primero que es de recibo es felicitarles por ello. Ahora bien, como solía decir uno de los líderes históricos de la izquierda abertzale, la columna vertebral de la coalición, han vuelto a pasar de la diarrea al estreñimiento, y sin término medio. Una sobredosis de institucionalización, que está por ver si es reversible, dado que su ala izquierda está triturada y presenta brotes de desgajamientos (de recorrido incierto). También habría mucho que hablar sobre si ha ensanchado los límites de su proyecto político profundo. No tiene pinta. La guardia pretoriana de su equipo institucional controló todos y cada uno de los resortes del poder, no quiso repartir juego de verdad, ni hacia abajo ni hacia los lados y, cuando empezó a girar sobre sí misma, careció de capacidad para gestionar el estrés lógico de un gobierno a cuatro bandas. Así que, en uno de los picos de tensionamiento, tiró por la calle del medio, o siguió su hoja de ruta y, literalmente, gracias a su potencia de fuego, carbonizó al resto. A su izquierda ha quedado un solar, y a Geroa Bai la ha dejado en el chasis y tiritando, sostenida a duras penas por el Diario de Noticias. Son muy responsables de que el cambio haya perdido la mayoría en Pamplona. No por nada en especial, sino porque estaban al mando del cuatripartito. Su proyecto de gobernanza institucional, basado en el apuntalamiento populista de Joseba Asiron, fue ejecutado por encima de lo que hiciera falta y de quien hiciera falta, y los eleva a umbrales relativamente nuevos (del casi 23% de los votos en el que estaba su anterior techo histórico al 25% actual). Sin embargo, y nunca mejor dicho, no deja de ser un gigante con los pies de barro. Lo reflejan con claridad los 13.600 votos que han sacado en la ciudad en las elecciones al Parlamento de Navarra, perdiendo el 50% de los 26.600 apoyos al Ayuntamiento. En cuanto al anecdotario, están por verse las consecuencias del disparatado enfoque con el que han tratado la ocupación de locales. Es una de las derivadas paradójicas de su hegemonía aplastante sobre las principales estructuras sociales y culturales del cambio en la ciudad, los antiguamente llamados frente de masas y frente cultural. En gran parte por ello, aunque esto sería largo de explicar, la extensión de su influencia a nuevos sectores sociales está cortocircuitada hace tiempo. Como ha venido ocurriendo, es muy probable que se imponga su relato, porque son los más fuertes.

Los movimientos sociales. Con la excepción de redes anticapitalistas muy minoritarias, el activismo abertzale y no abertzale ha hecho propia la tesis del cambio tranquilo. Probablemente hayan influido (a) la falta de autonomía respecto a las estructuras políticas, (b) su composición o sus imaginarios de clase media predominantes, y (c) su desacoplamiento del 15M y de la nueva política que éste generó. En general, han transitado los ocho años que van desde las manifestaciones del 15M en la Plaza del Castillo hasta este domingo sin ensamblarse en el ciclo político, debido a sus estómagos delicados, o por no compartir la lectura de que, en esta fase histórica, la apuesta decisiva se situaba fuera del movimiento. La inmensa mayoría de sus cuadros políticos se ha dedicado a sostener el campo social como si, forzando las poco recomendables analogías históricas, prácticamente hubiéramos estado viviendo en una fase histórica de doble-poder, como la del corto verano de la anarquía. Pero, por desgracia, no estábamos ahí, y donde se jugó la partida crucial fue en la política. Por lo demás, la praxis posterior no permite descartar que hubiera mucho de teorización funcional para justificar fatigas políticas personales, cuando no posiciones acomodaticias. Porque, aunque sea muy en síntesis, hay que subrayar que la calle no ha ejercido un contrapeso fuerte y real frente a las tempranas disfunciones que, desde primera hora, fueron evidentes en el ámbito institucional. Y los llamativos límites de las movilizaciones autónomas y disruptivas, las dialécticamente operativas (y no las ensambladas con las direcciones políticas), han sido decisivos para cavar la tumba del cambio. Así pues, y por su específica posición en el tablero, los movimientos sociales son también particularmente responsables de lo ocurrido. Por otro lado, y tal y como apuntan las nuevas formas de movilización feministas, no parecen llamados a ocupar las primeras filas en el futuro próximo.

Hace cuarenta años, en las primeras elecciones de 1979, la derecha sacó, entre UCD y UPN, 13 concejales y un 39,0%; Herri Batasuna sacó siete concejales y un 22,9%; el PSN cinco concejales y un 17,2%; y el PNV dos concejales y un 6,2%. Hubo cinco candidaturas de izquierda, más o menos comunistas o radicales, que fueron por separado y cuyo 14,7% de los votos quedó sin representación. Tras un primer vistazo, las similitudes con 2019 dan cierto vértigo.

Sin embargo, y desde una perspectiva comunista, la historia no se repite a la manera banal que una lectura inmediata de dichos números podría sugerir. Pero, para sortear el campo de minas de las miradas intuitivas y superficiales, y para producir pensamiento fértil de manera colectiva, es imprescindible aplicar el desarrollo desigual y combinado del materialismo histórico a los análisis de coyuntura. Partiendo de que son los permanentes choques, fricciones y alejamientos de las distintas clases sociales (como ocurre con los bordes de placa tectónicos) los que conforman, principalmente, el campo de fuerzas de la realidad política, social y económica. Y, como dirían Sandro Mezzadra y Mario Neumann, llegados a ese punto, abordando el debate de la clase y de la diversidad sin trampas. O sea, sin sucumbir ni a los atajos ideológicos e identitarios, ni al tacticismo político, ni a la logomaquia del marketing comunicativo. De modo que, aunque los resultados electorales sean casi iguales cuarenta años después, las causas que hay detrás y las realidades que expresan son distintas, dado que las corrientes de fondo de las sociedades que representan permanecen en constante cambio. Saber interpretarlas es clave para el futuro.

Entre tanto, bienvenidas todas las críticas, por duras que sean, en particular las de quienes en su momento nos dieron su apoyo y agradecieron que asumiéramos el riesgo de implicarnos, con nuestro proyecto municipalista confederal, en un equipo de gobierno liderado por EH Bildu. El reto nos sobrepasó, qué duda cabe, pero al que anda le pasa. Y de esta severa derrota aprenderemos, sobre todo si abordamos los debates que vengan con rigor, sin autocomplacencia y sin sectarismos.

Mientras, esperemos que no hay que esperar cuarenta años de nuevo y que, más pronto que tarde, se abran otra vez las grandes alamedas.

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