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Quedó atrás el verano y a estas alturas de mes nos encontramos bien sumergidos en los jaleos de septiembre. Con el respiro que nos dio el 23J, fuimos transitando las semanas estivales. Al poco de andar el mes de agosto, comenzaba de nuevo el baile en el Congreso, mientras en Aragón se concretaba otro gobierno PP-Vox. Un cuarto acuerdo autonómico al que se sumó, con el comienzo de curso, la comunidad murciana. De hecho, Murcia cierra el mapa de poder político territorial con el que cuentan las derechas españolistas tras el 28M. Una cartografía que incluye las autonomías en las que, con los adelantos electorales celebrados después del primer año de pandemia, el PP obtuvo mayorías absolutas, como Galicia o Andalucía, además del primer gobierno autonómico con Vox, el de Castilla y León.
Después de año y medio largo de aquel acuerdo gubernamental que inauguró el acceso del posfascismo a los ejecutivos autonómicos, se firmó el último pacto de esta ronda de participación electoral. Tres años caracterizados por un crecimiento, aunque acotado, del bloque de las derechas estatales en la mayor parte de la geografía del país. Se trató de unas convocatorias en las que el electorado de Vox se afianzó, pero lo hizo quedando lejos de sus estimaciones de crecimiento, como demostró Andalucía el año pasado. No en vano, la jornada del 23J nos confirmó lo certero de las estimaciones que señalaban a los 3,6 millones de votos obtenidos en noviembre del 19 como el techo de los nostálgicos del franquismo. Resultados que, no obstante, discuten las interpretaciones vertidas en las corporaciones mediáticas: Vox no sufrió un desplome, como tercera fuerza del parlamento que continúa siendo.
Pues bien, Murcia ha sido el último eslabón con el que se cierra la cristalización del poder político territorial que sufriremos y resistiremos los próximos años. La comunidad donde los resultados de Vox comenzaron a despuntar en 2019 como fuerza más votada, la región del pin parental y a través de la que saltó la liebre en Madrid para la consolidación del liderazgo de Ayuso y la reducción del bloque reaccionario a dos actores dando paso a un inquietante —de cara al 23J y a una posible repetición electoral en función de nuestra ley electoral— ‘bifachito’.
Murcia ha sido el último eslabón con el que se cierra la cristalización del poder político territorial que sufriremos y resistiremos los próximos años
El pacto murciano tuvo un trasiego negociador que puso en juego el pulso partidario por la hegemonía derechista reinante en la región; bien diferente al esperpento extremeño: una pantomima con María Guardiola de farol en la que, como ocurrió con el acceso de Moreno Bonilla a la Junta de Andalucía desplazando al aposentado PSOE, el PP era el segundo partido más votado. Fue el de Extremadura un sainete marcado por el ambiente previo a las generales. Y es que, como dice el candidato a presidente del mes, repetir elecciones con “el electorado de bajón” no conviene.
Continúan de bajona por exceso de expectativas. Aquellas creadas bajo el halo de una combinación posible a partir de la última revolución tecnológica, la que se aplica a nuestras relaciones sociales cotidianas y ha impactado sobre nuestras subjetividades, cogniciones y psiquismos, como ninguna. La conjugación entre las clásicas propagandas identitarias y los nuevos nichos activos en la conformación de unos imaginarios pasados por la velocidad creciente y la autorreferencialidad.
La propaganda masiva, que supuso la innovación de las sociedades de masas del pasado siglo e impacta sobre las identidades construidas en las dinámicas sociales de la historia, es una vieja conocida maquinaria de poder que nunca duerme, víctima de insomnio durante la pandemia. Su objetivo coyuntural, en un año electoral, estaba dopado por el panorama tras las municipales, y focalizado en lograr los resultados largamente deseados frente al gobierno de Pedro Sánchez con Unidas Podemos. Era una última estación del recorrido, a modo de colofón, después de haber trabajado arduamente —reforzando los esfuerzos tradicionales— sobre la sociedad que habían dibujado los resultados de 2019, empujando el límite de la alteridad del país hacia su apropiación excluyente —tradicional en el españolismo de derechas—, redoblaron arsenal en cada uno de los sucesivos contextos de impacto social que fueron generando los acontecimientos de estos últimos años, y sus consecuencias.
“La realidad no es como (nos) la han contado”, canta Lapido en ‘La versión oficial’, pero el 23J demostró que tampoco es como creían las capas derechistas del país. Primero les sobrevino el noqueo, después el bajón con el trasfondo veraniego, una decepción que se reactiva con el comienzo de temporada, cogiendo ritmo y acelerándose tras las escenificaciones de los partidos independentistas, con sus propias internas, durante una Diada que queda lejos del ciclo 2012-2018, incluso del 2019.
Las neurosis españolistas se desataron de nuevo con la aparición en la palestra del concepto jurídico de la amnistía en relación al Procés. Unas neurosis que implican el retorno de los discursos ya desplegados con la aprobación de los indultos. Sin novedades apreciables respecto a la construcción de la imagen de Sánchez “que quiere acabar con la Constitución, porque es vista como un obstáculo para materializar el poder” (Aznar) y tampoco en las aportaciones de los ‘señoros’ aupados y consagrados durante décadas a partir de la transición y su relato oficial.
Las neurosis españolistas se desataron de nuevo con la aparición en la palestra del concepto jurídico de la amnistía en relación al Procés
En escena un Aznar desatado, y es que dentro de la tradición franquista de imaginar ‘España como destino de unidad en lo universal’ se desencadena la concepción de un riesgo “existencial para la continuidad de (su) España como nación” (...) “que acumula energía cívica, institucionalidad y masa crítica nacional para impedir que este proyecto de disolución nacional se consume”. Esa idea de España —registrada y cicatrizada en la historia con violencias múltiples y masivas a través de represiones, masacres sistemáticas, expulsiones a gran escala, dominaciones represivas y exilios eternos— le insta a la convocatoria de “activar todas esas energías que, en el marco de una contienda democrática —como novedad histórica enunciativa—, tienen que plantar cara con toda la determinación a ese plan”. Dicho y convocatoria de movilización al canto.
Existe un vector, en la trama de las discusiones del escenario público, respecto al PSOE y su pasado en la transición cuya contundencia discursiva se redobló antes de la actuación aznariana. Fue durante la primera semana del mes, en el marco de las tácticas de escenificación de la próxima investidura fallida de Feijóo —con el vigésimo aniversario del Tamayazo madrileño, y sus resultados en términos de poder, sobrevolándonos y recordando la historia más reciente del país—. Entonces se invocaron, con más ímpetu de lo acostumbrado, los fantasmas de las supuestas “almas” del PSOE, tomando la historia del partido a partir del congreso de Suresnes (1974). Y es que ya lo dicen del padre de Rubiales: “un socialista de los de antes”.
Apelan a la función histórica desplegada por el PSOE como partido de régimen que se encargó de la consolidación democrático-liberal en las coordenadas marcadas por la transición: la cimentación imperturbable de la impunidad y, en relación a ella, la continuidad de los elementos estatales conformados y activos durante la dictadura; en el plano estructural, la seguridad y continuidad del poder de las elites y oligarquías afianzadas con, a través y durante el franquismo; la restauración borbónica y, en lo referente al exterior, la implementación de las medidas marcadas por el neoliberalismo occidental que se puso en funcionamiento con la contraofensiva conservadora de los 80s y los 90s, después del punto de inflexión sistémico durante la década de 1970.
El PSOE, como partido de régimen ,se encargó de la consolidación democrático-liberal en las coordenadas marcadas por la transición: la impunidad, el poder de las elites, la monarquía y el neoliberalismo
Así las cosas, con este nuevo jaleo de telón de fondo, podemos recapitular el trasiego de este último y relevante verano que hemos vivido: tras la cristalización en el 28M de lo que veníamos atisbando con preocupación en estos años y la inmediata jugada táctica de Sánchez para movilizar electorado y voto útil, entrábamos en el julio electoral. Lo hicimos entre noches de solsticio, hogueras de San Juan y otro año reivindicando Stonewall. Una fiesta del orgullo con especial fuerza combativa frente a declaraciones reproductoras de marcos mentales propios de la ley de peligrosidad social del tardofranquismo —con el sufrimiento que causó al colectivo de presos sociales, tras décadas de vigencia de la ley represiva de vagos y maleantes—. Escuchamos la infame asimilación de la diversidad y libertad sexual con los desgarradores abusos y violencias que entraña la pederastia. Fue un orgullo lgtbi inolvidable frente a negacionismos, puritanismo, censuras y asesinatos machistas que, en aumento, han marcado un verano de datos negros tanto para las vidas de las mujeres como para el calentamiento global de la tierra.
Nos encontrábamos entonces a un año de la masacre de Melilla, a dos del asesinato de Samuel al grito de “maricón de mierda”, con la impunidad sistémica volviendo a revictimizar a los primeros testigos en la historia del país que iban a poder declarar por las torturas sufridas durante la transición ante un tribunal, y que fueron dañados de nuevo con la cancelación de la vista convocada por la única juez que había admitido la denuncia por delitos de lesa humanidad —de las más de cien víctimas que presentaron querellas en los últimos seis años—. Junto a tal indignidad, en el horizonte de la costa mediterránea, aparecían las imágenes de uno de los mayores naufragios en la historia del mar Jónico, que costó la vida a cientos de desaparecidos. Unas desgarradoras escenas del barco atestado de personas que fueron seguidas, ante nuestras retinas, por las columnas de los Wagner avanzando hacia Moscú.
En la semana de campaña: después de la ametralladora de falacias que tomó prestado Feijóo de las viejas tácticas creacionistas en sus discusiones con los evolucionistas, la constatación de la mentira in situ acerca de un tema tan importante como las pensiones y la ausencia del favorito en el debate a cuatro, llegó el domingo electoral.
Han pasado más de 50 días del ‘gran alivio’ de aquella noche. El que sentimos cuando vimos que los votos del Partido Popular, unidos a los de Vox, no eran suficientes para sumar en el Congreso y entrar como gobierno de coalición en La Moncloa. Después de la potente ofensiva ideológica de las derechas españolistas, desplegada durante los últimos cinco años —con especial ahínco a partir del escenario pandémico—, y la consecución de un giro reaccionario en amplias capas sociales y considerables sectores de poder —tanto económico-estructurales como dentro del Estado—, nada ni nadie pudo difuminar que viviéramos el alivio —provisional, pragmático y por una mínima peliaguda— acompañadas por una peculiar sensación de liviandad. Una liviandad que, como emoción liberadora, en esos instantes, supo a gloria.
Pero desde luego no fue porque la inflación de los alimentos ni la situación de la vivienda en alquiler sea aceptable para las capas populares y trabajadoras del país, mientras los indicadores macro eran aireados por sus gestores. Dinámicas de la venta electoral para contrarrestar la propaganda pepera de “la destreza económica de los conservadores”. Es cierto que se avalaban medidas que fueron denostadas como posibilidad en la crisis anterior, la que nos atravesó siguiendo los axiomas de austeridad para el cuerpo social, mientras las formas de acumulación —configuradas e implicadas en el crack del 2008— se consolidaban, pariendo más ricos y multiplicando el precariado. Un crecimiento de la desigualdad que ha crecido exponencialmente durante esta década y media. En definitiva, tras el reflejo de las relaciones de fuerza en votos, veremos en qué desemboca este baile, y continuaremos en danza.
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"La neurosis desatada del españolismo derechista"
¿Y quiénes vamos a pagar las consecuencias de las alevosas, corporativistas, prevaricadoras prácticas NAZI-FASCISTAS-ESTALINISTAS-TERRORISTAS de todos esos 'salvapatrias', etc.?
Yo mismo soy víctima, desde hace por lo menos 7 u 8 años (especialmente desde que el Régimen ha blanqueado en toda clase de normativas, instituciones, etc. a esos que llaman la ultraderecha-fascista-estalinista-megacriminal) debido a mi público, libre, espontáneo, honorable, digno, ético ACTIVISMO POLÍTICO POR LA REPÚBLICA CONSTITUCIONAL Y POR LA DEMOCRACIA REPRESENTATIVA y por lo tanto en contra de toda clase de abusos de poder, blanqueamientos de crímenes perpetrardos por el Régimen y/o sus empleados de todo tipo, contra todo racismo o clasismo o supremacismo o corrupción sistémica u ocasional, etc., etc., etc.
Sí, a mí nadie me va a explicar lo que son estos megacriminales del NAZI-FASCISMO-ESTALISNISMO-TERRORISMO, pues soy víctima de ellos.
Cuando Zapatero pidió permiso al Parlamento para iniciar diálogos que llevasen al fin de la violencia de ETA, le arrebató al PP su juguete favorito. La reacción visceral del PP fue tal, que yo llegué a temer por su vida. Hoy, es Sánchez el que amenaza al PP con quitarle su segundo juguete favorito: el independentismo.