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Hace pocas fechas trascendió el suicidio de la socióloga Helena Béjar. Un obituario publicado en el periódico El Mundo por Emilio Lamo de Espinosa —quien codirigió su tesis doctoral a finales de los años ochenta junto con Salvador Giner— puso en conocimiento de muchas de nosotras esta dramática noticia. La catedrática tenía sesenta y siete años y era autora de siete libros y más de cincuenta artículos, una parte importante de los cuales se encuentran en la ya desparecida revista Claves de Razón Práctica. A lo largo de las dos últimas décadas he leído algunos de los libros y muchos de los artículos de Helena Béjar, a quien conocí fugazmente y con quien compartí durante muchos años facultad, la de políticas y sociología en la Complutense de Madrid.
Leí a Helena Béjar por primera vez hacia finales de la década de los años noventa cuando comenzaba a plantearme el tema de la que sería mi tesis doctoral. Sus trabajos sobre la sociogénesis del individuo y la moral individualista contemporánea alimentaron mi interés por analizar desde un punto de vista histórico el relato y la gesta liberal y llenaron mi cabeza de ideas sobre el mundo contemporáneo. En El ámbito íntimo (1988) y La cultura del yo (1993), anticipó que en las sociedades avanzadas de final de siglo tiende a predominar una personalidad narcisista, que la socióloga caracterizó con los rasgos de la paz interna como objetivo, el carácter proteico, el deseo desenfocado, el distanciamiento, el supervivencialismo y el culto a la terapia. Al análisis de la cultura psicoterapéutica, precisamente, volvería a dedicar sus últimos trabajos.
Reviso, para poder escribir esta pieza, mis notas sobre El corazón de la república: avatares de la virtud política (2000) en el que Béjar reflexionó sobre humanismo cívico y republicanismo, planteándose la posibilidad de pensar lo comunitario al margen de la nación y proponer una ciudadanía virtuosa que lo fuera sin construirse en términos identitarios. Este libro de Béjar formaba parte de un momento de ebullición del debate público en la España del nuevo milenio en torno a la necesidad de reformular el nacionalismo español de manera que sirviera para superar las tensiones territoriales y reactivar la democracia en clave de patriotismo cívico.
La cara oscura de la democracia es la que presentan, precisamente, el individualismo y la incapacidad para articular lo común en el marco del paradigma liberal
Helena Béjar pasó así del interés por lo privado a indagar sobre las resistencias que, en el caso de nuestro país, intelectuales como ella consideraban que podían estar detrás de la desafección ciudadana y las tensiones consustanciales a la existencia de nacionalismos periféricos que, en su percepción, impedían que se cumpliera la democracia en España y hacían parte del cierre en falso que implicó la Transición respecto de la etapa franquista. La deriva conservadora que con el tiempo adquirieron este tipo de planteamientos está paradigmáticamente representada por la trayectoria de uno de los directores de Claves, Fernando Savater, quien tanta energía ha invertido en la difusión de la idea de que la negación simbólica de España tiene consecuencias negativas. Sobre el carácter estéril e inadvertidamente elitista del intento por reificar una idea de España neutralizadora de nacionalismos propios y ajenos no toca hablar aquí, pero que La dejación de España (2008) de Helena Béjar no sea seguramente su mejor libro tal vez guarda relación con esa esterilidad.
En 2018 Béjar, que había ido dejando atrás el interés por analizar la comunidad y había vuelto al individuo con el que empezó su andadura sociológica, publicó Felicidad. La salvación moderna, un libro cuyo origen se puede rastrear en artículos de principios de la década de los años diez en los que plantea que la cultura psicoterapéutica tiene un lugar fundamental en el imaginario social de la modernidad tardía, en sintonía con los trabajos de la israelí Eva Illouz. De hecho, al poco de publicarse Felicidad, salió al mercado un libro que ha tenido muchos más lectores: Happycracia, de Illouz y Edgar Cabanas. Por las mismas fechas la filósofa Victoria Camps publicaba La búsqueda de la felicidad (2019) y este mismo periódico sacaba un reportaje amplio en el que se repasaban las tesis contenidas en estos dos volúmenes, se recordaba el libro de Sara Ahmed La promesa de la felicidad (publicado originalmente en 2010) y se comentaba —de la mano de la socióloga Fefa Vila o la escritora Noelia Pena, entre otras— la importancia creciente que el tema de la felicidad había adquirido precisamente desde más o menos el inicio de la década que concluiría, catastróficamente, con una pandemia mundial.
Helena Béjar invierte la primera parte de su libro en llevar a cabo una historia intelectual clásica de la noción o el ideal de felicidad, dedicando una atención muy pormenorizada a su desarrollo y conceptualización por parte del pensamiento ilustrado. Felicidad equivale —con múltiples matices y consecuencias según los autores— a perfectibilidad individual, lo que conecta con el ideal social de progreso. Béjar recurre a Tocqueville para abordar la infelicidad como una manifestación no intencionada de la vida en democracia bajo el paradigma liberal, que implica individualismo y apartamiento de la política y la cosa pública. La cara oscura de la democracia es la que presentan, precisamente, el individualismo y la incapacidad para articular lo común en el marco del paradigma liberal, que hace impracticable la ciudadanía cívica y la libertad en su acepción positiva, como libertad para hacer.
Con la lectura de la última obra de Helena Béjar aprendemos que no se trata de buscar la felicidad, sino de desmantelar los fundamentos culturales de su mandato
En la segunda parte del libro Béjar analiza lo que llama “la vía positiva a la felicidad” que presupone que la felicidad está al alcance de cualquiera dispuesto a trabajar activamente su yo personal. Ésta ha sido avalada en la modernidad por el voluntarismo de la New Thought de finales del siglo XIX, el imperativo religioso de la alegría o —ya en época más tardía— el psicologismo de Martin Seligman de la década de los años noventa del pasado siglo que, en oposición al psicoanálisis, supone que el individuo puede transformar la realidad cuando despliega una actitud positiva respecto de la misma.
La realidad no debe afectar nuestras emociones; son nuestras actitudes y emociones las que deben modelar la realidad. Flexibilidad y adaptabilidad, autenticidad y autosuficiencia son algunos de los elementos que integran el bienestar, una suerte de positivismo que trae consigo una promesa de salvación en la tierra y que aparece codificada en la literatura de autoayuda, ampliamente examinada por Eva Illouz en La salvación del alma moderna. Terapia, emociones y cultura de la autoayuda (publicado originalmente en 2010 y que no aparece, extrañamente, en la bibliografía del libro de Béjar aunque sí se referencian otros títulos de la israelí) o en la tesis doctoral de Belén Gopegui, publicada bajo el título El murmullo (2023), en la que la escritora analiza el género de la autoayuda tomándolo como si se tratara de ficción narrativa para subvertirlo introduciendo la dimensión política y de acción colectiva como alternativa al individualismo y las actitudes narcisistas a las que el género apela.
En la tercera parte del libro Béjar analiza la “vía negativa a la felicidad”, consistente en proponer el gobierno de la razón sobre las pasiones, lo que lleva aparejado un cierto tipo de renuncia de inspiración estoica que, en la tardomodernidad, es incitada por una nueva espiritualidad que toma como referencia sistemas de creencias procedentes de sociedades tradicionales para importarlos a sociedades destradicionalizadas gracias a canales de difusión que el mercado de las emociones pone a disposición de públicos muy amplios a través de técnicas como el mindfulness.
Antes de pasar a las conclusiones, Béjar habla del estrés y la depresión, las dos enfermedades que la modernidad tardía gesta a partir de la moral individualista. La individualización construye sujetos fragilizados por la incertidumbre y sin más asideros que su inclinación por continuar en la carrera hacia una felicidad paradójica. Mientras que el imperativo de la felicidad crece como culto contemporáneo, también lo hace la ansiedad de quienes experimentamos descreimiento, disidencia, pesimismo, negatividad, criticismo y fracaso. La ansiedad se vuelve autorreproche ante la intolerancia cultural con el dolor, que se sustancia en la aparición de sistemas expertos que prescriben, de manera simultánea, la psicologización y la medicalización de la vida cotidiana.
Frente a estas soluciones que Béjar examina de manera crítica, la sociabilidad, entendida como la fuente de la que bebe la resiliencia, pone el acento en la necesidad de contar con redes de apoyo, familia, amigos y, por qué no, psicoterapeutas. Precisamos de los demás, por lo que un mundo sin empatía nos condena a sufrir violencias, injusticias y soledad. Sin vínculos la pérdida de sentido puede ser completa. En esta línea, en un artículo publicado en El País Helena Béjar escribió: “El aumento actual del suicidio es propio de una sociedad de solitarios, de hombres y mujeres en una precariedad de vínculos estables y nutrientes”.
Con la lectura de la última obra de Helena Béjar aprendemos que no se trata de buscar la felicidad, sino de desmantelar los fundamentos culturales de su mandato, aquellos que excluyen y marginan a quienes no pueden o desean aceptarlos; aprendemos también que la sociabilidad es vital porque, sencillamente, necesitamos la fuerza que dan los otros; aprendemos que necesitamos encuentros y relaciones que soporten nuestra fragilidad y nos ayuden a seguir respirando.
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Independientemente de la sociedad, el liberalismo y si la abuela fuma o no fuma, esta mujer se buscó ella sola la infelicidad y la marginación social, con tremendas malas formas y buscando pleitos allá donde iba. Mi familia ha compartido rellano con ella toda su vida y es sorprendete todo lo que se lee por ahí, como si la sociedad tuviese la culpa de su desgracia, no, en este caso la culpa la tenía exclusivsmente su caracter.
Hace unos ocho años me dió clase de Cambio Social. No era capaz de desarrollar con sentido una idea durante más de cuatro minutos. Al quinto, se iba de tema. Mira que en Somosaguas hay docentes girados, pero está señora debía haber sido incapacitada desde hace mucho. Era conocida por su desagrado hacia las lesbianas y vivía a la defensiva. Recibió multitud de quejas. Creo que prácticamente toda la clase tuvo que abandonar la asignatura porque la comunicación con ella era imposible. Supongo que llevaría mucho tiempo con un gran sufrimiento. Que descanse en paz.